Yo también quiero

De entre los cuatro valores superiores del ordenamiento jurídico que propugna nuestra Constitución, el más importante es la igualdad, pues de ella se derivan los demás y sin ella no pueden existir. Por su virtud, basta con que haya un ciudadano libre para que todos lo sean, que alguien tenga un derecho para que lo tengan todos o que exista una opción política para que otras puedan existir. La igualdad es el meollo, la condición necesaria y suficiente para toda justicia, libertad y pluralismo.
Por eso a la hora de abordar cualquiera de las cien cuestiones sociales que nos salen al paso cada día no hay como hacerlo desde el punto de vista de la igualdad para darse cabal cuenta de cuáles son las raíces de cada problema en particular, pues si, frente a los mil desafueros que se perpetran en España impunemente a cada hora, en lugar de exigir el cumplimiento de la ley exigimos igualdad, salta a la vista la autodestrucción a que nos llevaría. Véase, si no:

Yo también quiero asesinar no a veinte, sino a un sólo policía nacional a sangre fría, y que al cabo me salga el crimen prácticamente gratis y, encima, por pueblos y ciudades me hagan homenajes, otorguen cargos públicos, elogien y ensalcen como gran demócrata.
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Sobre vuestras conciencias caerá

Comprendo que la parte más harinosa –por así decirlo– de la masa ciudadana que vota PSOE se sienta especialmente llamada a las urnas este próximo 28 de abril, habida cuenta el pasado abstencionismo socialista en Andalucía y temerosos del impetuoso avance de Vox en toda la nación. Convencidos seguramente de que a sus conmilitones andaluces se les fue la mano en generosidad cuando se quedaron en casa para dar al Destino, encarnado en oposición, la oportunidad de efectuar el muy necesario cambio en esa comunidad autónoma, muchos de ellos creerán ahora su obligación contrarrestar dicho error y, por tanto, no faltarán a votar.

Comprendo asimismo que los sociatas, e incluso los socialistas de bien, que los hay, entren en pánico ante el riesgo de que un partido como Vox, que no se rinde al groupthink, a la corrección política o al revisionismo histórico –por poner sólo algunos ejemplos–, pueda ejercer una considerable influencia en la sociedad española de la próxima década, en el sentido de defender –o incluso impulsar– a ese peligroso enemigo del socialismo cultural que es el pensamiento crítico.

¡Y cómo no voy a comprender al millón de potenciales opositores que ahora mismo se frotan las manos esperando fiar su futuro laboral a alguna de esas treinta mil nuevas plazas funcionariales que el irresponsable chuleta de La Moncloa, cual magnánimo Rey Mago arrojando caramelos a la chiquillada, nos ha regalado -con nuestros impuestos- para que lo votemos! ¿Quién no desea hacer realidad ese sueño tan español, esa aspiración tan siglo XX –curiosamente, tan franquista– que es vivir con el mínimo esfuerzo hasta jubilarse por el único mérito de haber aprobado un examen un día, varias décadas atrás? Claro que sí: yo también soy funcionario.

Del mismo modo comprendo que a los dos millones y medio de trabajadores a quienes beneficia el desmedido incremento del salario mínimo en 2019 les entre el canguis sólo de pensar que “las derechas” puedan revertir tal medida, y se apresuren a votar a “la PSOE” el 28-A para apuntalar ese inesperado maná cortesía de Narciso Sánchez Bello; a costa, eso sí, del descalabro económico de miles de empresas y del deterioro en las cifras de empleo; pero el que venga detrás que arree. Sigue leyendo

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El silencioso sacrificio del socialismo responsable

Y supongo que, enseguida, algún lector se preguntará: “¡ah!, ¿pero es que un hay socialismo responsable?” Pues, al parecer, haylo. Y me explico:

Si en las elecciones autonómicas en Andalucía se pudo desplazar al PSOE de su hegemonía regional fue gracias a la acción, tal vez sinérgica -aunque esto último no me atrevería a darlo por seguro-, de dos factores simultáneos, concomitantes y creo que también interrelacionados.

El primero, como todo el mundo sabe, fue la inesperada y enérgica eclosión de Vox, que a su vez tuvo un efecto doble: por un lado, galvanizó a muchos votantes del centro y la derecha que se quedaban en casa, bien por carecer de oferta política que los representara (desafectos a un PP que tiempo ha abandonó sus valores para comprar casi todo el discurso progre, o escépticos hacia un Ciudadanos mudable y huero que ni siquiera sabe lo que es aunque sepa lo que no es), bien por haber perdido la esperanza y confianza en sus líderes (pues si el Partido Popular había tirado la toalla lustros atrás y ya descreía de su propia victoria, el llamado centro tenía -y sigue teniendo- más ganas de pactar con el PSOE que de luchar contra él); por otro lado, originó un potente campo gravitatorio en la derecha ideológica que obligó al resto de partidos a desplazar “hacia el verde” sus posicionamientos y discursos e hizo, por una suerte de ósmosis electoral, tal “succión” de votos desde el resto del espectro (salvo el inamovible PSOE, claro) que incluso un porcentaje no desdeñable de radicales de izquierda se mudó al extremo opuesto.

No obstante, la perturbación que el partido de Abascal introdujo en el panorama político andaluz no habría bastado a desbancar al PSOE sin el concurso coadyuvante de un segundo factor, al que -creo- no se ha dado la debida importancia ni se ha ponderado lo suficiente: la abstención de esos a quienes he llamado socialistas responsables. Y es que las cuentas -y el recuento- de esos comicios no me salen de ninguna manera si no introduzco dicho efecto, dado que, pese a los muchos votos que movilizó Vox, el descenso neto en la participación -respecto a anteriores ocasiones- sólo se explica por una enorme desmovilización del electorado tradicional del PSOE. Sigue leyendo

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Los renglones torcidos del juez Marchena

Desde el comienzo mismo de la vista oral por el “procés”, la actuación del presidente del tribunal, Manuel Marchena, ha dejado, a mi entender, bastante que desear.

Para empezar, por permitir -contradiciéndose a sí mismo- que se luzcan lazos amarillos, esos mensajes inequívocamente políticos que desafían su manifestación -en clara pero innecesaria prevención hacia los letrados de Vox- de no consentir que los interrogatorios se conviertan en debates ideológicos; lazos que simbolizan, además, la no autoridad de una Justicia que él mismo representa. Y para tal permiso ha tirado de una jurisprudencia europea de dudosa aplicación en este caso, más por denegar -tengo para mí- la petición del letrado Javier Ortega Smith que por garantizar un cuestionable derecho de los imputados.

Igualmente, un día después se opuso a la pretensión del mismo letrado de formular preguntas a Junqueras, impidiendo así toda oportunidad de valorar los concretos silencios de éste y, por tanto, en posible menoscabo del esclarecimiento de los hechos. Adujo Marchena que el silencio no tiene ningún valor probatorio, pero eso no es rigurosamente cierto y contradice, de hecho, la propia doctrina y jurisprudencia del TS. Pero quizá la derivada más perniciosa de dicha oposición sea que, no habiendo rehusado los “golpistas” contestar a otros letrados sino sólo a los de Vox, y esto con el peregrino argumento de que es un partido político racista, franquista o fascista, al desautorizar acto seguido el interrogatorio, implícitamente el juez da carta de naturaleza a tales infundios y respalda el consiguiente descrédito y ninguneo de la acusación particular; grave error, desafuero donde los haya.

Aparte, y pese a sus advertencias en contrario, ha consentido no sólo a los acusados despacharse a gusto con discursos ideológicos y usar el Supremo como púlpito para difundir al mundo entero la letanía victimista y falaz del separatismo catalán, sino además a algunos testigos largar soflamas y consignas políticas, creciéndose éstos hasta el desacato y negándose uno a su obligación de contestar también las preguntas del señor Ortega. Y si patético fue prestarse a hacer de intérprete para que los testigos no se contaminen al contacto verbal con el letrado de Vox, permitir que, encima, lo difamen y descalifiquen me parece ya una innegable dejación de funciones. Sigue leyendo

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Mossos y mossas

Habida cuenta los tiempos y vientos de ultrafeminismo que corren, me parece totalmente indefendible que Cataluña no le haya cambiado aún la denominación a su cuerpo policial autonómico: Mossos d’Esquadra. ¿Mossos? Y entonces, ¿dónde quedan ellas?

Veamos, porque aquí hay dos cuestiones. Primero está el tema del término a utilizar para referirnos a las mujeres de dicho cuerpo. En catalán, mosso es –a juzgar por el número de acepciones– una palabra fundamentalmente masculina, que describe varios conceptos: un niño grandullón, un soltero, un criado, un dependiente, etc. O sea, más o menos igual que el castellano mozo. La mossa catalana, en cambio, es básicamente una sirvienta. Mossa también significa “muesca”.

De modo que hay una clara asimetría de género en las acepciones, entre las cuales también figura, claro está, mosso d’esquadra, que se define, históricamente, como un miembro de las fuerzas policiales de Cataluña, y hoy día como un miembro de la policía autonómica de esa región. Es de notar que esta última acepción, según el propio diccionario catalán, no existe en su versión femenina: mossa d’esquadra; lo cual, por lo demás, parece bastante natural, porque antaño las mujeres se dedicaban a otros menesteres y no se metían en cosas de hombres. De modo que cabe legítimamente preguntarse: a ellas, a las mujeres que pertenecen a ese cuerpo, ¿cómo nos referimos? ¿Cómo las llamamos? Decirles “oiga, moza” suena algo burlón, pero decirles “oiga, mozo” no parece tolerable desde un punto de vista feminista.

Pues bien, la segunda cuestión se refiere precisamente Sigue leyendo

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Personas, el gol definitivo de la semántica inclusiva

En los primeros tiempos de esta deriva gramatical, o quizá debería decir lingüística, que la ideología de género lleva lustros trabajando por imponernos en el frente del idioma, algún espabilado diseñador del pensamiento único (aunque, por aquel entonces, tal vez fuese simplemente un influencer solitario), inspirado probablemente por el pujante auge que entonces experimentaba la internet y, en concreto, el correo electrónico, nos coló el primer golazo con la bobada ésa de la arroba “inclusiva”, el símbolo @ que, en el lenguaje informático, significa at: para, en; la nefasta arroba que, si bien todos sabemos cómo se escribe, nadie sabe aún cómo se pronuncia, y sigo esperando a que esos lumbreras ideológicos me lo expliquen. Claro es que ellos tampoco lo saben.

Y aunque la idea germinó con fuerza y se propagó como mala yerba entre la gente guay, sus heraldos no tardaron en comprender que precisamente lo impronunciable de esa desinencia -@, más las dificultades derivadas de su incorporación a la ortografía y su inclusión en el diccionario, aunque no insalvables (pues pocas instituciones tenemos en España más tibias y menos comprometidas con el español que la Real Academia), le negaban la fuerza necesaria para llevar a buen término la feroz ofensiva hembrista que entonces emprendían. Así que, sin renunciar a su uso suplementario (un uso al que, hoy en día, ya no se oponen ni los más puristas del castellano), se hizo evidente la necesidad de otras armas más poderosas y eficaces para el deseado adoctrinamiento.

Fue entonces cuando los abanderados del par cromosómico XX nos colaron el segundo gol, un golazo esta vez, que a su vez tenía dos vertientes: de una parte, la forzada introducción en el vocabulario de una variante acabada en -a para el femenino de toda palabra que nombre o califique a una persona: joven/jóvena, miembro/miembra; y, de otra, la cacofónica mención expresa de ambos géneros, así construidos, allá donde proceda (léase: donde en realidad no procede): o sea, el redundante “todos y todas los niños y las niñas”, ese atentado a la estética, a la lógica y al oído que tan profundo ha calado en nuestra domesticada y meliflua sociedad. No sólo la entusiasta progresía adoptó este vicio de inmediato, queriendo convertirlo en virtud, sino que –y he aquí lo patético– los sectores que maś remisos fueron en principio a tales imposiciones lingüísticas han acabado claudicando, rehenes de su maricomplejo y ansiosos, por tanto, de hacerse perdonar por las izquierdas. Ejemplo de esto último es lo mucho que hemos escuchado durante las pasadas semanas, con ocasión de las primarias en el Partido Popular, Sigue leyendo

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Similitudes

albertoYpablo

No exagero al decir que, últimamente, a veces me confundo con estos dos políticos, Albert Casado y Pablo Rivera. Y los confundo no sólo porque, físicamente, se den un aire –al cual su adecentado aspecto y envidiable juventud vienen a acentuar–, ni porque sus timbres de voz sean lo bastante anodinos como para que resulte difícil distinguirlos al escucharlos por la radio, sino principalmente –y cada vez más– porque sus discursos políticos son tan semejantes, tan llenos de los mismos buenos pero mudables propósitos –demagogia ni más ni menos–, los mismos atractivos pero inverosímiles programas; tan escrupulosos ambos con la corrección politica: candidato o candidata, ganador o ganadora, presidente o presidenta; tanto, en fin, se me antojan parecidos e intercambiables, que nada perderíamos los españoles si fundieran en una sus dos personas y, también en uno, fusionaran sus dos partidos –cosa que, por cierto, quizás ocurra si el PP continúa su descenso hacia la irrelevancia política.

Pero aún hallo una última y determinante similitud entre Pablo Albert y Rivera Casado, y es que ambos son igualmente prescindibles como alternativa electoral para cualquier votante que aspire a una España donde vuelvan a imperar el cumplimiento de la Ley, la igualdad efectiva y la libertad. Libertad no sólo de acción sino también de pensamiento.

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El impuestazo al gasóleo

So capa de una preocupación, a todas luces insincera, por las dizque nocivas emisiones de óxidos nítricos (NOx), se nos dice en España que la Unión Europea impulsa una lucha contra el gasóleo que nosotros vamos a secundar subiéndole los impuestos; lucha cuya principal beneficiaria, no obstante, no será la atmósfera ni la salud de la ciudadanía, sino la industria del automóvil y, claro está, la Hacienda pública. ¿Por qué?

Primero porque eso de que el gasóleo es más contaminante o nocivo que la gasolina está muy lejos de ser una cuestión zanjada, y menos aún definitiva: si bien la combustión del gasoil, por un lado, emite más NOx (potencialmente nocivos para la salud), por el otro produce menos COx (responsables del efecto invernadero); y, en cualquier caso, las emisiones de motores que cumplan la última normativa Euro 6 son muy similares para ambos tipos de combustible. Si la salud fuese el problema, las autoridades tomarían más bien medidas para jubilar los coches más antiguos, que contaminan hasta cinco veces más sean de un tipo u otro, y no subir el precio del gasoil, que impacta lo mismo a coches nuevos que a viejos. Segundo porque, al acribillar con impuestos y trabas a todos los diésel, entonces todos sus propietarios se verán más empujados a cambiarlos por versiones menos penalizadas, y estaríamos hablando de más de cien millones de turismos que los gobiernos europeos nos urgirán a sustituir. Una cifra espectacular, demasiado golosa como para dejar fuera de sospecha a los fabricantes.

Y lo curioso de este panorama es que sea precisamente Pedro Sánchez, un socialista, quien muestre tanta premura por establecer una subida impositiva que, miren ustedes por dónde, perjudicará más a las personas con menos recursos, que son quienes, por economía, se compraron un diésel (y ahí están las estadísticas para verificarlo). Los más pudientes suelen preferir el gasolina. Todo lo cual sugiere poderosamente que, como se afirma, Sigue leyendo

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