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Una gasolinera. Lleno el depósito y me acerco a pagar. Al tenderle mi tarjeta a la cajera, la mira con susto y retira un poco el cuerpo, escondiendo las manos a la espalda; como si le hubiesen mostrado un alacrán y temiese una picadura. Parece que no ha visto una Mastercard en su vida; quizá por aquí no se estilan, y se niega a aceptarla. Pago en efectivo y me largo. Son desconfiados estos letones, sobre todo en las gasolineras. Ya otra vez hube de marcharme sin haber repostado.
Es una mañana espléndida, soleada pero no calurosa: un tenue velo de nubes medias resta fuerza a los rayos solares. Veintiún grados. Aunque estamos a primeros de septiembre, el otoño ya ha llegado a esta tierra. Los árboles empiezan a desprenderse del foliaje y algunas de las carreteras por las que vengo –interminables rectas de diez o quince quilómetros– lucen soberbios paisajes. Atraviesan bosques y sembrados, pasan junto a granjas y arboledas, arados y barbechos, una campiña pintoresca y variada que ameniza el trayecto y aligera el ánimo. A trechos, ruedo bajo una lenta nevada de hojas amarillas, que caen a mi alrededor rozándome el casco o arremolinándose al paso de Rosaura. De cuando en cuando, un caserío. Por aquí aún utilizan, para la agricultura, una maquinaria que, en la otra Europa, sólo puede encontrarse ya en los museos etnográficos; tan anticuada es; y eso le da aún mayor atractivo a este agro letón. Sigue leyendo