Bielorrusia. Cap. 4: Mujeres

VALENTINA

Valentina me recuerda a Susana -la ucraniana que fue sirvienta en casa algunos años- en esa manera rápida de hacerlo todo y en esa franqueza brusca y algo cortante con que te dice las cosas. No es tanto que esté siempre pronta para la acción como que no sabe estarse quieta. Lo que en un principio parece solicitud y diligencia es más bien, creo yo, una cierta tendencia a imponer su voluntad: no te pregunta si tienes hambre, sino que te prepara la comida y luego te hace el reproche si no te la comes; si le comentas que estás considerando la posibilidad de buscar un profesor de ruso, inmediatamente le pregunta a Google y, antes de que puedas decir “Amén, Jesús”, ya te ha concertado una cita, y no hay manera de hacerla entender que sólo estabas pensando en voz alta. Y si se le antoja pedirte que bailes con ella, te insistirá hasta hacerte sentir culpable. Limpia rápido, cocina rápido, compra rápido, decide rápido, pero ninguna de estas cosas la hace especialmente bien. Lo que piensa te lo dice a la cara aunque no hayas dado muestra alguna de querer saberlo o no venga al caso. No es que tenga mal fondo: simplemente… es ucraniana. Así me lo eplicó, de hecho, Tatiana en una ocasión: “Es que ella es ucraniana, Pablo, y los ucranianos son así.” No sé si Tatiana está o no en lo cierto, pero seguramente no le faltan razones para pensarlo, ya que en Brest, por su proximidad a Ucrania, hay mucha gente de este país; y mi propia experiencia, aunque escasa, no desmiente la opinión de Tatiana.

De todas formas, el encuentro con estas dos viudas el primer día de mi estancia fue un buen comienzo. No sólo estuve entretenido durante unas horas sino que obtuve interesante información y ofrecimientos de ayuda que, lamentablemente, luego no pasaron a obras. Cuando me levanté para irme, la botella de champán se había quedado sin abrir, ya que Valentina no bebe alcohol, a Tatiana -para quien sobre todo la compré- no le apetecía y yo ya me había tomado una mezcla de todos los demás licores que había sobre la mesa. No sé por qué, la idea de esa botella me acompañó durante mi viaje de vuelta en el trolebús, y aun ahora que escribo me he acordado de ella. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 3: Brest

BREST

Con más de trescientos mil habitantes, Brest es la capital del oblast (condado o región administrativa) al que da nombre, uno de los seis en los Bielorrusia se subdivide. Situada junto a la frontera con Polonia, esta ciudad -como la mayoría de ellas por este lado del mundo- es muy amplia y espaciosa: Rusia, Ucrania y Bielorrusia son países con baja densidad de población, donde el terreno es barato; de modo que las avenidas son anchas, con abundancia de plazas, parques y espacios públicos, edificios en general bajos, de tres o cuatro plantas, rara vez más de seis salvo en las urbanizaciones de los ensanches, y aun ahí la distancia entre unos bloques y otros suele ser grande, con árboles o zonas ajardinadas entre medias y generalmente sin vallados ni obstáculos al paso (lo cual resulta extremadamente conveniente para los viandantes a la hora de hacer atajos). Aquí no existen nuestras impenetrables manzanas de bloques adosados uno a otro sin solución de continuidad. La inmensa mayoría de los edificios no comparten una medianera con otro. No es raro, por otra parte, encontrar en el mismo centro de estos núcleos urbanos algún que otro barrio entero de casas unifamiliares, con frecuencia de madera, cada una en mitad de su parcela o pequeña huertecilla (al estilo Galicia), y en el que las calles son a veces de tierra, sin asfaltar: tales barrios son el testimonio vivo del origen rural de la localidad, las zonas a las que la presión especuladora -por aquí mucho menor que por Occidente- no ha llegado, y que se mantienen tal como eran hace cien años.

Brest, además, al servir en cierto modo -por su ubicación- de escaparate de Bielorrusia hacia Europa, está muy limpia y cuidada; sobre todo en el centro: calles y aceras bien pavimentadas, autobuses y trolebuses relativamente nuevos, parques y jardines arreglados con esmero, edificios bien mantenidos, modernos servicios públicos, etc. Además, hay abundancia de bares, cafés, restaurantes y hoteles. Nada que ver con lo que yo me había imginado siempre acerca de este país, hasta que lo conocí.

Lo primero que hice, una vez que me hube acomodado en el hotel, fue conseguirme una línea para el móvil. Como en casi cualquier otro lugar del mundo, aquí las telecomunicaciones han ocupado un puesto esencial en la vida cotidiana, y ya no se puede ir por ahí sin una conexión a internet. El trámite me llevó apenas diez minutos porque ya lo conocía de la vez anterior: diez euros por una SIM con llamadas y datos ilimitados por treinta días. Hay tarifas más baratas, pero están restringidas a los residentes. Y lo segundo que hice fue cambiar dinero. Me quedaban algunos rublos de mi anterior estancia, pero eran apenas suficientes para los gastos de un día, así que me acerqué a un banco que ya tenía identificado como el que ofrecía mejor cambio y vendí mil euros. En Bielorrusia, como a continuación explicaré, el dólar y el euro circulan tanto como la moneda nacional, si no más, y los tipos de cambio tienen unos márgenes mínimos. De hecho, es el mejor país (quizá junto con Rusia) para cambiar directamente entre euros y dólares, porque los bancos ofrecen esa posibilidad sin tener que pasar por el rublo. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 2: Polonia

VARSOVIA

Mi avión salía a las diez y media de la mañana, así que puse el despertador a las ocho y media. Por suerte, los vuelos de Ryanair salen de la termial T1, a la que desde casa se llega con bastante rapidez; y además no tuve problemas ni demoras al pasar seguridad, de manera que a las nueve y media estaba ya en la puerta de embarque. Lástima de tiempo robado al sueño en balde, porque luego el vuelo se retrasó algo más de una hora.

El viaje en avión transcurrió sin novedad y, cosa rara, sin molestias de niños berreando, o del pasajero de detrás zarandeando el respaldo. En la fila de al lado mío había una jovencita que tenía un tic nervioso terrible, que imagino debía de hacerle la vida imposible: no paró de estirar el cuello y hacer movimientos raros con hombros, brazos y manos en todo el viaje. Y cuando escribo “no paró” debe entenderse literalmente: ni dos segundos pudo estarse quieta, la pobre. Debe de ser amargante vivir con unos espasmos así.

Aterrizamos en el aeropuerto de Modlin, que es la pequeña ciudad adonde llegan los vuelos de Ryanair. Al bajar del avión hacía viento y frío: no mucho de lo uno ni de lo otro, pero yo llevaba la ropa “española” y el corto tramo a pie por la pista hasta entrar en la terminal se me hizo largo. Para llegar a Varsovia se tarda aún hora y media larga: primero hay que coger un autobús desde el aeropuerto al propio Modlin, y después un tren hasta la estación de Warszawa Wschodnia, que -como su nombre claramente indica- está al este de la capital, en el famoso distrito de Praga, sobre la margen derecha del Vístula. Aún desde ahí tuve que coger otro tren, éste de cercanías, para llegar al hotel donde había reservado habitación, situado en el distrito de Powisle, que -como su nombre claramente indica- está po Wisle, o sea junto al Vístula. Así que, entre unos transportes y otros, pasaban largas las seis de la tarde cuando me vi por fin en una cálida y cómoda habitación de hotel; aunque apenas me sobraba un poco de tiempo para descansar antes de ir a ver a Ania y Sandro -los dos únicos amigos que me quedan en esa ciudad-, a quienes había avisado de mi llegada. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 1: España

EL PLANTEAMIENTO

Unas notas sobre este viaje a Bielorrusia. Siempre que escribo este tipo de diarios me asalta la misma pregunta: mis viajes, ¿dónde empiezan? Éste en concreto, ¿dónde y cuándo? ¿Fue al cruzar la frontera entre Polonia y Bielorrusia, dado que este país era mi punto de destino? ¿O fue unos días antes, al tomar el avión de Madrid a Polonia? ¿O tal vez antes aún, cuando cogí el coche desde Azuaga a Madrid? Para determinar esta cuestión pueden aplicarse varios criterios: la llegada a destino, la salida de origen, alguna etapa intermedia, algún momento relevante del proceso, etc. En circunstancias normales, quizá lo suyo sería comenzar cuando aterrizo en Varsovia; pero dado que Polonia es -o más bien fue- mi patria chica y que me encuentro allí casi como en casa, a fuerza de familiaridad se me hace raro considerarme un viajero cuando paso por esas tierras. Hay, además, otro criterio que no he mencionado antes: fijar el inicio en el momento en que pongo el cerebro en “modo viaje”, y tal vez sea el más acertado de todos.

¿Y cuándo fue eso? Esta vez: en Azuaga, durante los preparativos. Así que por ahí empezaré.

La idea me rondaba por la cabeza desde hacía varios meses; en concreto, desde el verano anterior, cuando regresé, precisamente de Bielorrusia, con el pensamiento puesto en que no estaría mal volver por una temporada más larga; aunque cómo conseguir quedarse largo tiempo en los países continuadores del régimen soviético es una cuestión aún no bien resuelta, y bastante complicada. No sólo Rusia y Bielorrusia tienen desde hace décadas una política migratoria muy restrictiva, sino que las actuales “sanciones” impuestas por Occidente a los enemigos de Ucrania no han venido más que a complicar las cosas para los viajeros: sobre todo porque no hay vuelos directos entre aquéllos y la Unión Europea.

Mi idea original -vaga, como todas mis ideas- era visitar ambos países, obteniendo previamente sendos visados en Madrid. Pero si bien el bielorruso te lo preparan en apenas tres o cuatro días, el ruso no tarda menos de diez; y como no pueden solicitarse ambos a la vez (ya que hay que entregar el pasaporte), me tocaba demorar el comienzo de mi viaje en más de dos semanas; pero ya iba demasiado “retrasado” con respecto a mis pensamientos iniciales, que eran haber salido para principios de febrero. Además, había otro inconveniente: de cara a ajustar las fechas y optimizar los gastos del mejor modo, tenía que saber con certeza cuándo dispondría de los visados, para comprar el billete de avión con la mayor antelación posible; y puesto que la forma más económica y rápida de viajar al “mundo enemigo” es volar a Polonia y luego cruzar la frontera terrrestre con Bielorrusia, tenía que comprar el vuelo a Varsovia para uno o dos días antes de comenzar la validez del primer visado. Pero resultó que las tarifas más económicas que encontré eran para una semana después de empezar todos estos preparativos, y en fechas posteriores se encarecían bastante; de modo que, si quería ahorrarme un buen dinero y ponerme en marcha lo antes posible (uno de mis deseos era llegar antes de que se retirasen las nieves), no tenía tiempo de obtener el salvoconducto ruso; así que finalmente decidí obviarlo. En última instancia -me dije- quizá, con un poco de suerte, pueda conseguirlo después, sobre la marcha, tal vez en Bielorrusia. Sigue leyendo

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El “porno nuclear”

La mayoría de la gente medianamente informada está de acuerdo en que es el Gran Capital quien, básicamente, dirige el mundo. Con algunas excepciones, creo que podemos asumir esta idea como verdadera. Aquellos aún mejor informados pueden ir un poco más allá y señalar una serie de individuos o instituciones que ocupan la cúspide de la piramide: apellidos como Rockefeller, Rothschild, Du Pont, Bush, Morgan, o fondos de inversión como Black Rock, State Street y Vanguard, por nombrar sólo unos pocos, resultan muy familiares a los ciudadanos más al tanto de temas políticos y económicos. Estas familias y sus conglomerados poseen sabrosos paquetes de acciones -cuando no la totalidad- de las corporaciones más importantes del mundo en sectores clave como la energía, petroquímicas, medios de comunicación y audiovisuales, banca, industria armamentística, informática, farmacéuticas, fertilizantes, etc. De este modo, multinacionales como Exxon Mobile, Shell, Texaco, JP Morgan, Citigroup, Wells Fargo, BNP, Monsanto, Ratheon, Pfizer, Bayer, así como muchos otros bancos, compañías petroleras y todo tipo de empresas producen astronómicos dividendos a unas pocas docenas de sagas multibillonarias. Semejante riqueza les permite, a su vez, controlar -si no poseer directamente- las más importantes productoras de cine, redes sociales, plataformas de contenidos online, periódicos e incluso todo tipo de instituciones gubernamentales y no gubernamentales a lo largo y ancho del mundo, aunque sobre todo en Occidente: Neflix, Disney, la industria propagandística de Hollywood, Amazon, Microsoft, Facebook, Google, Yahoo, el New York Times, el Washingtong Post, el Wall Street Journal, la OMS, el foro de Davos y un largo etcétera. Con esas cantidades de dinero, poder e influencia, esas élites se hallan en posición de controlar el mundo, quizá con las salvedades de China, tal vez Rusia, y un puñado de países económica y políticamente irrelevantes. Sigue leyendo

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La colonización cultural

Lo que vengo a exponer en este artículo trae origen en una curiosidad, en una observación casual que hice cuando estuve visitando Georgia: al caminar por las calles de Tbilisi o de Kitaisi me di cuenta de que muchas mujeres no usaban sostén. Como acababa de estar en otros tres países europeos y en ninguno de ellos había advertido nada por el estilo, lo primero que pensé fue que quizá se trataba de una costumbre regional. Yo había llegado a Georgia sin tener la más remota idea del tipo de sociedad que me encontraría, y estaba por tanto mentalmente preparado para cualquier cosa; aunque debo confesar, por cierto, que al salir de allí cinco semanas más tarde no había hecho grandes progresos en ese sentido: dada la considerable diversidad étnica que hay en Georgia y la plétora de países cuyos turistas la visitan, se me hizo muy complicado distinguir entre nacionales y extranjeros. El surtido origen de las gentes del Cáucaso se mezcla en ese país con el batiburrillo de visitantes turcos, musulmanes, asiático-orientales, eslavos, judíos y europeos hasta el punto de que, si no fuera por el característico alfabeto georgiano presente en letreros, carteles y anuncios por todas partes, sería muy difícil saber en qué lugar del mundo encuentra uno.

(Como nota curiosa, hay sin embargo un fenotipo muy peculiar que se manifiesta en muchas georgianas; es un parecido de familia entre ellas, un algo en sus facciones -la nariz, los ojos, las orejas y la boca- que, una vez detectado, resulta signo inequívoco de su nacionalidad o, al menos, de un ascendiente común. Debe de haber habido, en algún momento de la historia de Georgia, un donjuán excepcionalmente exitoso, un vigoroso semental o un violador implacable que sembró sus genes en cientos de vientres de la población autóctona.)

El caso es que, algunos días después de haber observado esa peculiaridad en el vestir del sexo débil (o, más bien, en el no vestir), empecé a preguntarme si no sería una moda más que una costumbre; aunque, si tal era el caso, me extrañaba no haberlo observado antes en Occidente, que es donde surgen las tendencias que luego se exportan al resto del mundo. Desde luego, bien podía ser que lo de no llevar sujetador fuese una novedad con origen en Georgia, pero no sé por qué se me hacía a mí que salir a la calle sin sujetador no era el tipo de iniciativa con mucha probabilidad de aparecer en una pequeña sociedad ortodoxo-musulmana en el corazón del Cáucaso. Como explicación alternativa, cabía la posibilidad de que esa novedad hubiese nacido, en efecto, en las pasarelas de París o Nueva York pero que las féminas de Georgia la hubiesen adoptado antes incluso que el propio Occidente. Al fin y al cabo, este tipo de países periféricos son a veces los primeros que, en su afán por ser vistos como modernos, progresistas y liberales, aceptan con entusiasmo cualquier idea, por peregrina que sea, que salga de las factorías de ingeniería social del occidente colectivo. Y todos sabemos lo ansiosos que están los georgianos por ser considerados europeos. Sigue leyendo

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Los topónimos foráneos

A la hora de referirnos a nombres propios y topónimos foráneos nos encontramos con un par de dificultades lingüísticas, la traducción y la transliteración, que responden a dos facetas diferentes de una misma cuestión.

La transliteración tiene que ver con el aspecto fonético, y básicamente consiste en tratar de escribir con el alfabeto propio el nombre o topónimo del idioma original de modo que se lea lo más parecido posible. Así, por ejemplo, el nombre anglosajón John se transliteraría en español como “Yon”, New York sería “Niu York”, y el país donde nació Yakira Kurosawa, que en su idioma se escribe 日本, se escribiría “Nihon” en español.

Por su parte, la traducción tiene un enfoque más semántico, suponiendo que en el caso de nombres propios y topónimos pueda hablarse de significados. A menudo, más que de la traducción de un nombre estaríamos hablando de su equivalencia. Un nombre propio foráneo sólo puede “traducirse” cuando exista en el idioma objeto uno etimológicamente equivalente. Por ejemplo, el mencionado John inglés sería el Juan español, pues provienen de la misma raíz (probablemente de un mismo y único personaje histórico), mientras que el Reijo finlandés no tiene equivalencia alguna en nuestro idioma. Con los apellidos es algo diferente, pues aunque muchos sí tienen un significado concreto (Smith en inglés y Seppanen en finés significan lo mismo que Herrero), en la práctica nunca se traducen. El caso de los topónimos es, en cambio, bastante distinto, pues rara vez encontramos equivalentes etimológicos o semánticos en el idioma objeto. No hay, por ejemplo, ninguna palabra española que tenga nada que ver con London, y además este topónimo no representa concepto alguno más que el de la ciudad concreta a la que denomina. En cambio, el nombre autóctono de Japón, que como queda dicho es 日本 (nihon), sí que puede traducirse, y significa “origen del sol” (de aquí que a veces digamos “país del sol naciente” para referirnos a él.)

En lo que sigue, y para no extenderme demasiado, me centraré en los topónimos, que son el objeto de este artículo. Sigue leyendo

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El camelo del Green new deal

Como auténtico ecologista que me considero desde la adolescencia -es decir, cuatro décadas antes de empezar a interesarme la política-, no creo que mucha gente pueda darme lecciones sobre qué significa amar la naturaleza y respetar el planeta. Salvo mi pecadillo venial de juventud, que consistió en haber llevado durante un tiempo una chapita de “anti-nuclear” (la recuerdo muy bien: un sonriente y resplandeciente sol colorado sobre fondo amarillo, con la leyenda “¿Nuclear? No, gracias”), y que espero me sea perdonado -pues por entonces era aún más ingenuo y no sabía que, aunque peligrosa, la energía nuclear es una de las más limpias que ha desarrollado nuestra civilización-, el resto de mi vida he adoptado los hábitos más respetuosos con el medio ambiente compatibles con un decente bienestar personal. Además, habiendo estudiado una buena cantidad de química, física, termodinámica y meteorología, creo que tengo una idea bastante aceptable sobre qué es lo que contamina más o menos y qué contribuye al balance energético de la atmósfera lo bastante como para provocar su calientamiento general.

Mucho antes de que el movimiento “verde” adquiriese la popularidad de la que goza hoy en día, yo había desarrollado mi conciencia ecológica de modo espontáneo, motivado por mi propio romanticismo, afición por la naturaleza y una preferencia por la vida rural. De hecho, en mi temprana juventud era tan naíf que, durante muchos años, abrigué la idea de convertirme en un Jeremías Johnson redivivo… ¡Pobre diablo! Pero esa es otra historia. Lo que vengo a decir ahora es que cuando la Agenda verde irrumpió en nuestra realidad sociopolítica yo olí enseguida el engaño y empecé a despreciar a los que, sin serlo, se denominaban ambientalistas. Y no es que piense que el lema principal de dicha agenda sea falso: por razones puramente técnicas (que no desarrollaré aquí), resulta que el calentamiento global es un hecho medido e indisputado entre los científicos libres; y además tengo el convencimiento de que, en su mayor parte, trae causa en la humanidad; pero esto no quita para que la Agenda verde sea un camelo. ¿Por qué? Porque no aborda el problema principal y porque entraña insalvables contradicciones. Para no hacer este artículo excesivamente largo, mencionaré sólo tres de las deficiencias por donde asoma el engaño. Sigue leyendo

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