Paradoja de las tarjetas sanitarias

Resulta increíble que la tarjeta sanitaria de un ciudadano español no surta plenos efectos más que en su comunidad autónoma de residencia, y que no podamos disfrutar de asistencia médica en el resto del territorio nacional sin formalizar antes un absurdo papeleo: el volante de desplazamiento, cuya función real no es otra que levantar fronteras internas y obstaculizar el constitucional derecho al libre movimiento dentro del país.

Mejor dicho: resultaría increíble, en condicional. Lo resultaría si no fuera porque hasta el peor descarrío es posible en esta España desmembrada y apóstata de sí misma, en este engendro de artificiosos regionalismos que hemos creado y, peor aún, que nos hemos creído. Pero como aquí todo vale, así están las cosas. Tanto los reyezuelos de las taifas autonómicas como el gobierno central, en el summum de su inepcia política y ceguera autonomista, son totalmente incapaces de acordar una asistencia sanitaria coordinada y ágil. Por un lado, porque esos reyezuelos se apresuran a colgarle a cualquier medida unificadora el anatema de recentralización, en virtud de una evidente confusión semática, fruto de la ignorancia o la demagogia, entre “centralizar” y “unificar”. Curiosamente –dicho sea de paso– no les importa ceder los datos más personales a Facebook para que Mark Zuckerberg los centralice en sus servidores, pero sí les molesta que las distintas autonomías coordinen y unifiquen sus ficheros y servicios para eliminar trabas al ciudadano. Y por otro lado, porque los sucesivos inquilinos de La Moncloa tienen miedo a que los llamen franquistas centralizadores y, como les importamos un bledo los ciudadanos, se ponen de perfil para no enfrentarse a las taifas.

Pero el colmo del despropósito es Sigue leyendo

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De manadas, jaurías y la presunción de inocencia

Hace apenas unos meses, con ocasión de las manifestaciones populares contra el independentismo catalán, la opinión pública en general estuvo de acuerdo en alabar a Yusap Burrai (que es como quienes se las dan de guays pronuncian el nombre de Josep Borrell) por el reproche que le hizo a su auditorio cuando éste pedía, al grito de “Puigdemont a prisión”, que se enviase a la cárcel al acusado de golpismo. En aquella ocasión el orador calló a los manifestantes, arengándoles: “¡No!, no gritéis como las turbas en el circo romano. Sólo los jueces pueden decidir quién va a prisión y quién no”. Muy bien, muy bien –elogiaba el personal los días siguientes–, ¡qué mesurado y sensato, este Borrell!

Desde luego, estoy muy de acuerdo con él en que supondría –y de hecho supone– un serio deterioro para el Estado de Derecho, por no decir una inquietante amenaza, esa transferencia de la justicia, de facto, desde los tribunales al populacho; es decir: la jauría humana; el patíbulo callejero. Pocas cosas ofenden más al espíritu justo que el ver cómo en España se pretende linchar –y cada vez más a menudo se lincha– a los justiciables desde la calle, las redes sociales o los medios de comunicación. Ejemplos hay a docenas. Bien conocido de todos, ahora de nuevo en primera página, es el archi-famoso caso de La Manada: por lo que sabemos, la supuesta violación de una mujer, en un portal, a manos de un grupo de hombres durante unas fiestas locales; un caso del cual, empero su popularidad, ni a los medios ni al resto de la población nos consta apenas nada de lo crucial, excepto que hubo sexo, y esto porque así lo admiten las partes; pero de lo que en realidad ocurrió aquel día no sólo estamos ignorantes, sino que es del todo imposible saberlo con certeza: sólo denunciante y denunciados lo saben, pero sus declaraciones son, naturalmente, contrapuestas.

Existe, al parecer, quizá como único indicio objetivo para el esclarecimiento del asunto, un breve vídeo que, durante aquel episodio, los participantes grabaron en un teléfono móvil; pero ninguno de los que tan ligeramente opinamos sobre el caso conocemos tampoco las escenas que contiene, ya que nadie las ha visto salvo quienes estuvieron presentes en el juicio, que se celebró a puerta cerrada. Lo que sí puede razonablemente colegirse –o, al menos, eso me parece a mí– sobre dicho vídeo es Sigue leyendo

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In-migrantes

inmigrantesSi hay algo por lo que se caracteriza el discurso social contemporáneo –liderado por periodistas y políticos de todo pelaje, impregnados a su vez del pensamiento único global– es, más que por su falta de carácter o su populismo, por el edulcorado lenguaje en que nos envuelven las ideas: se trata de ese lenificado vocabulario de eufemismos y disimulos que rehuye a toda costa el llamar a las cosas por su nombre, no vaya a ser que la realidad irrite la fina piel de nuestra mojigatería.

Entre los incontables, casi infinitos ejemplos, destaca estos días por su fulminante propagación la palabra migrantes, con la que, desde los talleres donde se gesta la ingeniería de la comunicación, han decidido que debemos ahora llamar a los inmigrantes. Migrantes, ¡qué inofensivo suena! El término parece lavarlos, como agua bautismal, de su condición de ilegales, avalar su candor, desmentir su intención de radicarse en Europa y, en fin, desproveer al fenómeno de todo aspecto lesivo u oneroso para nuestro propio bienestar. Y, claro está, nuestra exquisita sensibilidad –en el fondo, un complejo de culpa del que no sabemos curarnos, y quizá ni siquiea queremos– se ha tragado el cambiazo de un bocado, sin pestañear; y en el tiempo record de un día –¡nada más que en un día, lector!– la palabra inmigrante ya ha quedado erradicada de nuestro vocabulario, si no censurada.

Como siempre, la magia semántica ha funcionado; y es que en esta domesticada Europa, donde el verdadero espíritu crítico está en coma terminal, no somos capaces de advertir cómo nos cuelan los goles ni cómo, con cada uno de ellos, modelan -por no decir manipulan- un poco más nuestra opinión, alejándonos cada vez más del pensamiento libre.

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Hacia la luz de la tarde

Era de noche. Yo volvía de haber estado con alguien en algún sitio (¡lástima no recordar con quién ni en dónde!: era una parte interesante de esta historia que ya no podré recobrar) y, para regresar a casa, cogía el metro.

El metro de Madrid (si es que aquello era Madrid) ya no tiene taquillas, pero en este sueño sí: había dos, muy anticuadas y a pie de calle, antes de embocar unas escaleras que, en lugar de bajar, subían hacia el andén, como en algunas estaciones del metro de Kiev. Para una de las ventanillas no había cola, pero sobre el arco ostentaba un extraño piloto de leds, como la luz de freno de mi moto, aunque apagado; y la taquillera, al verme la intención, me miró con cara de pocos amigos, como diciendo: “no te acerques aquí”. No pude evitar pensar que, si desobedecía aquella silenciosa orden, al final tardaría más en conseguir mi billete que si hacía cola en la otra taquilla, que es lo que suele ocurrirme en las cajas de los supermercados. Así que me dirigí a esa otra, que no tenía el sospechoso piloto de leds y cuya taquillera, además, no me miró mal.

El billete que me vendió parecía más bien una entrada de cine: de papel, con dos mitades separables por una línea de puntos perforados; y, en efecto, una vez rebasadas las taquillas y antes de pasar por los tornos había, también como en las salas de los cines, un revisor que comprobaba la entrada. Más exactamente, una revisora: era una chica joven que, al verme, sonrió como si me conociera y me dijo: “apresúrate o pierdes el próximo tren, que ya está entrando”.

Contagiado por las prisas de la urbe, arrastrado por el resto de viajeros, apenas tuve tiempo de darle las gracias con un gesto y, al pasar por los tornos, ni siquiera acerté a validar mi billete, al cual, íntegro en la mano, miraba con perplejidad mientras me dejaba llevar por la corriente humana.

Entonces hice algo inesperado; Sigue leyendo

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La insaciable hambre de datos de Facebook

hungryfacebookAlgunos de mis amigos me dicen que soy muy rebuscado. Puede que tengan razón. Pero cuando se trata de grandes corporaciones, gobiernos y demás, me temo que ningún grado de desconfianza es lo bastante grande.

Porque, sabes, estaba yo pensando: ¿Y cómo hago para desactivar esta molesta y no solicitada traducción automática, en mi muro de Facebook, de los posts que escriben mis contactos? No quiero que me los traduzcan. Ya lo haré yo si lo considero necesario.

De modo que fui allí, sabes, a esa esquinita donde pone Ajustes–>Idioma, y ¡cáspita!, no hay un ajuste para desactivar las traducciones automáticas. No, señor. ¿Y eso?, Sigue leyendo

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Encuentros en la segunda fase

El hombre me cayó bien al primer golpe de vista. Era un tipo alto y un poco desgarbado, de facciones más bien toscas -como si fuera un rostro inacabado por el escultor- y poco usuales, que sugerían un sólido pero mudo carácter. Lo había conocido en un restaurante. De hecho, era el cocinero y, aunque parco en palabras, entabló conmigo una lenta pero sentida conversación a cuento de no recuerdo qué. Por lo poco que pude bucear en su personalidad durante aquel encuentro, me pareció, sobre todo, un ser humano decente.

No debía el hombre de tener mucho trabajo a esa hora, porque, acabado que hube mi cena, me dijo de salir un momento a la calle para seguir conversando mientras se fumaba un pitillo. Nada más franquear la puerta, durante un breve instante, creí haberlo perdido de vista como si se lo hubiese tragado la tierra; pero no: allí estaba, sin hacerle apenas caso al pitillo, mirando hacia el gris y húmedo adoquinado mojado por la reciente lluvia, o hacia el inconfundible azul del cielo septentrional sobre los bajos tejados de las casas vecinas. Era la suya una compañía agradable y cercana, una compañía que yo habría podido disfrutar más de no ser por aquel ruido, aquel enojoso e insistente ruido que parecía manar desde dentro de mi cabeza y sonaba con creciente fuerza… ¡Oh, ese endiablado ruido!

Era el despertador. Abrí los ojos a una desconocida habitación de hotel, Sigue leyendo

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Omotenashi

La verdad es que la anécdota no pudo ser más simple; y si tuviera que atribuirla a algún factor ajeno a sus protagonistas más inmediatos buscaría tal vez la causa en la disparidad entre mis hábitos de comida y los de los japoneses: allí los restaurantes son más bien cosa de la cena, y la mayoría no abren hasta las cinco o las seis de la tarde; pero aquéllos donde también sirven almuerzos suelen hacer, de todos modos, una larga pausa a partir del mediodía, que es sobre poco más o menos cuando yo vengo levantándome; de modo que, para cuando me entra el hambre, cosa de las tres o las cuatro, ya no encuentro dónde me den de comer. Por eso aquella tarde tuve que vencer mi escrúpulo respecto a los pequeños locales y superar el embarazo de sentirme un ignorante extranjero entre a una concurrencia que, seguro, va a estar mirándome como quien ha visto un marciano, para meterme en el único bar (así los llaman: bar) que encontré abierto, al reclamo de su polvoriento y descuidado escaparate, donde se aburrían -me atrevo a decir que desde hace años- las réplicas en plástico, tan habituales en Japón, de tres o cuatro platos marcados con sus precios respectivos.

Nada más entrar, me recibió el típico olor a humo rancio y cenicero, una de las cosas que más pueden desagradarme a la hora de comer, salvo quizá el típico olor a cigarrillo encendido, que también estaba presente. Esta aversión mía al tabaco es un verdadero fastidio cuando se trata de disfrutar de muchos momentos que, de otro modo, podrían ser muy agradables; especialmente en Japón, donde el índice de tabaquismo es bastante elevado y donde, aunque esté prohibido fumar en la calle, resulta que es legal hacerlo en bares y restaurantes (salvo en los pocos que optan por ser non-smoking, una moda importada de Occidente que, de momento, allí apenas ha tenido eco). De ahí el escrúpulo al que me refiero más arriba; y es una lástima, porque en estos núcleos urbanos de segunda importancia es donde puede uno, y de hecho suele, experimentar las costumbres más genuinas y encima a precios más económicos; pero en esos sitios, como digo, hay que contar con el humo, lo cual estando de viaje resulta el doble de inconveniente, porque encima tiene uno luego que fregar, en el lavabo del hotel, las prendas malolientes, cosa que, se mire como se mire, es un engorro.

Decía, pues -o me disponía a decir- que Sigue leyendo

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Corazón de agua, corazón de hielo

Así que allí estaba yo, de regreso en mi pueblo natal, recibiendo un espontáneo homenaje que la gente me rendía por haber vuelto de mis inmumerables viajes por esos mundos de Dios. Era un encuentro informal, en mitad de la calle; y en una atmósfera de fraternal armonía todos se me acercaban para darme la bienvenida, estrecharme la mano, palmearme la espalda, o para decirme alguna palabra calurosa, de reconocimiento o de elogio; todos querían hablar conmigo, saludar al hijo pródigo, lo mismo mis pocos amigos que los demás conocidos, e incluso aquellos a quienes nunca les fui simpático, que eran mayoría; pero, lejos de sonar hipócritas o fingidas, sus muestras de afecto parecían reales; es decir, todo lo real que aquel curioso encuentro podía ser. Y entre la concurrencia estaban también algunos amigos que hice en otros países, personas que jamás visitaron mi pueblo ni es probable que lo hagan nunca, si bien tales detalles no me pareciesen inverosímiles en ese momento: ni la presencia de éstos ni la sinceridad de aquéllos.

Y allí estaba yo también, simultáneamente (advierte, lector: simultáneamente), sentado en la silla del director -por así decirlo- y dirigiendo la recién descrita escena, comentando su desarrollo con un ayudante invisible, introduciendo pequeños cambios, mejoras que se nos ocurrían sobre la marcha: Sigue leyendo

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