Personas, el gol definitivo de la semántica inclusiva

En los primeros tiempos de esta deriva gramatical, o quizá debería decir lingüística, que la ideología de género lleva lustros trabajando por imponernos en el frente del idioma, algún espabilado diseñador del pensamiento único (aunque, por aquel entonces, tal vez fuese simplemente un influencer solitario), inspirado probablemente por el pujante auge que entonces experimentaba la internet y, en concreto, el correo electrónico, nos coló el primer golazo con la bobada ésa de la arroba “inclusiva”, el símbolo @ que, en el lenguaje informático, significa at: para, en; la nefasta arroba que, si bien todos sabemos cómo se escribe, nadie sabe aún cómo se pronuncia, y sigo esperando a que esos lumbreras ideológicos me lo expliquen. Claro es que ellos tampoco lo saben.

Y aunque la idea germinó con fuerza y se propagó como mala yerba entre la gente guay, sus heraldos no tardaron en comprender que precisamente lo impronunciable de esa desinencia -@, más las dificultades derivadas de su incorporación a la ortografía y su inclusión en el diccionario, aunque no insalvables (pues pocas instituciones tenemos en España más tibias y menos comprometidas con el español que la Real Academia), le negaban la fuerza necesaria para llevar a buen término la feroz ofensiva hembrista que entonces emprendían. Así que, sin renunciar a su uso suplementario (un uso al que, hoy en día, ya no se oponen ni los más puristas del castellano), se hizo evidente la necesidad de otras armas más poderosas y eficaces para el deseado adoctrinamiento.

Fue entonces cuando los abanderados del par cromosómico XX nos colaron el segundo gol, un golazo esta vez, que a su vez tenía dos vertientes: de una parte, la forzada introducción en el vocabulario de una variante acabada en -a para el femenino de toda palabra que nombre o califique a una persona: joven/jóvena, miembro/miembra; y, de otra, la cacofónica mención expresa de ambos géneros, así construidos, allá donde proceda (léase: donde en realidad no procede): o sea, el redundante “todos y todas los niños y las niñas”, ese atentado a la estética, a la lógica y al oído que tan profundo ha calado en nuestra domesticada y meliflua sociedad. No sólo la entusiasta progresía adoptó este vicio de inmediato, queriendo convertirlo en virtud, sino que –y he aquí lo patético– los sectores que maś remisos fueron en principio a tales imposiciones lingüísticas han acabado claudicando, rehenes de su maricomplejo y ansiosos, por tanto, de hacerse perdonar por las izquierdas. Ejemplo de esto último es lo mucho que hemos escuchado durante las pasadas semanas, con ocasión de las primarias en el Partido Popular, Sigue leyendo

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Similitudes

albertoYpablo

No exagero al decir que, últimamente, a veces me confundo con estos dos políticos, Albert Casado y Pablo Rivera. Y los confundo no sólo porque, físicamente, se den un aire –al cual su adecentado aspecto y envidiable juventud vienen a acentuar–, ni porque sus timbres de voz sean lo bastante anodinos como para que resulte difícil distinguirlos al escucharlos por la radio, sino principalmente –y cada vez más– porque sus discursos políticos son tan semejantes, tan llenos de los mismos buenos pero mudables propósitos –demagogia ni más ni menos–, los mismos atractivos pero inverosímiles programas; tan escrupulosos ambos con la corrección politica: candidato o candidata, ganador o ganadora, presidente o presidenta; tanto, en fin, se me antojan parecidos e intercambiables, que nada perderíamos los españoles si fundieran en una sus dos personas y, también en uno, fusionaran sus dos partidos –cosa que, por cierto, quizás ocurra si el PP continúa su descenso hacia la irrelevancia política.

Pero aún hallo una última y determinante similitud entre Pablo Albert y Rivera Casado, y es que ambos son igualmente prescindibles como alternativa electoral para cualquier votante que aspire a una España donde vuelvan a imperar el cumplimiento de la Ley, la igualdad efectiva y la libertad. Libertad no sólo de acción sino también de pensamiento.

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El impuestazo al gasóleo

So capa de una preocupación, a todas luces insincera, por las dizque nocivas emisiones de óxidos nítricos (NOx), se nos dice en España que la Unión Europea impulsa una lucha contra el gasóleo que nosotros vamos a secundar subiéndole los impuestos; lucha cuya principal beneficiaria, no obstante, no será la atmósfera ni la salud de la ciudadanía, sino la industria del automóvil y, claro está, la Hacienda pública. ¿Por qué?

Primero porque eso de que el gasóleo es más contaminante o nocivo que la gasolina está muy lejos de ser una cuestión zanjada, y menos aún definitiva: si bien la combustión del gasoil, por un lado, emite más NOx (potencialmente nocivos para la salud), por el otro produce menos COx (responsables del efecto invernadero); y, en cualquier caso, las emisiones de motores que cumplan la última normativa Euro 6 son muy similares para ambos tipos de combustible. Si la salud fuese el problema, las autoridades tomarían más bien medidas para jubilar los coches más antiguos, que contaminan hasta cinco veces más sean de un tipo u otro, y no subir el precio del gasoil, que impacta lo mismo a coches nuevos que a viejos. Segundo porque, al acribillar con impuestos y trabas a todos los diésel, entonces todos sus propietarios se verán más empujados a cambiarlos por versiones menos penalizadas, y estaríamos hablando de más de cien millones de turismos que los gobiernos europeos nos urgirán a sustituir. Una cifra espectacular, demasiado golosa como para dejar fuera de sospecha a los fabricantes.

Y lo curioso de este panorama es que sea precisamente Pedro Sánchez, un socialista, quien muestre tanta premura por establecer una subida impositiva que, miren ustedes por dónde, perjudicará más a las personas con menos recursos, que son quienes, por economía, se compraron un diésel (y ahí están las estadísticas para verificarlo). Los más pudientes suelen preferir el gasolina. Todo lo cual sugiere poderosamente que, como se afirma, Sigue leyendo

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Paradoja de las tarjetas sanitarias

Resulta increíble que la tarjeta sanitaria de un ciudadano español no surta plenos efectos más que en su comunidad autónoma de residencia, y que no podamos disfrutar de asistencia médica en el resto del territorio nacional sin formalizar antes un absurdo papeleo: el volante de desplazamiento, cuya función real no es otra que levantar fronteras internas y obstaculizar el constitucional derecho al libre movimiento dentro del país.

Mejor dicho: resultaría increíble, en condicional. Lo resultaría si no fuera porque hasta el peor descarrío es posible en esta España desmembrada y apóstata de sí misma, en este engendro de artificiosos regionalismos que hemos creado y, peor aún, que nos hemos creído. Pero como aquí todo vale, así están las cosas. Tanto los reyezuelos de las taifas autonómicas como el gobierno central, en el summum de su inepcia política y ceguera autonomista, son totalmente incapaces de acordar una asistencia sanitaria coordinada y ágil. Por un lado, porque esos reyezuelos se apresuran a colgarle a cualquier medida unificadora el anatema de recentralización, en virtud de una evidente confusión semática, fruto de la ignorancia o la demagogia, entre “centralizar” y “unificar”. Curiosamente –dicho sea de paso– no les importa ceder los datos más personales a Facebook para que Mark Zuckerberg los centralice en sus servidores, pero sí les molesta que las distintas autonomías coordinen y unifiquen sus ficheros y servicios para eliminar trabas al ciudadano. Y por otro lado, porque los sucesivos inquilinos de La Moncloa tienen miedo a que los llamen franquistas centralizadores y, como les importamos un bledo los ciudadanos, se ponen de perfil para no enfrentarse a las taifas.

Pero el colmo del despropósito es Sigue leyendo

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De manadas, jaurías y la presunción de inocencia

Hace apenas unos meses, con ocasión de las manifestaciones populares contra el independentismo catalán, la opinión pública en general estuvo de acuerdo en alabar a Yusap Burrai (que es como quienes se las dan de guays pronuncian el nombre de Josep Borrell) por el reproche que le hizo a su auditorio cuando éste pedía, al grito de “Puigdemont a prisión”, que se enviase a la cárcel al acusado de golpismo. En aquella ocasión el orador calló a los manifestantes, arengándoles: “¡No!, no gritéis como las turbas en el circo romano. Sólo los jueces pueden decidir quién va a prisión y quién no”. Muy bien, muy bien –elogiaba el personal los días siguientes–, ¡qué mesurado y sensato, este Borrell!

Desde luego, estoy muy de acuerdo con él en que supondría –y de hecho supone– un serio deterioro para el Estado de Derecho, por no decir una inquietante amenaza, esa transferencia de la justicia, de facto, desde los tribunales al populacho; es decir: la jauría humana; el patíbulo callejero. Pocas cosas ofenden más al espíritu justo que el ver cómo en España se pretende linchar –y cada vez más a menudo se lincha– a los justiciables desde la calle, las redes sociales o los medios de comunicación. Ejemplos hay a docenas. Bien conocido de todos, ahora de nuevo en primera página, es el archi-famoso caso de La Manada: por lo que sabemos, la supuesta violación de una mujer, en un portal, a manos de un grupo de hombres durante unas fiestas locales; un caso del cual, empero su popularidad, ni a los medios ni al resto de la población nos consta apenas nada de lo crucial, excepto que hubo sexo, y esto porque así lo admiten las partes; pero de lo que en realidad ocurrió aquel día no sólo estamos ignorantes, sino que es del todo imposible saberlo con certeza: sólo denunciante y denunciados lo saben, pero sus declaraciones son, naturalmente, contrapuestas.

Existe, al parecer, quizá como único indicio objetivo para el esclarecimiento del asunto, un breve vídeo que, durante aquel episodio, los participantes grabaron en un teléfono móvil; pero ninguno de los que tan ligeramente opinamos sobre el caso conocemos tampoco las escenas que contiene, ya que nadie las ha visto salvo quienes estuvieron presentes en el juicio, que se celebró a puerta cerrada. Lo que sí puede razonablemente colegirse –o, al menos, eso me parece a mí– sobre dicho vídeo es Sigue leyendo

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In-migrantes

inmigrantesSi hay algo por lo que se caracteriza el discurso social contemporáneo –liderado por periodistas y políticos de todo pelaje, impregnados a su vez del pensamiento único global– es, más que por su falta de carácter o su populismo, por el edulcorado lenguaje en que nos envuelven las ideas: se trata de ese lenificado vocabulario de eufemismos y disimulos que rehuye a toda costa el llamar a las cosas por su nombre, no vaya a ser que la realidad irrite la fina piel de nuestra mojigatería.

Entre los incontables, casi infinitos ejemplos, destaca estos días por su fulminante propagación la palabra migrantes, con la que, desde los talleres donde se gesta la ingeniería de la comunicación, han decidido que debemos ahora llamar a los inmigrantes. Migrantes, ¡qué inofensivo suena! El término parece lavarlos, como agua bautismal, de su condición de ilegales, avalar su candor, desmentir su intención de radicarse en Europa y, en fin, desproveer al fenómeno de todo aspecto lesivo u oneroso para nuestro propio bienestar. Y, claro está, nuestra exquisita sensibilidad –en el fondo, un complejo de culpa del que no sabemos curarnos, y quizá ni siquiea queremos– se ha tragado el cambiazo de un bocado, sin pestañear; y en el tiempo record de un día –¡nada más que en un día, lector!– la palabra inmigrante ya ha quedado erradicada de nuestro vocabulario, si no censurada.

Como siempre, la magia semántica ha funcionado; y es que en esta domesticada Europa, donde el verdadero espíritu crítico está en coma terminal, no somos capaces de advertir cómo nos cuelan los goles ni cómo, con cada uno de ellos, modelan -por no decir manipulan- un poco más nuestra opinión, alejándonos cada vez más del pensamiento libre.

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Hacia la luz de la tarde

Era de noche. Yo volvía de haber estado con alguien en algún sitio (¡lástima no recordar con quién ni en dónde!: era una parte interesante de esta historia que ya no podré recobrar) y, para regresar a casa, cogía el metro.

El metro de Madrid (si es que aquello era Madrid) ya no tiene taquillas, pero en este sueño sí: había dos, muy anticuadas y a pie de calle, antes de embocar unas escaleras que, en lugar de bajar, subían hacia el andén, como en algunas estaciones del metro de Kiev. Para una de las ventanillas no había cola, pero sobre el arco ostentaba un extraño piloto de leds, como la luz de freno de mi moto, aunque apagado; y la taquillera, al verme la intención, me miró con cara de pocos amigos, como diciendo: “no te acerques aquí”. No pude evitar pensar que, si desobedecía aquella silenciosa orden, al final tardaría más en conseguir mi billete que si hacía cola en la otra taquilla, que es lo que suele ocurrirme en las cajas de los supermercados. Así que me dirigí a esa otra, que no tenía el sospechoso piloto de leds y cuya taquillera, además, no me miró mal.

El billete que me vendió parecía más bien una entrada de cine: de papel, con dos mitades separables por una línea de puntos perforados; y, en efecto, una vez rebasadas las taquillas y antes de pasar por los tornos había, también como en las salas de los cines, un revisor que comprobaba la entrada. Más exactamente, una revisora: era una chica joven que, al verme, sonrió como si me conociera y me dijo: “apresúrate o pierdes el próximo tren, que ya está entrando”.

Contagiado por las prisas de la urbe, arrastrado por el resto de viajeros, apenas tuve tiempo de darle las gracias con un gesto y, al pasar por los tornos, ni siquiera acerté a validar mi billete, al cual, íntegro en la mano, miraba con perplejidad mientras me dejaba llevar por la corriente humana.

Entonces hice algo inesperado; Sigue leyendo

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La insaciable hambre de datos de Facebook

hungryfacebookAlgunos de mis amigos me dicen que soy muy rebuscado. Puede que tengan razón. Pero cuando se trata de grandes corporaciones, gobiernos y demás, me temo que ningún grado de desconfianza es lo bastante grande.

Porque, sabes, estaba yo pensando: ¿Y cómo hago para desactivar esta molesta y no solicitada traducción automática, en mi muro de Facebook, de los posts que escriben mis contactos? No quiero que me los traduzcan. Ya lo haré yo si lo considero necesario.

De modo que fui allí, sabes, a esa esquinita donde pone Ajustes–>Idioma, y ¡cáspita!, no hay un ajuste para desactivar las traducciones automáticas. No, señor. ¿Y eso?, Sigue leyendo

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