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Al cabo de los años mil he dado en leer de nuevo a los clásicos y me encuentro con joyas inesperadas, con escritores a quienes no tuve ocasión de apreciar a causa de mi excesiva juventud -si es que de tal riqueza puede tenerse en exceso- y con pasajes que, pasándome inadvertidos entonces (el lector novel rara vez repara en el continente), ahora encuentro orillando la perfección.
Hágame el honor, quien esto lea, de disfrutar conmigo este párrafo sublime con que el divino (e ignorado) Valle-Inclán da comienzo a su Sonata de estío. Un párrafo que, además y por razones que no hacen la caso, viene muy a propósito en esta hora de mi vida. (A veces pienso que la única posibiliad de aprehender, en su completa armonía, lo que otro dice es pasar por algunas circunstancias que nos afinen el entendimiento a la frecuencia necesaria para recibirla, y que para entender un escrito no basta con poner atención en la lectura, como no basta tener redondeado el cráneo para que nos siente bien un sombrero.)
Poniendo sus palabras en los labios apócrifos del Marqués de Bradomín, escribe don Ramón María así:
Quería olvidar unos amores desgraciados, y pensé recorrer el mundo en romántica peregrinación. ¡Aún suspiro al recordarlo! Aquella mujer tiene en la historia de mi vida un recuerdo galante, cruel y glorioso, como lo tienen en la historia de los pueblos Thais la de Grecia y Ninon la de Francia, esas dos cortesanas menos bellas que su destino. ¡Acaso el único destino que merece ser envidiado!
¿No es soberbio? Tiene la fuerza de un huracán y la solemnidad de un juramento. Es hermoso, rotundo y brillante.
La segunda mitad del mismo párrafo, menos terminante, es a cambio más audaz y un punto sarcástica:
Yo hubiéralo tenido igual [el destino], y quizá más grande, de haber nacido mujer: entonces lograría lo que jamás pude lograr. A las mujeres para ser felices les basta con no tener escrúpulos, y probablemente no los hubiera tenido esa quimérica Marquesa de Bradomín. Dios mediante, haría como las gentiles marquesas de mi tiempo, que ahora se confiesan todos los viernes después de haber pecado todos los días. Por cierto que algunas se han arrepentido todavía bellas y tentadoras, olvidando que basta un punto de contrición al sentir cercana la vejez.
¡Magnífico! ¡Ah!, saboreo cada palabra. Mas como, no pudiendo ni acercarme a esa maestría, cualquier cosa que añada a partir de aquí sólo servirá para poner de manifiesto mi impericia como crítico y mi inepcia como escritor, os dejo que disfrutéis por vosotros mismos de esta belleza y que sintonicéis, con la antena de vuestros propios sentidos, el eco de las frases que nos legó el duopontino.
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