El rosario

Cuando murió mi abuelo — es decir, el abuelo por antonomasia, el único al que conocimos mis hermanos y yo; porque el otro, el materno, había fallecido años atrás, antes de que naciésemos, y siempre fue para nosotros –o al menos para mí– tan imaginario como pueda serlo un personaje de ficción: imaginario no por inventado o irreal, claro está, sino porque, para hacerme una idea de su carácter y apariencia, no tuve más remedio que imaginarlo a partir de viejas fotos y lo que de él me contaran, que son los recuerdos bondadosos –y por fuerza parciales, poco objetivos– de mi madre y su familia.

Decía, digo, que cuando murió mi abuelo — que tuvo, por cierto, la suerte de hacerlo en su pueblo y en su casa, como Dios manda, como seguramente preferirá morir casi todo el mundo, inesperadamente además, sin agonía ni mucho sufrimiento, sin darse apenas cuenta de lo que pasaba; una muerte relativamente temprana, tal vez la mejor que pueda a uno llegarle, cuando aún no se han presentado las enfermedades y los achaques invalidantes que desproveen a la vida de casi toda dignidad y atractivo, y que nos hacen depender de los demás para todo, pasar por el trago vergonzoso, quizá humillante, de la asistencia ajena incluso para las necesidades más íntimas; cuando aún no se ha convertido uno en una carga para sus familiares y es posible dejar, en la memoria de quienes se quedan, un recuerdo bueno o, cuando menos, decoroso y respetable, una imagen decente de uno mismo y, sobre todo, esa añoranza por los muertos a quienes se habría deseado disfrutar, en vida, todavía unos años más.

Cuando –a ver si concluyo– murió mi abuelo en aquella España rural, arcaica y casi oscurantista de los años setenta, estuvo rezándose el rosario en casa durante, por lo menos, todo el resto del verano, hasta que se acabaron nuestras vacaciones y hubimos de volver a la capital. A partir del día de su entierro, además de establecerse, por comprensible deseo de la viuda, una regla de quietud respetuosa, quizá un punto más lóbrega de lo preciso, se decretó esa nueva rutina diaria: el rezo del rosario. Para mí, como para –imagino– mis otros hermanos, aquella media hora resultaba un verdadero e innecesario plomazo, sobre todo por lo incomprensible; y es que, aunque hubieran intentado explicárnoslo –que no fue el caso–, ¿cómo hacer entender a una pequeña cuadrilla de revoltosos llenos de energía la utilidad de esos rezos? Por mucho que hubiésemos querido a mi abuelo (y, la verdad, a aquella edad no creo que se hubiese desarrollado aún en nosotros, al menos en los menores, el sentimiento afectivo del amor consciente; aparte de que yo, de hecho, a duras penas comprendía bien qué era eso de la muerte ni cuáles eran en realidad sus consecuencias, su trascendencia ni –menos aún– su esencia), ¿para qué servían los rosarios, salvo para hacernos perder un precioso tiempo que podríamos dedicar mucho mejor a hacer trastadas, derrotar indios Sioux o pelearnos entre nosotros? ¿Cuál era su finalidad? ¿A quién o qué ayudaban? De algún modo, yo intuía que obedecían a un deseo –que más bien fue imposición– de mi abuela, cuya figura oscura y enjuta, no obstante, no aparece –al menos en mis recuerdos– con demasiada nitidez en el cuadro familiar de las novenas, ignoro si por simple fallo de mi memoria o porque mi madre, siempre tan devota ella, pero más pedagógica y –sobre todo– autoritaria, a menudo sustituía a su suegra como guía en las oraciones. Pero, eso aparte, a mí no se me alcanzaba bien por qué había que estar allí todos los días, sentados en círculo, durante ese largo rato, aburrido y estéril, recitando hasta el hartazgo monótonos e inacabables avemarías; máxime cuando –cosa curiosa– mi padre parecía estar exento de tal obligación, como sin con él no fuera la muerte de mi abuelo, o como si el difunto hubiera sido más pariente de su nuera y nietos que de su propio hijo; y de este modo –razonaba yo para mí–, si alguien podía estar ausente durante el rosario, entonces la cosa no podía ser tan inexcusable. Percibía yo eso como una más de tantas injusticias que sufrimos los hijos durante nuestra crianza. Sigue leyendo

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Santa Comba

El tejado de la quinta se recorta, negro, contra la luz ya fría del crepúsculo, y  unas nubes grises desde el poniente, opacas, avanzan despacio por el cielo para fundirse, allá en el este, con la oscuridad del anochecer. La brisa mueve suavemente la copa del ciprés, sombría y muda, y sólo el goteo del agua sobre el cristal de la fuente perturba el silencio del patio, acentuando la quietud del momento. Muere el día en Santa Comba.

Llegué aquí por casualidad, sin proponérmelo, con intención de pasar una noche y continuar camino, pero llevo ya casi una semana. Es de esos raros alojamientos donde lo hacen a uno sentir como en casa, y la paz que se respira contribuye a que el huésped apetezca prolongar su estancia. Sin otros planes y con tiempo por delante, yo he podido permitirme ese lujo. También la suerte ha colaborado, pues es raro que pueda improvisarse una estadía más larga sin tropezar con que para alguno -o varios- de los días esté todo reservado.

La quinta es antigua, del siglo XVII, y según me cuenta Jorge Campos, el hijo del dueño, ha sido siempre propiedad de la misma familia. Imagino que no la han dedicado a hospedería por capricho, sino porque la era de los terratenientes y latifundios pasó a mejor vida, y a muchos hacendados les resultaría imposible conservar sus tierras y alquerías sin contar con nuevas fuentes de ingresos. Pero los Campos, padres, aún viven aquí, en la casa grande, quizá porque han sabido darle al negocio una atmósfera acogedora e íntima que enseguida se contagia a los inquilinos y que -quiero suponer- les permite a ellos hacer más llevadero el hecho -por lo demás, insoslayable- de que tienen su casa permanentemente llena de extraños. Sigue leyendo

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Aldeias do xisto

Tras de una curva en horquilla, que salva una loma, aparece de repente ante mis ojos Candal. Estas sorpresas del paisaje siempre me las encuentro -como es natural- al doblar un collado o una revuelta de la carretera. Aplico los frenos y me detengo, boquiabierto, sobre el arcén. Es una vista espléndida. Parece como si  acabara de traspasar una puerta invisible, abierta a un valle encantado de fábula o de leyenda. Me evoca una colección de pequeñas acuarelas románticas, desvaídas, que había en mi casa, de un artista catalán. ¿Existen aún lugares así? La aldea, que trepa por la pina ladera frente a mí, recibe un baño de sol y luz que se agradecen a esta altitud, donde la atmósfera es fría incluso en verano.

La conforman, como mucho, veinte o treinta casas construidas enteramente en pizarra; y entre unas y otras se adivina -más que percibirse- un laberinto de callejas escarpadas y escaleras estrechas. Aquí y allá, sobre los barandales de madera, se orean, blancas y brillantes hacia el mediodía, algunas sábanas y prendas. Abajo, cabe un puentecillo sobre el arroyo, pone el contrapunto una construcción enjalbegada. Junto a ella, un par de motocicletas aparcadas desmienten, en parte, el embrujo del lugar. Apago el motor de la mía, me quito el casco y escucho. Advierto entonces la imperfección, lo ilusorio de la escena: no se oye ninguno de los sonidos que deberían serle propios: una esquila, un balido, una azada que hiende la tierra, una voz de arreo, el alboroto de unos niños, un gallo que canta, el parloteo de unas vecinas en la fuente… Nada. Sigue leyendo

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Un insólito privilegio: el derecho al doble voto

En octubre del 2018, a unos cien mil españoles se les otorgó un privilegio hasta ahora insólito: el derecho al doble voto en comicios y referendos; prerrogativa exclusiva para aquellos ciudadanos que tengan un discapacitado intelectual a su cargo.

¿Cómo así? Por supuesto, tal iniciativa no se plasmó legalmente como acabo de expresarla, sino que se nos vendió como un logro social: la concesión a esos discapacitados del derecho de sufragio, que hasta entonces no tenían; pero obviamente el único resultado, a la hora de la verdad, es el haber habilitado a sus tutores para que voten dos veces, pues serán éstos quienes decidan, en la inmensa mayoría de los casos, qué papeleta introducen aquéllos en la urna; así que, a efectos prácticos, es como autorizar a cien mil personas a que voten dos veces.

Aunque en su día se debatió este tema, hay tres aspectos en los que -creo- se incidió poco pese a su decisiva influencia en la decisión política finalmente adoptada.

Por una parte está el agravio comparativo: si se permite votar a los deficientes mentales, se está discriminando a todos los millones de adolescentes que tienen igual o mayor uso de razón que aquéllos y a quienes, en cambio, se les escamotea tal derecho. No olvidemos que esos deficientes padecen, en su mayoría, un significativo retraso mental que limita su capacidad cognitiva, en el mejor caso, a la de un preadolescente; o sea, que cualquier chaval de doce años los supera en edad mental y en aptitud para votar, sea ésta cualquiera que decidamos. Es rigurosamente lógico -e impecablemente justo- que si a un colectivo de personas con aptitudes psíquicas significativamente por debajo del umbral mínimo se les permite votar, debería entonces permitírsele también a cualquiera que iguale o supere dichas aptitudes, ya que las mismas razones que avalan un supuesto sirven para avalar el otro. De modo que, por pura coherencia e igualdad, habría que reconocer el derecho al sufragio, como mínimo, a los mayores de doce años; y no hacerlo así constituye, como digo, una injusticia y una insostenible contradicción. Sigue leyendo

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El disputado voto rural

Salvando las distancias, este repentino interés que los principales partidos muestran por el medio rural me recuerda a la genial y célebre novela de Miguel Delibes, aún actual, en que un grupo de militantes políticos llega de la ciudad a un pueblo casi abandonado para recabar el voto de sus tres habitantes.

Corren hoy, por supuesto, tiempos muy distintos y las condiciones de vida han cambiado enormemente tanto en las ciudades como en el campo; ya no vienen los activistas en un Renault 4 con megáfonos en la baca sino que nos colocan la propaganda y los mítines en el corazón de nuestros hogares a través de la tele o el móvil; pero el marco general de la historia sigue siendo válido: unos políticos de la ciudad haciéndonos la pelota e intentando convencernos de que piensan mucho en nosotros y de que, en cuanto ganen las próximas elecciones, van a adoptar serias y urgentes medidas para mejorar nuestras vidas.

¡Pamplinas! Como pueblerino, me resulta patética -e incluso directamente ofensiva- la cantidad de tópicos y simplezas que se manejan sobre nosotros, así como la sarta de mayúsculas bobadas con que se nos elogia, desde nuestro “verdadero ecologismo” hasta nuestro “duro sacrificio y trabajo”, pasando por toda la gama intermedia de alabanzas. Me pregunto si es que nos toman por bobos, o si es que el discursito rural va en realidad encaminado a que los urbanitas se crean lo mucho que los políticos se preocupan por los pueblos de nuestra piel de toro.

¿Ecologismo? No hay bicho más dañino para la naturaleza que un campurrio: si se lo permites, no dejará una encina en pie, para que no le estorben las labores con el tractor, ni un palmo de tierra sin achicharrar con herbicida, para que la mala hierba no le quite un sólo nutriente a sus cultivos, ni un corzo u otro bicho silvestre sin envenenar, para que no le coman la cosecha, ni un acuífero sin agotar por el riego para sus sembrados, ni una hectárea sin cercar o un camino sin cortar, para que nadie pise sus predios, ni una parcela donde no se haya erigido una horripilante nave, tolva o silo… Y así una larga lista de atentados ecológicos con la que no aburriré al lector. No, hombre, no me fastidien: el campesinado, sea agricultor o ganadero, es la casta más ansia viva que hay, y, salvo excepciones, a la que menos le importa la ecología. Ya son muchos años viviendo entre ellos. Sigue leyendo

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Derogar la Ley de Protección de Datos y desmantelar la Agencia

Como tantos millones de españoles, he recibido estos días la clásica correspondencia de propaganda electoral para las elecciones: el mismo despilfarro presupuestario de siempre, aunque con un importantísimo agravante: esta vez las cartas, en lugar de ser simple buzoneo, van dirigidas a mi nombre y domicilio. O sea, un atropello más de la Ley de Protección de Datos (LPD); atropello especialmente intolerable y escandaloso, porque en esta ocasión cuenta con el beneplácito de las autoridades gubernamentales o judiciales, si no de ambas.

La verdad es que llega uno a hartarse de que aquí, en España, todo el que le da la gana, si tiene poder político o influencia económica, se salta la LPD por el arco del triunfo e impunemente. La última tomadura de pelo, vergonzosa, fue el presunto blindaje de nuestro “derecho a la privacidad”, adoptado por iniciativa europea, respecto a los datos personales que almacenan los sitios web; blindaje cuya medida estrella de cara a nuestra protección era la taxativa e inapelable prohibición de enviar spam -o cualquier tipo de correo electrónico no deseado- sin el previo consentimiento consciente y expreso del destinatario. Con anterioridad, se nos podía enviar correo comercial sin más requisito que incluir en él un enlace para desuscribirse; pero ahora, en teoría, nadie debería enviarnos tales mensajes sin que antes lo hayamos solicitado intencionadamente. Y lo mismo cabe decir de las cookies.

Pues bien: no sé a mis lectores, pero a un servidor le llegan ahora ¡entre cinco y diez veces más mensajes de spam! que antes de esa “nueva protección”. O sea, que sesudos equipos de técnicos (a quienes sin duda pagamos un sueldazo) deliberan durante semanas o meses para parir una normativa que nos proteja del incesante bombardeo de spam, y lo que resulta es que dicho bombardeo se quintuplica. Vamos: para ponerse a mear y no echar ni gota. Por cierto que la burla más descarada que he sufrido al respecto es el caso de Yahoo, donde, para configurar el rechazo a las cookies, se redirige al usuario a sucesivas páginas de terceros, a cual más engorrosa y pesada de leer, para llegar finalmente a una inacabable lista de “socios comerciales” cuyas respectivas páginas de rechazo deberemos abrir y configurar una a una si no queremos que esos pequeños duendecillos espías llamados cookies se almacenen en nuestro navegador para vigilar cada uno de nuestros clics. En fin: la más descarada y abusiva inocentada cibernética que he tenido ocasión de ver. Sigue leyendo

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El centro político como equívoco espacial

El principal inconveniente de trabajar con metáforas espaciales es que conducen demasiado fácilmente a deducciones sin fundamento ni rigor lógico y a equívocos que son, a la larga, difíciles de identificar y más aún de corregir.

Y es que cuando a uno lo bombardean por todos los flancos, desde que tiene uso de razón, con la idea de que el repertorio de opciones políticas se distribuye a lo largo de una línea que va de izquierda a derecha -o viceversa-, resulta que la existencia de un centro aparenta ser no sólo la cosa más natural del mundo, sino una exigencia del principio de continuidad del espacio euclídeo.

Pero lo cierto es que, cuando hablamos de política, la denominación “izquierda” y “derecha” es totalmente figurada y, por ende, muy poco afortunada.

A mí -que nunca estudié ciencias políticas- me ha llevado muchos años, hasta bien entrados los cincuenta, darme cuenta de esa trampa semántica; y esto por pura casualidad, el día en que escuché a un polémico periodista decir: Pero, vamos a ver, eso del centro, ¿qué es? El centro no es nada. Y gracias a estas palabras me planteé la pregunta, en cuya respuesta, tras pensarlo detenidamente, no pude sino coincidir con él.

Para quien algo recuerde de las matemáticas, la situación puede visualizarse así: dados dos conjuntos distintos, A y B, compuestos por algunos elementos comunes y otros disímiles, nada obliga a postular la existencia de un tercer conjunto C que, sin ser la mera intersección algebraica de los anteriores, sea “intermedio” entre ellos. Resulta hasta difícil imaginar en qué podría consistir dicho C.

Pues bien: yo creo que la política se asemeja más a esta comparación que no a ese hipotético espectro izquierda-derecha que, no obstante, casi todos damos por sentado porque nos lo enseñan desde jovencitos y nos lo remachan cada día. Según mi ejemplo, A podría ser el modelo económico-cultural socialistoide que hoy sostiene un partido como el PSOE, y B sería el liberaloide que propugna el PP; sendos representantes de esos dos sistemas políticos en que se basan la mayoría de países actualmente. De modo que, en este esquema, ¿qué predica Ciudadanos de original que no esté ya en los programas de alguno de los otros? ¿Cuáles son los elementos, las ideas, los valores, principios o propuestas que identifiquen de manera unívoca y den personalidad propia a ese partido? Si Ciudadanos es el conjunto C, ¿qué de nuevo aporta?, ¿qué tiene que no tengan los demás? Sigue leyendo

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No estamos cabreados, Cayetana

Dice Cayetana Álvarez de Toledo y Peralta-Ramos, ahí es nada, con esa suficiencia dialéctica -o acaso soberbia intelectual- que la caracteriza, que los partidarios de Vox votaremos este partido porque estamos cabreados; es de suponer que con el partido Popular. Según la número uno de Pablo Casado por Barcelona, venimos a ser algo así como peperos echados al monte, sin más razón para votar a Vox que el puro cabreo; y parece querer transmitir una imagen nuestra como de unos cimarrones temperamentales, dominados por las emociones y los instintos básicos, con intelecto quizá inferior, introduciendo en las urnas nuestras papeletas del partido verde mientras hacemos cortes de manga a los interventores populares, o vaya usted a saber. Estamos enfadados -dice-, pero cuando nos hayamos desahogado -se entiende- volveremos al rebaño. Será por mí, tan cabreado que mi temperatura ha subido desde -0 ºC a +0 ºC.

Y en esta idea que la marquesa esboza, soslaya -no por ignorancia, sino acaso por malicia o picardía- el hecho de que entre PP y Vox se han abierto ya brechas ideológicas y programáticas casi insalvables. Que Abascal y conmilitones creasen su partido como una escisión del Popular no significa, en absoluto, que hayan de refundirse nuevamente en él (errónea tesis ésta, en la que muchos periodistas porfían) como pelota que, lanzada al aire, ha de volver a tierra. Al contrario: usando un símil darwiniano, Vox es como una nueva especie que muta a partir de otra y que divergirá de ella, como una rama de árbol, merced a las leyes evolutivas; aunque me temo que “evolución” sería lo último que mi admirada hispano-porteña nos concedería, pues su rechazo a la verdadera derecha se lo impide y, además, la estrategia electoral se lo desaconseja.

Cierto es que hay similitudes entre ambos partidos. Escucho con frecuencia -y con mezcla de agrado y enojo, confieso- a esta brillante periodista y me parece imposible que cualquier persona sensata no esté de acuerdo con ella en la mayoría de temas. Pero también es cierto que las divergencias en bastantes aspectos fundamentales (organización territorial, inmigración, hembrismo, aborto, adoctrinamiento “gay”, memoria-revancha histórica, inmersiones lingüísticas, ETA, actitud frente al franquismo, posicionamiento hacia Europa, legítima defensa, etc.) son demasiado grandes como para que pueda preverse una convergencia ni a corto ni a medio plazo; y, si se produjera, antes sería por acercamiento del PP a Vox que no a la inversa, creo. Sigue leyendo

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