3 de julio, mismo lugar y hora
Hoy hay más actividad por la calle. Ayer fue domingo y, en este país, se toman los festivos bastante en serio.
Acabo de regresar de mi caminata diaria por el campo. Abro paréntesis: ¿Se le puede llamar “campo” al desierto?, ¿a una sucesión inacabable de lomas y cerros pelados, sin el más mínimo vestigio de vegetación? Supongo que sí, aunque el vocablo latino campus significa “terreno llano” y, aparte, parece que en general asociamos el campo con las tierras de labor o productivas desde un punto de vista agrario. Pero aquí, obviamente, digo “campo” por oposición a “urbe”. Cierro paréntesis. Pues resulta que, según entraba al poblado, me ha llamado la atención (que no sorprendido) la cantidad de barberías que hay en El Salvador. Para ser un lugar tan poco habitado, el número de ellas me parece algo desproporcionado. Tal vez haya cerca de diez. Desde que, hace ya medio siglo, oí a mi padre decir que no había mejor negocio que una peluquería porque la vanidad es una fuerza tan poderosa que la gente, antes de renunciar a acicalarse, estaba dispuesta a dejar de alimentarse, he venido corroborando en muchos de mis viajes cuán acertada era, para muchas culturas, aquella observación que, en su día, desdeñé por parecerme una más de las excentricidades que tenía mi progenitor. En efecto, no es este pueblo el primer lugar al que llego donde las peluquerías constituyen un notable porcentaje del comercio. Y un tópico que, a este respecto, los hechos me obligan a revisar es el de que las féminas son más coquetas que los hombres, pues en varios lugares he observado que hay tantas peluquerías de hombres como de mujeres; y El Salvador, una localidad donde la población femenina es más bien escasa, es claro ejemplo de esto.
Esta mañana, cuando ingería mi colación, me encontré con la grata sorpresa de que el cauteloso recepcionista del nasobuco dejaba a un lado su reserva para conmigo y se abría a la conversación. Resulta que es un interlocutor tan interesante como su compañero y me ha proporcionado bastantes datos sociales, económicos y políticos. Para empezar, me confirmó –aunque en realidad esto no precisaba confirmación– el desembarco en Chile, simultáneo al resto del mundo, de las iniciativas globalistas, y en particular del feminismo desorejado, el dogma transgénero, la cultura del aborto y de la eutanasia, o sea de la muerte. Pese a que él se declara agnóstico (y hace hincapié en que tal concepto no debería de confundirse con “ateo”, aunque no me ha parecido que tenga muy clara la diferencia), se manifiesta radicalmente en contra del aborto. “Desde la misma fecundación del óvulo –me dice– eso ya es un ser vivo diferente, al cual, por pertenecer a la especie humana, no debemos matar.” El razonamiento en sí, desde luego, es inobjetable, pero tal vez demasiado simplista, pues pasa por alto una serie de consideraciones que no deberíamos ignorar. En cualquier caso, ya tiene mérito para un no religioso (que es a lo que él se refiere cuando dice “ateo”, creo yo) oponerse al aborto. Del mismo modo se muestra en total desacuerdo con el adoctrinamiento sexual de los niños en el colegio; y denuncia también que a los padres se les esté privando poco a poco del derecho a educar a sus hijos.
Otra cosa que lo saca de sus casillas, dijo, era el lenguaje inclusivo, y me puso como primer ejemplo la palabra “presidenta”; lo cual no deja de sorprenderme gratamente, pues la trampa demagógica de feminizar los participios de presente activo les pasa desapercibida a muchas personas cultas; por no hablar de la masa de analfabetos funcionales que los sistemas “educativos” actuales están creando. La mayoría de la gente que es consciente del sinsentido que supone el mal llamado lenguaje inclusivo suele limitarse a condenar lo del “todos y todas”, pero rara vez llega a desaprobar las invenciones tipo “jueza” o “presidenta”, que o parecen muy bien o, en el mejor caso, le pasan desapercibidas. El caso es que en Chile hay, al parecer, una iniciativa para acabar oficialmente con el lenguaje inclusivo, pero eso tengo yo que verlo para creérmelo, porque no creo que este marxismo cultural que padecemos vaya a dejarse arrebatar fácilmente una herramienta tan valiosa; quizá, de hecho, su principal arma, pues esa tendencia ideológica siempre se ha caracterizado por su insuperable maestría en la instrumentalización del lenguaje y la retórica.
En general me ha parecido un tipo culto y bastante bien informado, pese a profesar algunas ideas poco corrientes, como por ejemplo su filiación ideológica “anarco-capitalista”, doctrina cuya existencia no todo el mundo conoce, su agnosticismo vitalista o su propuesta sobre la gestión de las prisiones con criterios de empresa privada: tanto trabaja el preso, tanto mejora sus condiciones en el talego; el que no trabaje, camastro y rancho de tropa. Otro detalle en el que da clara muestra de buen juicio es en su antipatía por los comunistas y por las izquierdas en general, a las cuales califica de insinceras y acusa de sentirse moralmente superiores o de querer siempre presumir de virtuosas. Parecióme que me leía el pensamiento.
Aparte, me ha facilitado algunos datos curiosos, como que aquí la mayoría de universidades son privadas, que él valora por encima de las estatales a causa de a) un mayor nivel educativo, b) estar libres de adoctrinamiento y c) no estar –supuestamente– en manos de la casta siniestra; aunque en realidad –y esto lo añado yo– los dos primeros puntos se derivan del tercero y pueden resumirse en él. No obstante, todo eso también querría verlo yo, pues lo cierto es que el Occidente Colectivo se halla, en su totalidad, bajo la dirección “espiritual” –léase ideológica— de las élites supranacionales (circuncisas en su mayoría), las cuales no dejan títere con cabeza. Lo que con más probabilidad sí sea cierto es que el adoctrinamiento, en la educación privada, sea menos burdo.
También me ha informado de que, en Chile, la inscripción en el censo electoral es voluntaria; con dos importantes consecuencias: sólo los inscritos tienen derecho a votar en las elecciones, y todo inscrito tiene obligación de hacerlo. Me parece un sistema muy curioso y bastante justo: quien no quiera participar en la vida política no puede votar, pero queda también exento de cualquier obligación electoral, como por ejemplo la de formar parte de las mesas. La forma de gobierno –me cuenta el hombre– es de república presidencialista y, como es normal en ese caso, el presidente tiene mucho poder ejecutivo. Por desgracia, la democracia chilena, en su opinión, ha ido degradándose poco a poco y ya apenas existe separación de poderes. O sea, al igual que la española. De esta tendencia parece que no se libra nadie en Occidente, aunque –al decir de mi informante– la democracia peruana es bastante buena.
Por último, y al igual que los otros dos chilenos con quienes he hablado de estos, también ha puesto como no quieran dueñas a la explotación estatal de la minería, tachándola de ineficaz y corrupta. Afirmaciones que no son poco mérito para una persona que, quieras o no, tiene un puesto de trabajo gracias a la empresa estatal Codelco, cuyos trabajadores forman el grueso de la clientela del hopedaje donde él está empleado.