De algún modo intuitivo, me da la sensación de que soy capaz de comprender y profundizar, quizá algo mejor que otros, en la personalidad y la psicología de mi tocayo Pablo Iglesias, porque en algunos aspectos del carácter me siento bastante reflejado en él: al verlo y escucharlo, identifico algunos rasgos que comparte conmigo y algunas pautas de conducta que también me son propias. Siento como si estuviera mirándome en un espejo, y es desde ahí que tal vez puedo leer en él con mejor acierto.
Uno de esos rasgos es nuestra común debilidad por los retos que ofrece la dialéctica. ¿A quién no le ha ocurrido que, llevado de un impulso, al calor de un debate o por mera ligereza de pensamiento, ha hecho cierta afirmación que luego el orgullo le ha obligado a tener que mantener contra toda lógica o razón? Pues hay algunas personas -entre las que nos contamos mi tocayo y yo- que hacemos esto mismo no ya de modo ocasional o accidental, sino por mera diversión, por el instinto de lucha y rivalidad, por mor del desafío dialéctico que supone, por deporte, como ejercicio de la mente para evaluar nuestra propia capacidad y alcance. Hacer eficazmente de abogado del diablo, conseguir que los demás comulguen con ruedas de molino, tiene una gran retribución para la autoestima. Es excitante ver a nuestro oponente trastabillar y caer, o quedarse indefenso, frente a audaces afirmaciones que -por lo demás- desafían la coherencia y las rigurosas (aunque siempre escurridizas) leyes del razonamiento; verlo morder el anzuelo de un falso silogismo sin que, incapaz de darse cuenta de la trampa deductiva, acierte a refutar determinado argumento. Como un combate de boxeo en que uno de los púgiles fuera inducido a pelear bona fide contra la imagen proyectada del otro sobre una pantalla, pasaría de ser combate a burla, divertído espectáculo circense. Sigue leyendo