Tres días en Bialystok me brindan nuevos conocidos (como Maka, la joven voluntaria de Georgia, o Grzegorz, el hombre que estudia los murciélagos) y un inesperado encuentro con lo esotérico. Es una granja en mitad del campo, a diez minutos de Tykocin, en la que vive y trabaja Beata, una excelente masajista a la que había conocido bastantes años atrás, en Varsovia. Vengo necesitando desde hace semanas un buen repaso a los hombros, que se cargan mucho conduciendo la moto, y una sesión con Bea me viene de perlas. Hace unos masajes hawaianos quasi divinos.
Es el típico espacio jipi, un poco al estilo comuna, que casi todo viajero ha conocido alguna vez: contacto con la naturaleza, equitación, espiritualidad, mucha zoofilia y mucha comida de herbívoros. Además de Beata, por casualidad estos días pasa aquí sus vacaciones una polaca afincada en Florida que practica una de esas terapias zen de trasvase de energía que sirven para todo, incluyendo –o quizá especialmente– la ansiedad y el insomnio; justo mis dos peores achaques. Pese a mi escepticismo, las buenas referencias que oigo de labios de mi amiga me animan a intentarlo, ya que estoy aquí y los planetas se han alineado. ¿Precio?, pregunto con cautela. Doscientos dólares estadounidenses. Me quedo a cuadros: una tarifa astronómica para una medicina astrológica; así que declino; pero la mujer me lo pone fácil: puesto que se halla de vacaciones y en realidad no se trata de ingresos laborales, fije yo un precio con el que me sienta cómodo; y yo, que voy a darle veinte euros a Bea por un masaje de verdad, no puedo ofrecerle mucho más a ésta. ¿Veinticinco? Hecho. Sigue leyendo