Encuentros en la segunda fase

El hombre me cayó bien al primer golpe de vista. Era un tipo alto y un poco desgarbado, de facciones más bien toscas -como si fuera un rostro inacabado por el escultor- y poco usuales, que sugerían un sólido pero mudo carácter. Lo había conocido en un restaurante. De hecho, era el cocinero y, aunque parco en palabras, entabló conmigo una lenta pero sentida conversación a cuento de no recuerdo qué. Por lo poco que pude bucear en su personalidad durante aquel encuentro, me pareció, sobre todo, un ser humano decente.

No debía el hombre de tener mucho trabajo a esa hora, porque, acabado que hube mi cena, me dijo de salir un momento a la calle para seguir conversando mientras se fumaba un pitillo. Nada más franquear la puerta, durante un breve instante, creí haberlo perdido de vista como si se lo hubiese tragado la tierra; pero no: allí estaba, sin hacerle apenas caso al pitillo, mirando hacia el gris y húmedo adoquinado mojado por la reciente lluvia, o hacia el inconfundible azul del cielo septentrional sobre los bajos tejados de las casas vecinas. Era la suya una compañía agradable y cercana, una compañía que yo habría podido disfrutar más de no ser por aquel ruido, aquel enojoso e insistente ruido que parecía manar desde dentro de mi cabeza y sonaba con creciente fuerza… ¡Oh, ese endiablado ruido!

Era el despertador. Abrí los ojos a una desconocida habitación de hotel, Sigue leyendo

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Omotenashi

La verdad es que la anécdota no pudo ser más simple; y si tuviera que atribuirla a algún factor ajeno a sus protagonistas más inmediatos buscaría tal vez la causa en la disparidad entre mis hábitos de comida y los de los japoneses: allí los restaurantes son más bien cosa de la cena, y la mayoría no abren hasta las cinco o las seis de la tarde; pero aquéllos donde también sirven almuerzos suelen hacer, de todos modos, una larga pausa a partir del mediodía, que es sobre poco más o menos cuando yo vengo levantándome; de modo que, para cuando me entra el hambre, cosa de las tres o las cuatro, ya no encuentro dónde me den de comer. Por eso aquella tarde tuve que vencer mi escrúpulo respecto a los pequeños locales y superar el embarazo de sentirme un ignorante extranjero entre a una concurrencia que, seguro, va a estar mirándome como quien ha visto un marciano, para meterme en el único bar (así los llaman: bar) que encontré abierto, al reclamo de su polvoriento y descuidado escaparate, donde se aburrían -me atrevo a decir que desde hace años- las réplicas en plástico, tan habituales en Japón, de tres o cuatro platos marcados con sus precios respectivos.

Nada más entrar, me recibió el típico olor a humo rancio y cenicero, una de las cosas que más pueden desagradarme a la hora de comer, salvo quizá el típico olor a cigarrillo encendido, que también estaba presente. Esta aversión mía al tabaco es un verdadero fastidio cuando se trata de disfrutar de muchos momentos que, de otro modo, podrían ser muy agradables; especialmente en Japón, donde el índice de tabaquismo es bastante elevado y donde, aunque esté prohibido fumar en la calle, resulta que es legal hacerlo en bares y restaurantes (salvo en los pocos que optan por ser non-smoking, una moda importada de Occidente que, de momento, allí apenas ha tenido eco). De ahí el escrúpulo al que me refiero más arriba; y es una lástima, porque en estos núcleos urbanos de segunda importancia es donde puede uno, y de hecho suele, experimentar las costumbres más genuinas y encima a precios más económicos; pero en esos sitios, como digo, hay que contar con el humo, lo cual estando de viaje resulta el doble de inconveniente, porque encima tiene uno luego que fregar, en el lavabo del hotel, las prendas malolientes, cosa que, se mire como se mire, es un engorro.

Decía, pues -o me disponía a decir- que Sigue leyendo

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Corazón de agua, corazón de hielo

Así que allí estaba yo, de regreso en mi pueblo natal, recibiendo un espontáneo homenaje que la gente me rendía por haber vuelto de mis inmumerables viajes por esos mundos de Dios. Era un encuentro informal, en mitad de la calle; y en una atmósfera de fraternal armonía todos se me acercaban para darme la bienvenida, estrecharme la mano, palmearme la espalda, o para decirme alguna palabra calurosa, de reconocimiento o de elogio; todos querían hablar conmigo, saludar al hijo pródigo, lo mismo mis pocos amigos que los demás conocidos, e incluso aquellos a quienes nunca les fui simpático, que eran mayoría; pero, lejos de sonar hipócritas o fingidas, sus muestras de afecto parecían reales; es decir, todo lo real que aquel curioso encuentro podía ser. Y entre la concurrencia estaban también algunos amigos que hice en otros países, personas que jamás visitaron mi pueblo ni es probable que lo hagan nunca, si bien tales detalles no me pareciesen inverosímiles en ese momento: ni la presencia de éstos ni la sinceridad de aquéllos.

Y allí estaba yo también, simultáneamente (advierte, lector: simultáneamente), sentado en la silla del director -por así decirlo- y dirigiendo la recién descrita escena, comentando su desarrollo con un ayudante invisible, introduciendo pequeños cambios, mejoras que se nos ocurrían sobre la marcha: Sigue leyendo

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IX. Pueblos que sestean sobre el litoral

Continuando hacia el norte junto al Atlántico francés, al cabo de una larga y pesada etapa lluviosa, llego por fin, tras varios intentos fallidos de buscar alojamiento, a un agradable pueblecito llamado La-Faute-sur-Mer, pequeño y tranquilo –no por abandono, sino por aislamiento–, que ofrece tres o cuatro hotelillos y media docena de restaurantes. Junto con L’Aiguillon-sur-Mer, forman prácticamente un único pueblo, separado en dos mitades sólo por un puente sobre una estrecha ensenada donde, con la marea baja, apenas quedan unos charcos de agua. Hay un bonito paseo entre ambos núcleos urbanos, y sospecho que voy a frecuentarlo durante los días que voy a quedarme por aquí.

L'Aiguillon-sur-mer

L’Aiguillon-sur-mer

Parece que, a falta de playa propia, en L’Aiguillon se han ubicado las pequeñas tiendas de la vida local, pescaderías, panaderías y otro comercio por el estilo, más o menos necesario, mientras que en La Faute, más cerca de la playa, están los restaurantes, bistros, heladerías y las tiendas de artículos playeros; pero tanto en un lado como en otro se respira paz y esa lentitud soñollienta de los pueblos que sestean, donde la prisa no encuentra cabida. Sigue leyendo

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VIII. La sorprendente duna de Pilat

El litoral cantábrico oriental es asombroso y muy digno de ser visitado, pero un ser humano sólo puede ingerir ciertaa dosis máxima de vasquismo sin perecer, y yo siento que ya he completado el cupo. Ahora, Francia me llama. Detrás de los Pirineos también hay una Vasconia, aunque en versión francesa: el Pays-Basque, ¡pero dónde va a parar! Aquellos son –o están– más civilizados, mientras que estos cispirenaicos nuestros…

Antes de cruzar la frontera, hay una tarea que no admite demora: parada técnica en San Sebastián para cambiar las gomas de la moto. Dejo los gastados Metzeler, que ya han dado su buen juego, y calzo unos Dunlop blanditos, desconocidos para mí hasta ahora, que una vez probados me catapultan hacia una nueva dimensión en el mundo de los neumáticos: ¡qué agarre! Parece como si los acabaran con una capa de Supergén. Nunca antes había usado unas cubiertas así. Con ellas, me siento como si me hubiesen cambiado la moto por una más fiable y segura. Me enamoro al instante de estos Dunlop, y hasta parece que voy más relajado, más confiado al manillar. Lástima no haberlos probado antes, porque me habría ahorrado muchos sobresaltos. Claro está que hay una contrapartida: a mayor agarre, menor duración; las gomas blandas se las come el asfalto; pero aun así vale la pena, sobre todo para un apocado como yo, y más teniendo en cuenta que me espera, por delante, la lluviosa Irlanda de pavimentos siempre húmedos.

Aprovecho para agradecer al empleado de Neumáticos Iruña en San Sebastián su amabilidad,  franqueza, confianza y buen hacer profesional. ¡Y además me hace un buen descuento! Gente así es la que da gusto encontrar.

Mis primeros días de viaje por las carreteras de la costa atlántica francesa me sorprenden; y es que si, en vista del homogéneo verde con que los mapas la colorean, me la esperaba bastante llana, no imaginé que fuese así de llana: durante varios días seguidos, prácticamente desde el País Vasco-Francés hasta Bretaña, el litoral es una interminable playa, interrumpida aquí y allá por algunas arboledas y –claro está– las localidades costeras.

El llano litoral francés desde la duna del Pilat

El llano litoral francés desde la duna del Pilat

La primera parada y fonda la hago en un pequeño pueblo llamado Lit-et-Mixe, del que poco puedo decir salvo que es muy tranquilo, que casi todo está cerrado a partir de las cinco de la tarde, y que se asienta en la región de Gascuña, que vende patés y mieles como productos típicos comarcales. De lo primero compro una pequeña lata (a precio de oro) que, si bien resulta bastante rico, la verdad es que no es para tanto; y de lo segundo no compro nada porque el tarro más pequeño tiene un cuarto de litro, demasiado grande para mis necesidades y mis limitaciones de equipaje. Sigue leyendo

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VII. Vasconia cántabra, marinera y turística

parroquia

Parroquia del Santo Cristo de San Severino, en Valmaseda

Cambiar los neumáticos de la moto justo antes de cruzar la frontera me va a obligar a hacer una parada logística en San Sebastián o en Irún. Podría evitarla estirando las cubiertas unos cientos de quilómetros más, que pueden aguantar, pero entonces me tocaría cambiarlas en Francia y perdería en precio lo que iba a ganar en rodaje (aparte el inconveniente del idioma), de modo que no vale la pena. Previendo este pormenor trazo mi ruta: desde La Matanza me dirijo a Valmaseda con idea de puentear luego Bilbao antes de retomar el litoral.

Bajos de la casa consistorial de Valmaseda

Bajos de la imponente casa consistorial de Valmaseda

Elongado como un pez y acostado a la orilla izquierda del río Cadagua, sobre una calzada romana, Valmaseda es una localidad pequeña cuyo núcleo central lo forman media docena de calles peatonales, más bien anchas, en las que -quizá por ser día festivo- veo bastante movimiento. El pueblo fue fundado al final del siglo XII con título de villa, la primera en el Señorío de Vizcaya, y pronto se convirtió en una importante plaza comercial y aduanera que, durante la baja Edad Media, alojó a una numerosa comunidad judía. De él destaco cuatro cosas: Sigue leyendo

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La pericalipsis de Lem

vacioPerfectoEn el prefacio a esa especie de broma absurda de Estanislao Lem que es Vacío perfecto, una recopilación de reseñas sobre varias obras literarias inexistentes, el prologuista nos dice que Lem intenta así dar vida a (o quizá librarse de) algunas de sus numerosas ideas argumentales, en vista de que tiene muchos más proyectos literarios que vida biológica para llevarlos a cabo. Recurriendo a ejercer de supuesto crítico de unas novelas apócrifas que, atribuidas a autores igualmente ficticios, habría escrito él mismo si la vida pudiera alcanzarle para tanto, el ensayista polaco logra al menos ofrecernos los argumentos o las tramas que su ubérrima imaginación le propone, junto con su “análisis” (es decir, su verdadera explicación) correspondiente. Y para rizar el rizo, al final del prólogo se nos insinúa que éste también, el prólogo mismo, está escrito por el propio Lem. Malabarismo literario.

Vacío perfecto es una obra excelente; un alarde de destreza dialéctica e inteligencia, calculado absurdo e iguales dosis de fantasía e imaginación, y algunos de sus pasajes no pueden dejar de resultarle soberbios incluso al lector más crítico.

He escogido cuatro párrafos para comentarlos aquí; quizá no los mejores, pero sin duda notables, sobre todo teniendo en cuenta la década en que fueron escritos (los 70 del siglo pasado), cosa que debería bastar para hacernos una idea de las impresionantes dotes proféticas de Lem. Las cuatro citas pertenecen a Pericalipsis, una de las “reseñas” que contiene el volumen. Sigue leyendo

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VI. Comillas y un exclave cántabro en Vizcaya

Desde Cos hasta el litoral sólo hay, como quien dice, un paseo. El cielo está encapotado y de vez en cuando chispea; cosas del Cantábrico. De todas formas, la jornada motera de hoy va a ser así de corta: desde Cos hasta Comillas, la “villa de los arzobispos”, donde me quedo un par de días alojado en un hotel bastante agradable y tranquilo, estilo clásico, a cinco minutos caminando desde el centro.

Este antiguo pueblo pesquero, aparte de ser famoso en la Edad Moderna por sus hábiles arponeros y la industria ballenera (aún abundaban los cetáceos en el Cantábrico), no tenía más mérito que lo hiciera particularmente acreedor a la distinción de que gozó durante la Edad Contemporánea, y que se derivó tan sólo de la merced que le hizo Alfonso XII al visitarlo con su familia un par de veces, lo cual, de algún modo, lo puso de moda entre la aristocracia y, con el tiempo, devino en una localidad destacada por sus ensayos arquitectónicos.

Es un pueblo bonito y muy turístico, que se deja recorrer bien a pie incluso hasta los barrios más retirados, aunque resulta sumamente difícil orientarse en él, por el peculiar trazado de sus calles, casi laberíntico, que no parece obedecer a lógica alguna. Destaca, por supuesto, dominando sobre el pueblo en lo alto de un otero, con su inconfundible arquitectura, el soberbio y emblemático edificio de la Universidad Pontificia (actualmente un campus de la de Cantabria). Sigue leyendo

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