Las kapliczki y el homenaje Tannemberg

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El freelander llega a una kapliczka

Mediados de septiembre de 2014. Es hora de rendirles un pequeño homenaje a las kapliczki, humildes cruces o capillas que abundan por toda la geografía polaca y cuyo origen nadie conoce con certeza: que si fueron templos dedicados a Dionisio, que si representaciones de la capa de San Martín o antiguos tótems paganos. Situadas casi invariablemente en un cruce de caminos, Sigue leyendo

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Un encuentro con la magia

Tres días en Bialystok me brindan nuevos conocidos (como Maka, la joven voluntaria de Georgia, o Grzegorz, el hombre que estudia los murciélagos) y un inesperado encuentro con lo esotérico. Es una granja en mitad del campo, a diez minutos de Tykocin, en la que vive y trabaja Beata, una excelente masajista a la que había conocido bastantes años atrás, en Varsovia. Vengo necesitando desde hace semanas un buen repaso a los hombros, que se cargan mucho conduciendo la moto, y una sesión con Bea me viene de perlas. Hace unos masajes hawaianos quasi divinos.

El camino que lleva a la granja

El camino que lleva a la granja

Es el típico espacio jipi, un poco al estilo comuna, que casi todo viajero ha conocido alguna vez: contacto con la naturaleza, equitación, espiritualidad, mucha zoofilia y mucha comida de herbívoros. Además de Beata, por casualidad estos días pasa aquí sus vacaciones una polaca afincada en Florida que practica una de esas terapias zen de trasvase de energía que sirven para todo, incluyendo –o quizá especialmente– la ansiedad y el insomnio; justo mis dos peores achaques. Pese a mi escepticismo, las buenas referencias que oigo de labios de mi amiga me animan a intentarlo, ya que estoy aquí y los planetas se han alineado. ¿Precio?, pregunto con cautela. Doscientos dólares estadounidenses. Me quedo a cuadros: una tarifa astronómica para una medicina astrológica; así que declino; pero la mujer me lo pone fácil: puesto que se halla de vacaciones y en realidad no se trata de ingresos laborales, fije yo un precio con el que me sienta cómodo; y yo, que voy a darle veinte euros a Bea por un masaje de verdad, no puedo ofrecerle mucho más a ésta. ¿Veinticinco? Hecho. Sigue leyendo

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Sobre la misma senda

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Es una mañana de nubes bajas y medias, no muy espesas, con algunos desgarrones por donde se cuelan haces de sol. Junto a mí, ruido de coches y camiones que pasan. Me he detenido un momento, nada más dejar atrás Vilnius y su extrarradio, para tomar las primeras notas del día. Me dirijo hacia Marjampole para coger la E5, una de las carreteras más importantes de la Unión, istmo entre la Europa continental (por así llamarla) y el Báltico-Escandinavia; única ruta y cuello de botella que comunica una y otra mitad de nuestro espacio común; a ambos lados, se extiende el territorio prohibido, tierra bárbara y hostil: Rusia-Kaliningrado al oeste y Bielorrusia al este. Sigue leyendo

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Vilnius, la Jerusalén del Norte

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Me levanto con la optimista idea de que hoy, por fuerza, ha de ser mejor día que ayer; porque no puede ser peor: la aventura con el Diablo sobre ruedas ha supuesto un mínimo del que no creo vaya a bajar en el resto del viaje; que por cierto va siendo ya poco: estoy a las puertas de Polonia y supongo que en un par de semanas llegaré a casa.

Para asegurarme el descanso y vencer mi deplorable estado de ansiedad, anoche me metí un chute de pastillas artillería pesada; y cuando los golpes de la limpiadora en la puerta me han despertado era ya pasada la una. Un poco tarde para ponerme en carretera y, además, el día está lluvioso. Decido quedarme hasta mañana y hacer algo de turismo por la ciudad.

La casa de las placas, un rincón en el casco antiguo de Vilnius

La casa de las placas, un rincón en el casco antiguo de Vilnius

Pero hoy no me apetece comerme el coco buscando rincones poco frecuentados, y me conformo con la ruta que me propone el mapa oficial de la ciudad. Como primera providencia, agasajo mis sentidos tomándome, en una pastelería, un té infundido con gengibre y endulzado con miel (costumbre regional), acompañado por un sabroso volován. Sigue leyendo

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Maestu, última ruta de Vasconia en dos ruedas

Iglesia y casas de Virgala Mayor, cerca de Maestu

Iglesia y casas de Virgala Mayor, cerca de Maestu

El día de Reyes del 2014 realizo la última ruta de esta serie Vasconia en dos ruedas. Mis días en Vitoria están ya contados. Pronto me marcharé lejos de esta entrañable y hermosa provincia alavesa, oficialmente vasca pero muy castellana en sus raíces históricas y aun en las costumbres actuales; y es que, más allá de los intereses económicos de sus habitantes –que se inclinan, obvio, hacia el cálido sol de la autonomía vascuence– y pese a los grandes esfuerzos e ingentes gastos del gobierno autonómico para euskaldunizar a la sociedad, aquí he podido percibir casi siempre el alma de Castilla.

Me han quedado muchas carreteras por recorrer, aldeas y pueblos por visitar e historia sobre la que hablar, pero creo que he cubierto, en mi moto, casi todas las rutas que pueden hacerse por Álava y también algunas de Vizcaya y Guipúzcoa. Hoy, con una corta visita a Maestu, despido y cierro estos capítulos que he ido escribiendo mientras, durante casi un año, recorría la región a golpe de escapadas domingueras. Sigue leyendo

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Pesadilla en Lituania

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(Continuación de El Diablo sobre ruedas)

El miedo estorba la facultad de pensar, analizar una situación y no digamos usar la astucia. Por eso, al ver que el camionero me persigue a muerte, mi reacción instintiva es acelerar y huir; escapar en línea recta –como hacen las gallinas frente al zorro– pese a que en realidad podría burlar a mi perseguidor, incluso reírme de él, precisamente por la ventaja que me otorga mi vehículo sobre el suyo, y el hecho de no tener prisa por llegar a sitio alguno.

Así que me pongo a 120 km/h, velocidad a la que empieza a ser peligroso circular por estas carreteras y que, a la postre, resulta ser insuficiente: el enemigo sigue pisándome los talones, a unos doscientos metros de mí. Nunca habría imaginado que un camión pudiese correr tanto. Quizá este diablo, como el de la película, también lleve un motor preparado. Y, como aquél, éste también me empuja a hacer adelantamientos imprudentes. Sigue leyendo

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El diablo sobre ruedas

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Este nueve de septiembre quedará señalado en mi cuaderno de bitácora como la peor singladura del viaje, y en mi calendario personal como uno de esos días traumáticos que de cuando en cuando nos propina la vida.

Anoche casi no dormí: a duras penas habré sumado dos horas de un sueño intermitente e inquieto, sin reposo; como si mi subconsciente estuviera presagiando lo que se avecinaba. Cuando, por la mañana, acepto mi derrota frente al insomnio, recojo las cosas, dejo la habitación y me pongo en marcha; pero ya comienzo la jornada cansado; y eso es mal arranque para un motorista; mal agüero también.

Ruta: desde Daugavpils hasta Vilnius, la capital lituana, por las carreteras que bordean la frontera bielorrusa; como siempre, el camino menos transitado. ¡Y desde luego que lo es!: solitario y también –aunque ¿cómo podía yo saberlo?– peligroso, porque ésas son las regiones donde mora y campa a sus anchas, libre y salvaje, el camionero cafre. Sigue leyendo

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Nochebuena entre vagabundos

Es Nochebuena. Una gran luna, muy blanca y redonda, brilla en el cielo negro y puro de la noche polaca. Con el estómago vacío, arrastro mi soledad navideña por las frías y desiertas calles de Bialystok. ¿Qué hago aquí? No importa. Es sólo que me gustaría cenar al calor de mis semejantes.

Todo está cerrado, y ni los turcos abren hoy sus quioscos de kebabs. Tendré que volverme a la habitación en ayunas.

Llega a mis oídos el sonido de unos acordes, y hacia allá dirijo mis pasos. Bajo un pequeño toldo tocan tres músicos y, en unas mesas al lado, un grupo de voluntarios reparten comida y bebida calientes. Los vagabundos de la ciudad se han dado cita aquí; llenan sus panzas, luego repiten, y aún vuelven a por otras raciones para llevárselas en fiambreras a sus guaridas de arrabal.

Me acerco a curiosear. Me da algo de reparo beneficiarme de la pitanza de los indigentes; pero al ir a darme la vuelta una señora me invita con una sonrisa: ¡zapraszamy, zapraszamy! Jest barszcz, prosze pan. Un poco avergonzado, cojo la taza de borsh caliente y la cuchara de plástico que me tiende, y allí entre los vagabundos apuro el sabroso caldo. De pronto me siento entre iguales. ¿Qué me diferencia de ellos? Quizá que yo podría pagar esa comida y ellos no; pero a la hora de la verdad, aquí estamos, todos en el mismo sitio, gentes sin hogar compartiendo una Nochebuena que ha venido a traernos la Iglesia. Un poco de música y buena comida casera, tradicional polaca: borszcz, pierogi, bigos, herbata.

Sí, es la Iglesia Católica quien organiza el benéfico tingladillo. No el gobierno de políticas sociales, ni los radicales rompefarolas, ni la izquierda “solidaria”, no digamos los anti-iglesia; éstos están todos –todos– pasando la cristiana Nochebuena con sus familias. Sólo la Iglesia –la denostada y atacada Iglesia– es capaz de regalar una Nochebuena a los vagabundos de la ciudad.

Hablo un momento con la señora que está al cargo. Quisiera darles unos billetes, contribuir a su labor, recompensar al menos la comida caliente, el té, la música y el ratito en compañía; pero no me los coge. Esto no se paga –me dice–, pero si quieres puedes darle las gracias al Señor. ¡Ay, señora!, eso es precisamente lo que no puedo…

Al cabo, regreso al hotel. Caminando por las frías y desiertas calles de Bialystok, bajo la luna llena, soy otro vabagundo más que regresa a su guarida; un vagabundo que ha pasado la Nochebuena entre sus iguales.

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