En los primeros tiempos de esta deriva gramatical, o quizá debería decir lingüística, que la ideología de género lleva lustros trabajando por imponernos en el frente del idioma, algún espabilado diseñador del pensamiento único (aunque, por aquel entonces, tal vez fuese simplemente un influencer solitario), inspirado probablemente por el pujante auge que entonces experimentaba la internet y, en concreto, el correo electrónico, nos coló el primer golazo con la bobada ésa de la arroba “inclusiva”, el símbolo @ que, en el lenguaje informático, significa at: para, en; la nefasta arroba que, si bien todos sabemos cómo se escribe, nadie sabe aún cómo se pronuncia, y sigo esperando a que esos lumbreras ideológicos me lo expliquen. Claro es que ellos tampoco lo saben.
Y aunque la idea germinó con fuerza y se propagó como mala yerba entre la gente guay, sus heraldos no tardaron en comprender que precisamente lo impronunciable de esa desinencia -@, más las dificultades derivadas de su incorporación a la ortografía y su inclusión en el diccionario, aunque no insalvables (pues pocas instituciones tenemos en España más tibias y menos comprometidas con el español que la Real Academia), le negaban la fuerza necesaria para llevar a buen término la feroz ofensiva hembrista que entonces emprendían. Así que, sin renunciar a su uso suplementario (un uso al que, hoy en día, ya no se oponen ni los más puristas del castellano), se hizo evidente la necesidad de otras armas más poderosas y eficaces para el deseado adoctrinamiento.
Fue entonces cuando los abanderados del par cromosómico XX nos colaron el segundo gol, un golazo esta vez, que a su vez tenía dos vertientes: de una parte, la forzada introducción en el vocabulario de una variante acabada en -a para el femenino de toda palabra que nombre o califique a una persona: joven/jóvena, miembro/miembra; y, de otra, la cacofónica mención expresa de ambos géneros, así construidos, allá donde proceda (léase: donde en realidad no procede): o sea, el redundante “todos y todas los niños y las niñas”, ese atentado a la estética, a la lógica y al oído que tan profundo ha calado en nuestra domesticada y meliflua sociedad. No sólo la entusiasta progresía adoptó este vicio de inmediato, queriendo convertirlo en virtud, sino que –y he aquí lo patético– los sectores que maś remisos fueron en principio a tales imposiciones lingüísticas han acabado claudicando, rehenes de su maricomplejo y ansiosos, por tanto, de hacerse perdonar por las izquierdas. Ejemplo de esto último es lo mucho que hemos escuchado durante las pasadas semanas, con ocasión de las primarias en el Partido Popular, Sigue leyendo →