Los amaneceres son aquí apacibles

azorizdestikhie3Soy devoto del cine ruso porque casi nunca me decepciona, y de hecho ocupa un lugar preeminente en mi relación de películas favoritas. Títulos como Siberiada, Solaris, Tío Vania, Dersu Uzala o Moscú no cree en las lágrimas, entre otros, figuran entre los primeros lugares de mi ‘top list’. Pero hoy una nueva película ha llegado para desplazar por derecho propio, un puesto hacia abajo, a casi todas las demás. Se trata de Estos amaneceres son apacibles (A zori zdes tikhie, también conocida como Aquí los amaneceres son más tranquilos).

Y he dicho ‘nueva’ no porque se trate de un estreno -es una producción de 1972- sino porque acabo de verla por primera vez y nunca antes oí hablar de ella. Por desgracia, en esta economía de mercados estancos en que se divide nuestro planeta (Europa, USA, China, Rusia…) ni siquiera la Cultura -¡o quizá ella menos que nadie!- goza de libre circulación, y así el cine soviético muy rara vez llega hasta nuestras pantallas; de modo que sólo gracias a algunos conocidos del antiguo bloque del este llego a enterarme, de vez en cuando, de estas perlas cinematográficas. Sigue leyendo

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Por la Gascuña de d’Artagnan

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Francia va de bien en mejor y ahora me tiene boquiabierto. Si ya me sorprendó a la ida, a la vuelta me está fascinando. ¿Quién me lo iba a decir? Toda la vida teniéndole antipatía y resulta que es, quizá, el país más bonito de Europa. ¡Y pensar que, después de recorrer Noruega, creí que ya no me quedaba nada por ver!

Puente sobre el sinuoso Vézière

Puente sobre el sinuoso Vézière

Detalle del puente: la pasarela es de madera

Detalle del puente con su pasarela de madera

He zarpado esta mañana más temprano que de costumbre a causa de la intempestiva hora del desayuno en la casa de huéspedes (diez de la mañana, ¡qué locura!) y he continuado viaje hacia el sur suroeste creyendo que, al aproximarme a las extensas campiñas de Aquitania, el paisaje sería más feo, pero por suerte me equivocaba. Por ejemplo en este departamento de Dordogne, aún algo montañoso, si un paisaje es bonito el siguiente lo es más y si un valle tiene encanto el siguiente lo supera. Sigue leyendo

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¿De dónde vengo?

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Doce de octubre, aniversario del descubrimiento de América, día de la Hispanidad aunque hiera algunas susceptibilidades: nuestros primos americanos siempre tan avergonzados de sus tatarabuelos.

El desayuno en L’Hirondelle du Lac es apenas suficiente, pero de gran calidad: bizcocho casero, moras del jardín, miel de colmenas locales y, por supuesto, el croissant estupendo, como siempre en Francia. Lo único que no me acomoda es la hora: servido hasta las 9:30. Aquí se las gastan así y a mi insomnio estos “madrugones” no le vienen bien; aunque he podido negociar con el anfitrión media hora más; algo es algo.

Vista desde el comedor del hotel

Vista desde el comedor del hotel

Despachado el frugal alimento, compruebo al pronóstico del tiempo y hago planes para el día: pone lluvia esta tarde por las carreteras que tengo que atravesar, así que decido quedarme un día más en este hotelito tan majo; aunque la habitación estaba un poco fría; para esta noche le pediré al hombre un radiador eléctrico.

Después del fresco otoñal que ha hecho durante los dos últimos meses por la Europa del norte y central, aquí parece que estamos aún a finales del verano: hoy tenemos 27º y sensación de bochorno. Voy en pantalón corto y camiseta, porque pese al pronóstico, a las amenazadoras nubes que cubren el horizonte y a los truenos lejanos que se oyen, luce fuerte el sol sobre mi cabeza y parece que aquí no va a caer ni una gota. Pero bien está no haber cogido la moto hoy, porque de todas formas necesitaba hacer una parada larga en algún sitio, y ¿cuál mejor que éste? Invertiré el resto del día en actualizar estas notas de viaje y en pasear por el campo.

No me canso de repetir que prefiero la sierra antes que el llano; que en los pueblos de las colinas y en las zonas menos habitadas, como aquí, la gente suele ser más agradable y amistosa; pero eso no quita para que la gilipollez sea, por desgracia, universal y sin fronteras, de modo que en todas partes hay, llano o montaña, siempre uno o dos o veinte gamberros a quienes lo que les gusta es meter ruido. Lo digo porque llevo escuchando desde hace un rato varias motos que, como enjambre de moscardones, deben de estar haciendo cross por el monte tras alguna de estas lomas que me rodean, perturbando la -por otra parte- idílica paz de estos parajes. ¿Por qué las especificaciones de Industria son tan exigentes con los niveles acústicos de los vehículos si luego nadie se ocupa de controlar a estos tocapelotas ni hacer efectiva la prohibición de unas motos que no tienen otro objeto que el de producir ruido? Sigue leyendo

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Un trozo de paraíso

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Con el suelo de tablero y las paredes de papel, todas las pisadas en el caro y ruidoso hotel de Le Veurdre se oían tanto como el cachondeo de mis vecinos por la noche. Aunque admito que, en el fondo, el principal problema es mi insomnio. Menos mal que, al menos, la mañana amanece estupenda, radiante, con apenas unas nubes en el horizonte.

Montluçon

Montluçon

La infatigable Rosaura de pies alados me lleva hoy por un tramo de carretera que, entre Montluçon y Aubusson, me recuerda a mi Extremadura natal: una calzada estrecha y revirada, con ese firme viejo que, pese a lo castigado, resiste como un campeón el paso de las décadas. Para mayor parecido, tiene esta comarca una vegetación muy al estilo de la dehesa, aunque los árboles no sean mis queridas quercus ilex, las encinas.

Una calle de Aubusson

Una calle de Aubusson

Aubusson, en la céntrica región de Aquitania, es un pueblo de cuatro mil almas conocido (desde finales de la edad media) por sus tapices y alfombras, aunque esa artesanía decayera mucho hace algo menos de un siglo, al popularizarse el papel pintado. Sigue leyendo

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Claroscuros de Francia

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Hoy, diez de octubre, dos hermanos míos celebrarán sus cumpleaños a dos mil quilómetros al sudoeste de aquí. Hacia ese rumbo, el pronóstico del tiempo en esta parte de Francia no es halagüeño; ya el día ha amanecido lluvioso; así que altero mi itinerario planeado para intentar evitar otra mojada como la de ayer. La noche, en cambio, ha sido estupenda, de ésas raras en que duermo bien de verdad, la habitación calentita, el hotel muy tranquilo.

Como novedad, cojo un tramo de autovía (el primero en quince mil qulómetros de viaje) con objeto de salvar Dijon lo antes posible. Ya llevo un rato en carretera cuando, cerca de dicha ciudad, me asaltan cuatro motoristas de la policía aduanera indicándome que me eche al arcén. Luego, sin saludar siquiera, me espetan que son agentes de aduanas y se quedan un momento mirándome, como esperando mi reacción. Igual es que tienen fama de ser muy duros y yo debería de acojonarme, pero como lo ignoro, me limito a decir, ‘bien, ¿y qué quieren?’ ‘Registrar su equipaje’, contesta uno de ellos, ‘¿le importa abrirlo?’ Según estoy haciéndolo, le pregunto: ‘¿acaso puedo negarme?’, pero no me responde. Mientras registran mi mochila, me hacen las típicas preguntas: de dónde vengo, a dónde voy, qué llevo. Se me ocurre pensar que una moto, aunque sea pequeña, tiene varios lugares donde se podría esconder algo comprometedor; pero no hacen tal registro. ¿Qué andarán buscando? Cmo no encuentran nada, se marchan y me dejan en paz; eso sí, despidiéndose a la francesa, como no podía ser de otro modo. Han sido tan simpáticos como nuestra guardia civil de tráfico; es decir, unos bordes.

Parque natural blabla

Alrededores de Saulieu

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Cien habitaciones y una cena

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Al despertar, tardo unos instantes, como siempre, en saber dónde estoy. ¿En cuántos lugares diferentes he dormido ya durante este viaje? Tal vez cien, apenas una noche en cada uno. Cien camas distintas, cien mesillas y lámparas, cien techos, puertas y ventanas, también aseos; cien habitaciones extrañas, desconocidas, sin llegar a familiarizarme con ninguna. Supongo que eso, de algún modo, ha de pasar factura al espíritu y quizá también al corazón.

Esta vez es un hotel de Munster, comarca del Alto-Rhin, región de Alsacia. ¿Fue ayer cuando me caí de la moto? Ni siquiera un día ha transcurrido y me parece que haga una semana. Palpo el lugar de la contusión: ya me duele menos; sólo molesta al presionar la base del pulgar. Muy bien; podré continuar viaje. Sigue leyendo

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Caminos en el aire

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Tras una semanita con un amigo recargando las pilas en Bamberg, confieso que me da pereza retomar la carretera para emprender esta última etapa del viaje. Pero estoy en el principio del fin; la última etapa de este viaje a Ninguna Parte.

La mañana está de nubes y claros, agradable, otoñal; pero a medida que avanzo y gano altitud voy encontrándome algunos parches de niebla y la temperatura desciende. En Uffenheim me paro a tomar un té en una tranquila pastelería mientras estudio la ruta a seguir. Luego, la tarde se viste por completo de gris y refresca aún más: doce grados. El paisaje, en cambio, va haciéndose más bonito, más rural, moteado de viejos caserones que albergan hermosas hospederías y restaurantes, donde el otoño está más avanzado y donde el monte ofrece llamativos contrastes de ocres y verdes, junto a ese evocador olor a humo de leña al pasar por los pueblos…

Acercándome a la selva Negra

Acercándome a la Selva Negra

A las cuatro y media, óptima hora para dar la jornada por concluida, me paro en Wüstenrot, donde hay una agradable pensión a buen precio. Es un pueblo más bien soso, pero sus alededores son bonitos. Una vez instalado, me doy una larga caminata por los sembrados y un bosquecillo no lejano de pinos y secuoyas, donde el camino se desdibuja hasta desaparecer. El suelo en las umbrías está húmedo, y cuando regreso al hotel tengo los tenis llenos de barro. Me toca andar de limpieza. Por cierto que la encargada es muy agradable, y hay además otra empleada, una joven morena, que me mira de ese modo en que saben mirar las mujeres traviesas… ¡Lástima que últimamente no estoy para esos trotes! Sigue leyendo

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La conexión cósmica

Fue años antes de que mi curiosidad y mis estudios me llevasen a recorrer los caminos de la ciencia; antes de tener inquietudes de conocimiento; en la temprana adolescencia, cuando todo está aún por descubrir y cuando el mundo, como un prestidigitador anticuado, nos hace guiños desde detrás de sus trucos viejos, ésos que ya sólo cautivan a los niños.

Me ocurrió sólo en dos ocasiones; dos veces nada más; pero aunque han pasado cuatro décadas desde entonces, ¿cómo olvidarlo?

Era el verano; uno de esos veranos de la mocedad, tan largos que nos veían crecer y tan llenos de eventos que marcaban épocas. Íbamos al pueblo de mis abuelos durante tres meses y allí el tiempo, la luz, el espacio, cobraban otra dimensión. La monotonía de las clases, que marcaban las horas y los días en la ciudad con su reloj didáctico; o la geometría de los bancos y las aulas, las calles y los edificios, que cuadriculaban el entorno con sus perspectivas oblicuas, se interrumpían en el pueblo para dar paso a un espacio cambiante y heterogéneo, donde el espíritu parecía expandirse en la libertad sin límites que el campo y las vacaciones nos ofrecían. Sigue leyendo

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