El villancico del Tiempo pasado

villancicosAl pasar junto al salón de actos del Instituto Ortodoxo, el hombre escucha un coro de voces infantiles, y, curioso, se asoma tras los vidrios de la puerta cristalera. Ve un grupo de niños ensayando villancicos bajo la dirección de una joven profesora; no tan joven, en realidad -dice el hombre para sus adentros-, pero hace ya tiempo que todo el mundo se lo parece, y eso sólo puede significar una cosa…

Con un gesto inconsciente desecha este inoportuno pensamiento, y procurando no hacer ruido abre la puerta y se cuela a hurtadillas en la amplia estancia, toma asiento en una de las últimas sillas y se queda a escuchar el ensayo. La atmósfera es cálida, acogedora y envolvente como un seno materno. Fuera, tras las ventanas, unos tímidos copos de nieve descienden en silencio y ponen en la noche una blanca pincelada navideña.

Cuando, tras otras melodías, brotan de las bocas vírgenes y puras de los niños (¡ellos sí son jóvenes!) las notas algo tristonas del Noche de Paz, al hombre se le escapan dos lágrimas que ruedan mejillas abajo. Pero no es la tristeza del villancico, por sí misma, lo que las hace brotar, Sigue leyendo

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Tres ermitas

De la ermita vieja, la auténtica ermita vieja, construida en granito, hace mucho que no quedan ni las ruinas… y apenas la memoria: algunos de mis coetáneos no llegaron a conocerla, mientras que otros la han olvidado; y confieso que yo también, un poco: con mis años, ese recuerdo se remonta a una infancia tan lejana que ni el mayor esfuerzo de la memoria me permite evocarla con nitidez, y si tengo la certeza de que existió es porque durante lustros tuve conciencia de ella como parte del nutrido conjunto de mis recuerdos de niñez.

Y si de aquella vieja ermita no queda un sólo resto fue porque justo sobre ella se edificó una nueva: también de piedra, pizarrosa y pardusca como la tierra de la que parecía haber brotado; una ermita artesanal, recia y duradera que, no obstante, habría de jugar un papel muy breve en la vida social y la tradición religiosa del pueblo: como aquellos terrenos no eran comunales, sino que formaban parte de El Álamo, el cortijo de una familia local acomodada, cuando apenas un lustro tras su erección llegó la modernidad de la mano del cambio político y el ayuntamiento adquirió la finca El Quinto para emanciparse de un caciquismo que sólo fue reemplazado otro peor, en el recién adquirido terreno se construyó otra nueva ermita, esta vez de obra, con las paredes enlucidas y encaladas, sin gracia ninguna… ¡pero del pueblo!

Y dado que a ésta, como es natural, se la llamó la ermita nueva, muy pronto la otra pasó a ser la vieja -aunque ni por su edad ni por su uso lo fuera-; y no es improbable que este capricho de los nombres -aparte el cambio de ubicación, claro está- contribuyera decisivamente a que, con el paso de los años, en la memoria popular se difuminara hasta desaparecer todo recuerdo de que alguna vez existió una construcción anterior, una verdadera ermita vieja que, si hubiésemos dado en llamar la antigua para evitar confusiones, acaso no hubiéramos olvidado. Aunque, en realidad, ¿qué confusión puede haber?

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El luchador (The wrestler)

wrestler1Si hace diez años alguien me hubiese dicho, a la vista de Sin City y otras joyitas por el estilo, que Mickey Rourke llegaría a conmoverme en la pantalla, no me lo habría creído. Pero sea bienvenida la novedad: a estas edades (la suya, pero también la mía) reconforta un poco comprobar que el otoño de la vida puede aún ser muy productivo, e incluso brillante.

Pero no siempre es así, claro; como por desgracia le ocurre al protagonista de El luchador, Randy ‘The Ram’ Robinson, un decadente profesional del wrestling (ese espectáculo norteamericano de “falsa lucha”) ya algo entrado en años que, en el ocaso de su carrera, recorre los cuadriláteros del estado participando en combates de segunda categoría. Cuando los muchos golpes recibidos durante quizá demasiado tiempo ejerciendo el oficio empiezan a pasarle seria factura, intenta darle un cambio de rumbo a su vida; pero comprobará que no es tan fácil compensar por lo que hasta entonces no ha hecho, o ha hecho mal. Sigue leyendo

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V. De Burgos a Santander, entre montañas y canciones serranas

A lomos de mi fiel cabalgadura me dirijo hacia el norte, en busca del mar, junto al que discurrirá este viaje la mayor parte del tiempo. Siempre por carreteras locales, dejo Covarrubias atrás, rodeo Burgos y tomo la paisajística N623, por aquí llamada “la carretera de Santander”, que en su variado curso atraviesa desolados páramos y pintorescos cañones, bordea pantanos y salva cordilleras. Apenas a cincuenta quilómetros de Burgos, un pueblecito me inspira una parada y algunas fotos: es Tubilla del Agua, pequeña localidad sobre el estrecho valle del río Homillo, cuyas rápidas aguas se despeñan por entre las rocas en llamativos saltos de una altura regular.

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Tubilla del Agua

Feudo de la orden de Santiago y lugar solariego de los Villalobos, que andando el tiempo emigrarían a América, destaca hoy en Tubilla del agua la existencia de tres parroquias. Muchas son, para pueblo tan pequeño, que ni en sus mejores tiempos pasó de trescientos y pico habitantes. Ahora, apenas sesenta almas quedan en él, al haber ido desapareciendo poco a poco –y sobre todo a finales del siglo XX– lo que mantenía la vida de estos lugares, que eran la agricultura y la ganadería de pequeños propietarios.

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Único resto de la muralla que otrora tuvo este pueblo

Una cerveza y una tapa en El Rincón, cuya terraza da sobre una apacible acequia, me sirven de tentenpié hasta la hora de la cena.

Carretera adelante, pasados unos baldíos altozanos que el viento barre inmisericorde, Sigue leyendo

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El ciudadano ilustre. Un boludo cargado de razón.

ilustriousCitizen

Es raro que una película argentina me deje indiferente… y no siempre en el buen sentido. Por algo son los argentinos unos virtuosos de la retórica y, sobre todo, unos maestros de la provocación. Tienen esa franqueza, esa crudeza expositiva tan llamativa y en cierto modo atractiva, que me recuerda mucho a los franceses. Pero esta película que me propongo comentar aquí, Un ciudadano ilustre, de los hermanos Duprat, me ha dado que pensar más que otras argentinas… o quizá es sólo que hoy estoy de humor para escribir sobre ella. Da igual. Sea como fuere, puedo recomendarla con la cuasi certeza de que al espectador tampoco le resultará indiferente.

[ADVERTENCIA: lo que sigue contiene información sobre buena parte del argumento, aunque he tenido especial cuidado en no desvelar el desenlace.]

La trama es sencilla: tras cuarenta años de labor literaria, Daniel Mantovani, un escritor argentino afincado en Barcelona (un primer tópico, esto de Barcelona; pero quizá aquí tenga un pase), es galardonado con el premio Nobel de Literatura; y en su discurso de la ceremonia, con cierto aire provocador -que, según nos dan a entender, envuelve toda su obra y también su persona- hace un dudoso elogio del significado de dicho premio, sugiriendo que representa la muerte artística de quien lo recibe; puesto que -argumenta, poniendo en entredicho la “valentía” del jurado para apostar por una literatura más pujante e incierta- casi indefectiblemente le es concedido a escritores ya consagrados y que se hallan poco menos que al final de sus carreras literarias. “Ustedes -les dice- me han otorgado el premio porque soy el candidato que les resultaba más cómodo”. Un punto de vista original, atrevido y quizá acertado, que ya desde la primera escena capta la atención del espectador. (Por cierto: la película está rodada con anterioridad al deplorable desprestigio perpetrado por la Academia Sueca al concederle a Bob Dylan ese mismo galardón. Curiosa coincidencia.) Sigue leyendo

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Ya no te quiero más

De entre todas las escenas memorables que he visto en el cine, esta es una de las que más me gustan: directa, realista y certera, resulta muy reveladora de cierto aspecto de la naturaleza femenina…

Pertenece a la película Closer (Mike Nichols, 2004. Muy recomendable). Dan y Alice han estado discutiendo y él sale enfadado de la habitación donde ella se hospeda; pero aún no ha llegado a coger el ascensor cuando se arrepiente y vuelve a Alice. Lo malo es que… ya es demasiado tarde. ¡Pobre Dan! Simplemente, es demasiado tarde:

— Ya no te quiero más –le dice ella, al verlo regresar, con una indescrirptible tristeza reflejada en los ojos pero resuelta y segura del cambio en sus sentimientos.
— ¿Desde cuándo? –pregunta Dan. Pese a ser tan guapo, es todavía algo inexperto y no ha pasado antes por esto. Aún no se da cuenta de lo que ha pasado.
— Desde ahora –responde la chica–. Se acabó. Puedes marcharte.

Así, sin más. Y Alice ha hablado muy en serio, sin una pizca de dramatismo, porque en el lapso del último minuto ha pasado del amor al desamor. Y no hay nada en absoluto que él pueda hacer o decir, por el resto de su vida, para recuperar el amor de ella. Así el joven Dan aprenderá hoy esta curiosa habilidad de las mujeres y le quedará una herida de la que, así pasen décadas, nunca se recuperará del todo. Alice, en cambio, seguirá su camino sin volver a dedicarle un pensamiento a Dan; alegre y sonriente, confiada, sin echar la vista atrás ni una sola vez…

Así es la vida; y así son ellas. Porque, ¿qué hombre maduro no ha pasado alguna vez por algún que otro ya no te quiero más? Hay demasiadas Alices por ahí sueltas dispuestas a hacer ese divertido truco, y su insistente amor de hace un segundo, Sigue leyendo

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La visita

Estábamos en la cocina. Situado de pie, junto al niño, contemplaba yo cómo asentía -callado, obediente- a cada frase que su madre, con regular cadencia, le decía, aunque su voz -como en una película muda- no me llegaba, voluntad creativa del artífice de la escena. Indiferentes a mi presencia -o tal vez ajenos a ella, como a la de un espectador invisible- sentábanse el uno frente al otro a ambos lados de la mesa. Era un niño de tez pálida, lacio el cabello castaño y unos ojos oscuros que miraban a su madre con atención, pero a la vez con un aire vago y ensimismado, como de quien está inmerso en sus propios pensamientos, o un algo inquietante, como de quien vive en otro mundo o, quizá, en otro tiempo. Con una lástima inmensa, con la ternura y el amor que nunca profesé por nadie más, observaba yo su inocente rostro infantil, tan familiar y ajeno a un tiempo; su paradójica expresión, mezcla de atención y ausencia, morada de enigmáticos pensamientos o -tal vez- reflejo de una infinita candidez; y sentía por él una enorme piedad, derivada de conocer cuánto había de sufrir aún y envejecer su alma, ahora ingenua y pura.

Me incliné hacia él y, acariciando su cabeza dulcemente entre mis manos, lo besé en la turgente mejilla con calor, con inefable cariño, con el sentimiento del que se despide quién sabe si para siempre, como mis tías del pueblo me besaban cuando, al final de cada verano, regresaba con mi familia la ciudad. Sin dejar de escuchar a su madre, él aceptó mi beso sin dedicarme una mirada, una muestra de afecto, tampoco de disgusto; parecióme, más bien, como si no lo hubiera recibido; y tal vez así fue, pues aquel niño que tenía junto a mí, al que podía ver y tocar tan realmente, no era otro que yo mismo.

Cuando más tarde, al despertar, el hechizo de mi sueño se disipó, traté desesperadamente de recordar si alguna vez, durante mi infancia, sentí el calor de un beso fantasmal en la mejilla; si tuve algún día, siendo niño, el pálpito de estar recibiendo una caricia invisible; si me estremecí alguna vez con la impresión de ser visitado desde el porvenir… Pero no lo conseguí.

¡Ah, qué encuentro más triste y melancólico! Y, no obstante, ¡qué emoción la de haber podido verme a mí mismo desde el más allá, de manera tan vívida y palpable, cuando no era más que un niño: aquel niño silencioso de los ojos ausentes bajo sus cabellos lacios!

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El Nobel de Dylan, un alarde del poder judío

cuadritoPalabra de honor que no lo sabía.

Y como no lo sabía, cuando escuché que a Bob Dylan le habían dado el Nobel de literatura me quedé tan perplejo como el que más, pensando “¿cómol?, ¿de qué van estos de la Academia Sueca?, ¿será un bulo?” Pero era cierto, y los de la Academia habían había salido con esa estrafalaria explicación, que más bien era una justificación, de que se lo habían otorgado a Dylan “por haber creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición musical americana” (estadounidense, quiso ella decir). ¡Amos, anda!

Al principio, como todo el mundo, me pregunté si de verdad no había por ahí mejores y más meritorios candidatos que escribían verdadera literatura o verdadera poesía, y que le daban diez vueltas a Dylan; porque eso de ‘nuevas expresiones poéticas’, o eso de ‘la gran tradición musical americana’… ¡hombre, no me fastidies! ¿Y qué tiene de especial la tradición musical estadounidense para que en Suecia haya que darles un Nobel en literatura? En fin… El caso es que llegué a la apresurada conclusión de que los suecos estaban haciéndole la pelota a Estados Unidos… como casi todo el mundo, la verdad.

Pero esa conclusión no me satisfacía del todo: algo en ella no terminaba de cuadrarme. Si sólo se trataba de hacer la pelota, podrían haber elegido cualquier otro USAmericano que al menos fuese escritor de verdad, y se habrían ahorrado el ridículo y la necesidad de violentar el concepto “literatura”; por mucho que Dylan sea un fenomenal cantautor, pero al fin y al cabo uno más de entre los muchos que por el mundo andan; sin ir más lejos, Joaquín Sabina. Sigue leyendo

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