De Don Benito a Miajadas

Me publica recientemente el Hoy, diario de Extremadura, una carta al director cuyo texto original, muy suavizado por la censura editorial, decía exactamente así:

“Tiene narices que un andaluz pueda viajar desde Ayamonte hasta Pulpí, atravesando cinco provincias sin ser molestado por la policía, y que yo no pueda ir de Don Benito a Miajadas sin que me detengan. Y esa medida, nadie se engañe, no es para “proteger a la población”, excusa pueril y mendaz donde las haya, sino para que el bellotari de turno pueda seguir alardeando de estar en el Podio de Menos Contagios y pastoreando así votos a base de adular al pueblo extremeño, crédulo y sumiso hasta la náusea, con ese triunfalismo chovinista e identitario tan pernicioso. No advierten mis paisanos que las buenas cifras no las debemos aquí, en última instancia, a gestión eficaz de pandemia alguna, sino al vergonzoso atraso económico en que cuatro décadas de socialismo y PER han sumido a nuestra región. Encima, para que seamos la única comunidad que no puede desplazarse entre provincias.”

En efecto, si Extremadura ha estado durante esta “pandemia” del coronavirus entre las regiones españolas con menor número de contagios, tanto en términos absolutos como relativos, no se debe al mérito de ningún político, técnico, experto o gestor, ni a las tan drásticas como absurdas medidas de aislamiento personal y desinfección callejera adoptadas por las autoridades municipales o autonómicas, sino al simple y prosaico hecho de que esta región tiene muy baja densidad de población y apenas actividad económica, turística o industrial en comparación con el resto de España, lo que se traduce directamente en un menor movimiento de población; de manera que, claro, si la gente no se mueve las probabilidades de contagio mutuo son menores. Y a pesar de esto, no contentos con habernos tenido tres meses casi sin salir de casa y disfrazados de cirujanos -incluso en municipios donde no había ni un solo contagiado- para evitar la dispersión de un virus de dudosa excepcionalidad, resulta que cuando se autoriza a nivel nacional el desplazamiento entre provincias de la misma autonomía, va Guillermo Fernández Vara, el gobernador extremeño, y solicita que en su taifa se mantenga durante dos semanas más la prohibición de rebasar los límites provinciales, no sea que los contagios aumenten un poquito y lo desplacen a él del podio que comparte con sus homónimos de las tres o cuatro regiones menos afectadas por la covid. Es decir: que se fastidie un millón de personas para que el político de turno pueda seguir luciendo su medalla de plata. Estoy por apostar a que en algún texto legal esa decisión puede encajar como falta punible, pero en España hemos llegado ya a un grado tal de tolerancia respecto a la ineptitud y deshonestidad política y administrativa, que cualquier cosa nos parece aceptable.

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Tres Álamos en Pliushija

Otra pequeña gema del cine soviético es la película que comento en este artículo: Tri Topoliá na Pliuschihe, del año 1968, dirigida por Tatiana Lioznova y escrita por el longevo dramaturgo Alexander Borshagovski. Es una sencilla historia, visualmente simple pero bastante emotiva, que a través de un breve episodio en la vida de una aldeana nos presenta con gran acierto narrativo (e interpretativo) unos personajes muy genuinos y bien definidos, a la vez que muestra varios aspectos primorosamente escogidos de la vida rural y urbana en la Rusia de mediados del siglo XX.

En apentas hora y cuarto de metraje los creadores de esta poco conocida obra son capaces de exponer los anhelos y alegrías, las dificultades, los problemas, esperanzas e inquietudes de una variedad de tipos humanos en aquella tierra y aquel tiempo: la ruda franqueza de la gente de campo, las diversas actitudes -con frecuencia ambiguas desde un punto de vista personal- frente al sistema que instauraron los bolcheviques, sus lados menos bueno y menos malo; el viejo pastor, ya muy pasado de calores, cuya experiencia y sabiduría se dejan entrever; un filántropo lisiado de guerra, comprensivo y afable, que hace de cartero y sobrelleva como puede el mal humor de su mujer; un padre de familia tosco y seco, impopular por su sobriedad, medio furtivo, que quiere mantener cierto grado de libertad e independencia frente a los omnipresentes koljós (cooperativas agrarias características de la URSS, basadas en la propiedad colectiva de los bienes producidos, con una administración igualitaria pero excesivamente rígida y burocrática); una gorda gruñona convencida de las bondades del sistema y con cierto mando en plaza; la forma típicamente rural, casi desprovista de sofisma y artificio, en que surgen las amistades o las relaciones sentimentales; la niña que escucha, sin entender, a Edith Piaf en un pequeño transistor; y entre todos ellos Nurka, oriunda de una aldea vecina, que con desenfadada resignación Sigue leyendo

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El cortauñas

Cuando, durante mi primera juventud, impulsado por un arrollador anhelo interior (el análisis de cuyo origen dejaré para otra ocasión), más fuerte que cualquier otra ambición o deseo que pudiera concebir, proyectaba meticulosamente lo que habría de ser mi futura vida lejos, muy lejos del mundanal ruido, las sociedades urbanas y -casi también- las humanas; cuando con tesón e inventiva (dignos de encomio y -la verdad sea dicha- también de mejor fin) planificaba cada detalle de una existencia nómada y solitaria en plena naturaleza, como los tramperos de otros tiempos y otras tierras, como algunos aventureros de aquello que se llamó “la frontera” durante la colonización hacia el oeste del continente norteamericano; cuando, en fin, trataba de dar solución a cada una de las posibles cuestiones prácticas (y, de hecho, las resolvía, al menos en su aspecto teórico) que semejante tipo de vida me iba a plantear, había no obstante un detalle que me dio muchos quebraderos de cabeza y me tuvo atribulado durante todos los años (¿cuántos fueron?: ¿tres, cuatro?; es difícil, pasadas las décadas, calcular, sin otra referencia, el tiempo que pudieron ocupar ciertas etapas anteriores en nuestra vida) que mantuve aquel proyecto, aquella ilusión, tal vez fantasía; y dicho obstáculo, problema irresoluble que de hecho lo fue, porque desgraciadamente crecí, maduré y el torrente de la vida me arrolló por sus cauces inapelables hacia destinos muy, muy distintos del que yo había imaginado, pereciendo por el camino, de muerte natural, aquellos planes antes de que yo hubiera podido encontrarle solución, era el siguiente: ¿cómo el cazador-recolector que yo proyectaba ser iba a ingeniárselas para cortarse las uñas cuando tocase? Sigue leyendo

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El rosario

Cuando murió mi abuelo — es decir, el abuelo por antonomasia, el único al que conocimos mis hermanos y yo; porque el otro, el materno, había fallecido años atrás, antes de que naciésemos, y siempre fue para nosotros –o al menos para mí– tan imaginario como pueda serlo un personaje de ficción: imaginario no por inventado o irreal, claro está, sino porque, para hacerme una idea de su carácter y apariencia, no tuve más remedio que imaginarlo a partir de viejas fotos y lo que de él me contaran, que son los recuerdos bondadosos –y por fuerza parciales, poco objetivos– de mi madre y su familia.

Decía, digo, que cuando murió mi abuelo — que tuvo, por cierto, la suerte de hacerlo en su pueblo y en su casa, como Dios manda, como seguramente preferirá morir casi todo el mundo, inesperadamente además, sin agonía ni mucho sufrimiento, sin darse apenas cuenta de lo que pasaba; una muerte relativamente temprana, tal vez la mejor que pueda a uno llegarle, cuando aún no se han presentado las enfermedades y los achaques invalidantes que desproveen a la vida de casi toda dignidad y atractivo, y que nos hacen depender de los demás para todo, pasar por el trago vergonzoso, quizá humillante, de la asistencia ajena incluso para las necesidades más íntimas; cuando aún no se ha convertido uno en una carga para sus familiares y es posible dejar, en la memoria de quienes se quedan, un recuerdo bueno o, cuando menos, decoroso y respetable, una imagen decente de uno mismo y, sobre todo, esa añoranza por los muertos a quienes se habría deseado disfrutar, en vida, todavía unos años más.

Cuando –a ver si concluyo– murió mi abuelo en aquella España rural, arcaica y casi oscurantista de los años setenta, estuvo rezándose el rosario en casa durante, por lo menos, todo el resto del verano, hasta que se acabaron nuestras vacaciones y hubimos de volver a la capital. A partir del día de su entierro, además de establecerse, por comprensible deseo de la viuda, una regla de quietud respetuosa, quizá un punto más lóbrega de lo preciso, se decretó esa nueva rutina diaria: el rezo del rosario. Para mí, como para –imagino– mis otros hermanos, aquella media hora resultaba un verdadero e innecesario plomazo, sobre todo por lo incomprensible; y es que, aunque hubieran intentado explicárnoslo –que no fue el caso–, ¿cómo hacer entender a una pequeña cuadrilla de revoltosos llenos de energía la utilidad de esos rezos? Por mucho que hubiésemos querido a mi abuelo (y, la verdad, a aquella edad no creo que se hubiese desarrollado aún en nosotros, al menos en los menores, el sentimiento afectivo del amor consciente; aparte de que yo, de hecho, a duras penas comprendía bien qué era eso de la muerte ni cuáles eran en realidad sus consecuencias, su trascendencia ni –menos aún– su esencia), ¿para qué servían los rosarios, salvo para hacernos perder un precioso tiempo que podríamos dedicar mucho mejor a hacer trastadas, derrotar indios Sioux o pelearnos entre nosotros? ¿Cuál era su finalidad? ¿A quién o qué ayudaban? De algún modo, yo intuía que obedecían a un deseo –que más bien fue imposición– de mi abuela, cuya figura oscura y enjuta, no obstante, no aparece –al menos en mis recuerdos– con demasiada nitidez en el cuadro familiar de las novenas, ignoro si por simple fallo de mi memoria o porque mi madre, siempre tan devota ella, pero más pedagógica y –sobre todo– autoritaria, a menudo sustituía a su suegra como guía en las oraciones. Pero, eso aparte, a mí no se me alcanzaba bien por qué había que estar allí todos los días, sentados en círculo, durante ese largo rato, aburrido y estéril, recitando hasta el hartazgo monótonos e inacabables avemarías; máxime cuando –cosa curiosa– mi padre parecía estar exento de tal obligación, como sin con él no fuera la muerte de mi abuelo, o como si el difunto hubiera sido más pariente de su nuera y nietos que de su propio hijo; y de este modo –razonaba yo para mí–, si alguien podía estar ausente durante el rosario, entonces la cosa no podía ser tan inexcusable. Percibía yo eso como una más de tantas injusticias que sufrimos los hijos durante nuestra crianza. Sigue leyendo

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Santa Comba

El tejado de la quinta se recorta, negro, contra la luz ya fría del crepúsculo, y  unas nubes grises desde el poniente, opacas, avanzan despacio por el cielo para fundirse, allá en el este, con la oscuridad del anochecer. La brisa mueve suavemente la copa del ciprés, sombría y muda, y sólo el goteo del agua sobre el cristal de la fuente perturba el silencio del patio, acentuando la quietud del momento. Muere el día en Santa Comba.

Llegué aquí por casualidad, sin proponérmelo, con intención de pasar una noche y continuar camino, pero llevo ya casi una semana. Es de esos raros alojamientos donde lo hacen a uno sentir como en casa, y la paz que se respira contribuye a que el huésped apetezca prolongar su estancia. Sin otros planes y con tiempo por delante, yo he podido permitirme ese lujo. También la suerte ha colaborado, pues es raro que pueda improvisarse una estadía más larga sin tropezar con que para alguno -o varios- de los días esté todo reservado.

La quinta es antigua, del siglo XVII, y según me cuenta Jorge Campos, el hijo del dueño, ha sido siempre propiedad de la misma familia. Imagino que no la han dedicado a hospedería por capricho, sino porque la era de los terratenientes y latifundios pasó a mejor vida, y a muchos hacendados les resultaría imposible conservar sus tierras y alquerías sin contar con nuevas fuentes de ingresos. Pero los Campos, padres, aún viven aquí, en la casa grande, quizá porque han sabido darle al negocio una atmósfera acogedora e íntima que enseguida se contagia a los inquilinos y que -quiero suponer- les permite a ellos hacer más llevadero el hecho -por lo demás, insoslayable- de que tienen su casa permanentemente llena de extraños. Sigue leyendo

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Aldeias do xisto

Tras de una curva en horquilla, que salva una loma, aparece de repente ante mis ojos Candal. Estas sorpresas del paisaje siempre me las encuentro -como es natural- al doblar un collado o una revuelta de la carretera. Aplico los frenos y me detengo, boquiabierto, sobre el arcén. Es una vista espléndida. Parece como si  acabara de traspasar una puerta invisible, abierta a un valle encantado de fábula o de leyenda. Me evoca una colección de pequeñas acuarelas románticas, desvaídas, que había en mi casa, de un artista catalán. ¿Existen aún lugares así? La aldea, que trepa por la pina ladera frente a mí, recibe un baño de sol y luz que se agradecen a esta altitud, donde la atmósfera es fría incluso en verano.

La conforman, como mucho, veinte o treinta casas construidas enteramente en pizarra; y entre unas y otras se adivina -más que percibirse- un laberinto de callejas escarpadas y escaleras estrechas. Aquí y allá, sobre los barandales de madera, se orean, blancas y brillantes hacia el mediodía, algunas sábanas y prendas. Abajo, cabe un puentecillo sobre el arroyo, pone el contrapunto una construcción enjalbegada. Junto a ella, un par de motocicletas aparcadas desmienten, en parte, el embrujo del lugar. Apago el motor de la mía, me quito el casco y escucho. Advierto entonces la imperfección, lo ilusorio de la escena: no se oye ninguno de los sonidos que deberían serle propios: una esquila, un balido, una azada que hiende la tierra, una voz de arreo, el alboroto de unos niños, un gallo que canta, el parloteo de unas vecinas en la fuente… Nada. Sigue leyendo

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Un insólito privilegio: el derecho al doble voto

En octubre del 2018, a unos cien mil españoles se les otorgó un privilegio hasta ahora insólito: el derecho al doble voto en comicios y referendos; prerrogativa exclusiva para aquellos ciudadanos que tengan un discapacitado intelectual a su cargo.

¿Cómo así? Por supuesto, tal iniciativa no se plasmó legalmente como acabo de expresarla, sino que se nos vendió como un logro social: la concesión a esos discapacitados del derecho de sufragio, que hasta entonces no tenían; pero obviamente el único resultado, a la hora de la verdad, es el haber habilitado a sus tutores para que voten dos veces, pues serán éstos quienes decidan, en la inmensa mayoría de los casos, qué papeleta introducen aquéllos en la urna; así que, a efectos prácticos, es como autorizar a cien mil personas a que voten dos veces.

Aunque en su día se debatió este tema, hay tres aspectos en los que -creo- se incidió poco pese a su decisiva influencia en la decisión política finalmente adoptada.

Por una parte está el agravio comparativo: si se permite votar a los deficientes mentales, se está discriminando a todos los millones de adolescentes que tienen igual o mayor uso de razón que aquéllos y a quienes, en cambio, se les escamotea tal derecho. No olvidemos que esos deficientes padecen, en su mayoría, un significativo retraso mental que limita su capacidad cognitiva, en el mejor caso, a la de un preadolescente; o sea, que cualquier chaval de doce años los supera en edad mental y en aptitud para votar, sea ésta cualquiera que decidamos. Es rigurosamente lógico -e impecablemente justo- que si a un colectivo de personas con aptitudes psíquicas significativamente por debajo del umbral mínimo se les permite votar, debería entonces permitírsele también a cualquiera que iguale o supere dichas aptitudes, ya que las mismas razones que avalan un supuesto sirven para avalar el otro. De modo que, por pura coherencia e igualdad, habría que reconocer el derecho al sufragio, como mínimo, a los mayores de doce años; y no hacerlo así constituye, como digo, una injusticia y una insostenible contradicción. Sigue leyendo

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El disputado voto rural

Salvando las distancias, este repentino interés que los principales partidos muestran por el medio rural me recuerda a la genial y célebre novela de Miguel Delibes, aún actual, en que un grupo de militantes políticos llega de la ciudad a un pueblo casi abandonado para recabar el voto de sus tres habitantes.

Corren hoy, por supuesto, tiempos muy distintos y las condiciones de vida han cambiado enormemente tanto en las ciudades como en el campo; ya no vienen los activistas en un Renault 4 con megáfonos en la baca sino que nos colocan la propaganda y los mítines en el corazón de nuestros hogares a través de la tele o el móvil; pero el marco general de la historia sigue siendo válido: unos políticos de la ciudad haciéndonos la pelota e intentando convencernos de que piensan mucho en nosotros y de que, en cuanto ganen las próximas elecciones, van a adoptar serias y urgentes medidas para mejorar nuestras vidas.

¡Pamplinas! Como pueblerino, me resulta patética -e incluso directamente ofensiva- la cantidad de tópicos y simplezas que se manejan sobre nosotros, así como la sarta de mayúsculas bobadas con que se nos elogia, desde nuestro “verdadero ecologismo” hasta nuestro “duro sacrificio y trabajo”, pasando por toda la gama intermedia de alabanzas. Me pregunto si es que nos toman por bobos, o si es que el discursito rural va en realidad encaminado a que los urbanitas se crean lo mucho que los políticos se preocupan por los pueblos de nuestra piel de toro.

¿Ecologismo? No hay bicho más dañino para la naturaleza que un campurrio: si se lo permites, no dejará una encina en pie, para que no le estorben las labores con el tractor, ni un palmo de tierra sin achicharrar con herbicida, para que la mala hierba no le quite un sólo nutriente a sus cultivos, ni un corzo u otro bicho silvestre sin envenenar, para que no le coman la cosecha, ni un acuífero sin agotar por el riego para sus sembrados, ni una hectárea sin cercar o un camino sin cortar, para que nadie pise sus predios, ni una parcela donde no se haya erigido una horripilante nave, tolva o silo… Y así una larga lista de atentados ecológicos con la que no aburriré al lector. No, hombre, no me fastidien: el campesinado, sea agricultor o ganadero, es la casta más ansia viva que hay, y, salvo excepciones, a la que menos le importa la ecología. Ya son muchos años viviendo entre ellos. Sigue leyendo

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