Bielorrusia. Cap. 6: Migración

MIGRACIÓN Y CIUDADANÍA

Me faltaba realizar la gestión más difícil: ir a una oficina de migración y preguntar si podía extender mi estancia en Bielorrusia, y -en caso afirmativo- cómo. Mi experiencia con los burócratas y determinados empleados de la esfera ex-soviética no data de antes de ayer. Mis largas estancias en Polonia y viajes por Rusia, Ucrania y Bielorrusia me han familiarizado con el tipo de trato que te deparan en oficinas administrativas y otros lugares como estaciones, correos, sanidad, etc., que eran servicios monopolizados por el estado en aquella esfera política: el personal no sólo no habla una palabra de inglés -y, aunque alguno lo conozca un poco, siempre se hacen los suecos- sino que además su actitud suele ser seca, impertinente e impaciente, cuando no abiertamente hostil. Pero si quería lograr mi propósito tenía que pasar ineludiblemente por ese mal trago.

Lo primero era identificar a qué oficina debía dirigirme. Aquí, al igual que en Rusia, se toman muy en serio el control de la ciudadanía. La libertad de movimiento y desplazamiento son conceptos que no acaban de cuajar en las mentes de sus gobernantes; y eso pese a que la Unión Soviética se disolvió hace más de treinta años y supuestamente los sistemas de los países resultantes de la fragmentación se han “occidentalizado”. Pero, no: esos estados continúan siendo unos control freaks (por usar esta útil expresión inglesa); quizá no sólo con el fin de controlar a la población, sino también porque hay cientos de miles de empleados públicos que viven de ese trabajo y el gobierno no sabría qué hacer con ellos si de repente decidiese dejar de vigilar a la gente. Es, además, una fuente no despreciable de ingresos para el tesoro, porque el ministerio del interior se harta a poner multas a cuenta de incumplimientos de la normativa sobre la residencia. Por ese motivo, en todas las ciudades hay como mínimo una subdelegación del servicio de ciudadanía y migración, y en las capitales regionales hay varias, una por cada distrito; y un ciudadano sólo puede acudir a la que le corresponda por el domicilio donde esté registrado. A esto del registro le dedicaré un capítulo aparte más adelante. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 5: Bancos

BANCOS

El resto de mis días en la ciudad lo empleé en hacer algunas gestiones, o al menos en intentarlo. Me habría gustado quedar con Ruslan, el simpático y amable bielorruso a quien, el verano anterior, había conocido por azar en Polonia y con quien luego quedé varias veces en Brest. Entonces me llevó a varios lugares en compañía de su adorable mujer y su hijo, y me ayudó a solucionar algunas cuestiones. Pero en esta ocasión no debía de apetecerle mucho porque, aunque me dijo que en cuanto se organizase un poco me llamaría, no llegó a hacerlo; y desde luego no soy yo persona para insistir ni mendigar un encuentro. Él se pierde mi compañía igual que yo me pierdo la suya.

Lo primero que quise hacer fue abrir una cuenta bancaria y sacarme una tarjeta de débito; no sólo para pagar con ella bienes y servicios sin tener que andar llevando míseros kopeks encima, sino también -lo admito abiertamente- para estudiar la posibilidad de sustraer parte de mis ahorros al férreo control económico y, lo que es peor aún, personal que ejercen los gobiernos europeos. Me enerva que no pueda uno hacer con sus dineros, que ya han pagado los debidos impuestos, lo que le dé la gana sin que alguna autoridad administrativa pretenda embargárselos o algún banco excesivamente ávido de ganancias ilícitas intente bloquearle las cuentas.

Con dicho fin, había estado varias horas mirando por internet algunos bancos bielorrusos para saber cómo y en qué condiciones podía abrir una cuenta, así como para comprobar cuáles tenían una versión en inglés de su web; detalle de gran importancia cuando no se conoce el ruso con la suficiente soltura. Sabía, por haberlo leído en una página muy completa (casi exhaustiva) dedicada a todo lo que tenga que ver con venir, visitar y quedarse en Bielorrusia, que tal cosa era factible para un extranjero aunque sea un mero turista. De ahí también saqué un listado de los bancos más sólidos; y con toda esa información me dirigí sucesivamente a varios de ellos, empezando por los que me parecieron más English friendly. Pero resultó que una cosa es el escaparate de la web y otra muy distinta la realidad de los empleados de banca. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 4: Mujeres

VALENTINA

Valentina me recuerda a Susana -la ucraniana que fue sirvienta en casa algunos años- en esa manera rápida de hacerlo todo y en esa franqueza brusca y algo cortante con que te dice las cosas. No es tanto que esté siempre pronta para la acción como que no sabe estarse quieta. Lo que en un principio parece solicitud y diligencia es más bien, creo yo, una cierta tendencia a imponer su voluntad: no te pregunta si tienes hambre, sino que te prepara la comida y luego te hace el reproche si no te la comes; si le comentas que estás considerando la posibilidad de buscar un profesor de ruso, inmediatamente le pregunta a Google y, antes de que puedas decir “Amén, Jesús”, ya te ha concertado una cita, y no hay manera de hacerla entender que sólo estabas pensando en voz alta. Y si se le antoja pedirte que bailes con ella, te insistirá hasta hacerte sentir culpable. Limpia rápido, cocina rápido, compra rápido, decide rápido, pero ninguna de estas cosas la hace especialmente bien. Lo que piensa te lo dice a la cara aunque no hayas dado muestra alguna de querer saberlo o no venga al caso. No es que tenga mal fondo: simplemente… es ucraniana. Así me lo eplicó, de hecho, Tatiana en una ocasión: “Es que ella es ucraniana, Pablo, y los ucranianos son así.” No sé si Tatiana está o no en lo cierto, pero seguramente no le faltan razones para pensarlo, ya que en Brest, por su proximidad a Ucrania, hay mucha gente de este país; y mi propia experiencia, aunque escasa, no desmiente la opinión de Tatiana.

De todas formas, el encuentro con estas dos viudas el primer día de mi estancia fue un buen comienzo. No sólo estuve entretenido durante unas horas sino que obtuve interesante información y ofrecimientos de ayuda que, lamentablemente, luego no pasaron a obras. Cuando me levanté para irme, la botella de champán se había quedado sin abrir, ya que Valentina no bebe alcohol, a Tatiana -para quien sobre todo la compré- no le apetecía y yo ya me había tomado una mezcla de todos los demás licores que había sobre la mesa. No sé por qué, la idea de esa botella me acompañó durante mi viaje de vuelta en el trolebús, y aun ahora que escribo me he acordado de ella. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 3: Brest

BREST

Con más de trescientos mil habitantes, Brest es la capital del oblast (condado o región administrativa) al que da nombre, uno de los seis en los Bielorrusia se subdivide. Situada junto a la frontera con Polonia, esta ciudad -como la mayoría de ellas por este lado del mundo- es muy amplia y espaciosa: Rusia, Ucrania y Bielorrusia son países con baja densidad de población, donde el terreno es barato; de modo que las avenidas son anchas, con abundancia de plazas, parques y espacios públicos, edificios en general bajos, de tres o cuatro plantas, rara vez más de seis salvo en las urbanizaciones de los ensanches, y aun ahí la distancia entre unos bloques y otros suele ser grande, con árboles o zonas ajardinadas entre medias y generalmente sin vallados ni obstáculos al paso (lo cual resulta extremadamente conveniente para los viandantes a la hora de hacer atajos). Aquí no existen nuestras impenetrables manzanas de bloques adosados uno a otro sin solución de continuidad. La inmensa mayoría de los edificios no comparten una medianera con otro. No es raro, por otra parte, encontrar en el mismo centro de estos núcleos urbanos algún que otro barrio entero de casas unifamiliares, con frecuencia de madera, cada una en mitad de su parcela o pequeña huertecilla (al estilo Galicia), y en el que las calles son a veces de tierra, sin asfaltar: tales barrios son el testimonio vivo del origen rural de la localidad, las zonas a las que la presión especuladora -por aquí mucho menor que por Occidente- no ha llegado, y que se mantienen tal como eran hace cien años.

Brest, además, al servir en cierto modo -por su ubicación- de escaparate de Bielorrusia hacia Europa, está muy limpia y cuidada; sobre todo en el centro: calles y aceras bien pavimentadas, autobuses y trolebuses relativamente nuevos, parques y jardines arreglados con esmero, edificios bien mantenidos, modernos servicios públicos, etc. Además, hay abundancia de bares, cafés, restaurantes y hoteles. Nada que ver con lo que yo me había imginado siempre acerca de este país, hasta que lo conocí.

Lo primero que hice, una vez que me hube acomodado en el hotel, fue conseguirme una línea para el móvil. Como en casi cualquier otro lugar del mundo, aquí las telecomunicaciones han ocupado un puesto esencial en la vida cotidiana, y ya no se puede ir por ahí sin una conexión a internet. El trámite me llevó apenas diez minutos porque ya lo conocía de la vez anterior: diez euros por una SIM con llamadas y datos ilimitados por treinta días. Hay tarifas más baratas, pero están restringidas a los residentes. Y lo segundo que hice fue cambiar dinero. Me quedaban algunos rublos de mi anterior estancia, pero eran apenas suficientes para los gastos de un día, así que me acerqué a un banco que ya tenía identificado como el que ofrecía mejor cambio y vendí mil euros. En Bielorrusia, como a continuación explicaré, el dólar y el euro circulan tanto como la moneda nacional, si no más, y los tipos de cambio tienen unos márgenes mínimos. De hecho, es el mejor país (quizá junto con Rusia) para cambiar directamente entre euros y dólares, porque los bancos ofrecen esa posibilidad sin tener que pasar por el rublo. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 2: Polonia

VARSOVIA

Mi avión salía a las diez y media de la mañana, así que puse el despertador a las ocho y media. Por suerte, los vuelos de Ryanair salen de la termial T1, a la que desde casa se llega con bastante rapidez; y además no tuve problemas ni demoras al pasar seguridad, de manera que a las nueve y media estaba ya en la puerta de embarque. Lástima de tiempo robado al sueño en balde, porque luego el vuelo se retrasó algo más de una hora.

El viaje en avión transcurrió sin novedad y, cosa rara, sin molestias de niños berreando, o del pasajero de detrás zarandeando el respaldo. En la fila de al lado mío había una jovencita que tenía un tic nervioso terrible, que imagino debía de hacerle la vida imposible: no paró de estirar el cuello y hacer movimientos raros con hombros, brazos y manos en todo el viaje. Y cuando escribo “no paró” debe entenderse literalmente: ni dos segundos pudo estarse quieta, la pobre. Debe de ser amargante vivir con unos espasmos así.

Aterrizamos en el aeropuerto de Modlin, que es la pequeña ciudad adonde llegan los vuelos de Ryanair. Al bajar del avión hacía viento y frío: no mucho de lo uno ni de lo otro, pero yo llevaba la ropa “española” y el corto tramo a pie por la pista hasta entrar en la terminal se me hizo largo. Para llegar a Varsovia se tarda aún hora y media larga: primero hay que coger un autobús desde el aeropuerto al propio Modlin, y después un tren hasta la estación de Warszawa Wschodnia, que -como su nombre claramente indica- está al este de la capital, en el famoso distrito de Praga, sobre la margen derecha del Vístula. Aún desde ahí tuve que coger otro tren, éste de cercanías, para llegar al hotel donde había reservado habitación, situado en el distrito de Powisle, que -como su nombre claramente indica- está po Wisle, o sea junto al Vístula. Así que, entre unos transportes y otros, pasaban largas las seis de la tarde cuando me vi por fin en una cálida y cómoda habitación de hotel; aunque apenas me sobraba un poco de tiempo para descansar antes de ir a ver a Ania y Sandro -los dos únicos amigos que me quedan en esa ciudad-, a quienes había avisado de mi llegada. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 1: España

EL PLANTEAMIENTO

Unas notas sobre este viaje a Bielorrusia. Siempre que escribo este tipo de diarios me asalta la misma pregunta: mis viajes, ¿dónde empiezan? Éste en concreto, ¿dónde y cuándo? ¿Fue al cruzar la frontera entre Polonia y Bielorrusia, dado que este país era mi punto de destino? ¿O fue unos días antes, al tomar el avión de Madrid a Polonia? ¿O tal vez antes aún, cuando cogí el coche desde Azuaga a Madrid? Para determinar esta cuestión pueden aplicarse varios criterios: la llegada a destino, la salida de origen, alguna etapa intermedia, algún momento relevante del proceso, etc. En circunstancias normales, quizá lo suyo sería comenzar cuando aterrizo en Varsovia; pero dado que Polonia es -o más bien fue- mi patria chica y que me encuentro allí casi como en casa, a fuerza de familiaridad se me hace raro considerarme un viajero cuando paso por esas tierras. Hay, además, otro criterio que no he mencionado antes: fijar el inicio en el momento en que pongo el cerebro en “modo viaje”, y tal vez sea el más acertado de todos.

¿Y cuándo fue eso? Esta vez: en Azuaga, durante los preparativos. Así que por ahí empezaré.

La idea me rondaba por la cabeza desde hacía varios meses; en concreto, desde el verano anterior, cuando regresé, precisamente de Bielorrusia, con el pensamiento puesto en que no estaría mal volver por una temporada más larga; aunque cómo conseguir quedarse largo tiempo en los países continuadores del régimen soviético es una cuestión aún no bien resuelta, y bastante complicada. No sólo Rusia y Bielorrusia tienen desde hace décadas una política migratoria muy restrictiva, sino que las actuales “sanciones” impuestas por Occidente a los enemigos de Ucrania no han venido más que a complicar las cosas para los viajeros: sobre todo porque no hay vuelos directos entre aquéllos y la Unión Europea.

Mi idea original -vaga, como todas mis ideas- era visitar ambos países, obteniendo previamente sendos visados en Madrid. Pero si bien el bielorruso te lo preparan en apenas tres o cuatro días, el ruso no tarda menos de diez; y como no pueden solicitarse ambos a la vez (ya que hay que entregar el pasaporte), me tocaba demorar el comienzo de mi viaje en más de dos semanas; pero ya iba demasiado “retrasado” con respecto a mis pensamientos iniciales, que eran haber salido para principios de febrero. Además, había otro inconveniente: de cara a ajustar las fechas y optimizar los gastos del mejor modo, tenía que saber con certeza cuándo dispondría de los visados, para comprar el billete de avión con la mayor antelación posible; y puesto que la forma más económica y rápida de viajar al “mundo enemigo” es volar a Polonia y luego cruzar la frontera terrrestre con Bielorrusia, tenía que comprar el vuelo a Varsovia para uno o dos días antes de comenzar la validez del primer visado. Pero resultó que las tarifas más económicas que encontré eran para una semana después de empezar todos estos preparativos, y en fechas posteriores se encarecían bastante; de modo que, si quería ahorrarme un buen dinero y ponerme en marcha lo antes posible (uno de mis deseos era llegar antes de que se retirasen las nieves), no tenía tiempo de obtener el salvoconducto ruso; así que finalmente decidí obviarlo. En última instancia -me dije- quizá, con un poco de suerte, pueda conseguirlo después, sobre la marcha, tal vez en Bielorrusia. Sigue leyendo

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El “porno nuclear”

La mayoría de la gente medianamente informada está de acuerdo en que es el Gran Capital quien, básicamente, dirige el mundo. Con algunas excepciones, creo que podemos asumir esta idea como verdadera. Aquellos aún mejor informados pueden ir un poco más allá y señalar una serie de individuos o instituciones que ocupan la cúspide de la piramide: apellidos como Rockefeller, Rothschild, Du Pont, Bush, Morgan, o fondos de inversión como Black Rock, State Street y Vanguard, por nombrar sólo unos pocos, resultan muy familiares a los ciudadanos más al tanto de temas políticos y económicos. Estas familias y sus conglomerados poseen sabrosos paquetes de acciones -cuando no la totalidad- de las corporaciones más importantes del mundo en sectores clave como la energía, petroquímicas, medios de comunicación y audiovisuales, banca, industria armamentística, informática, farmacéuticas, fertilizantes, etc. De este modo, multinacionales como Exxon Mobile, Shell, Texaco, JP Morgan, Citigroup, Wells Fargo, BNP, Monsanto, Ratheon, Pfizer, Bayer, así como muchos otros bancos, compañías petroleras y todo tipo de empresas producen astronómicos dividendos a unas pocas docenas de sagas multibillonarias. Semejante riqueza les permite, a su vez, controlar -si no poseer directamente- las más importantes productoras de cine, redes sociales, plataformas de contenidos online, periódicos e incluso todo tipo de instituciones gubernamentales y no gubernamentales a lo largo y ancho del mundo, aunque sobre todo en Occidente: Neflix, Disney, la industria propagandística de Hollywood, Amazon, Microsoft, Facebook, Google, Yahoo, el New York Times, el Washingtong Post, el Wall Street Journal, la OMS, el foro de Davos y un largo etcétera. Con esas cantidades de dinero, poder e influencia, esas élites se hallan en posición de controlar el mundo, quizá con las salvedades de China, tal vez Rusia, y un puñado de países económica y políticamente irrelevantes. Sigue leyendo

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La colonización cultural

Lo que vengo a exponer en este artículo trae origen en una curiosidad, en una observación casual que hice cuando estuve visitando Georgia: al caminar por las calles de Tbilisi o de Kitaisi me di cuenta de que muchas mujeres no usaban sostén. Como acababa de estar en otros tres países europeos y en ninguno de ellos había advertido nada por el estilo, lo primero que pensé fue que quizá se trataba de una costumbre regional. Yo había llegado a Georgia sin tener la más remota idea del tipo de sociedad que me encontraría, y estaba por tanto mentalmente preparado para cualquier cosa; aunque debo confesar, por cierto, que al salir de allí cinco semanas más tarde no había hecho grandes progresos en ese sentido: dada la considerable diversidad étnica que hay en Georgia y la plétora de países cuyos turistas la visitan, se me hizo muy complicado distinguir entre nacionales y extranjeros. El surtido origen de las gentes del Cáucaso se mezcla en ese país con el batiburrillo de visitantes turcos, musulmanes, asiático-orientales, eslavos, judíos y europeos hasta el punto de que, si no fuera por el característico alfabeto georgiano presente en letreros, carteles y anuncios por todas partes, sería muy difícil saber en qué lugar del mundo encuentra uno.

(Como nota curiosa, hay sin embargo un fenotipo muy peculiar que se manifiesta en muchas georgianas; es un parecido de familia entre ellas, un algo en sus facciones -la nariz, los ojos, las orejas y la boca- que, una vez detectado, resulta signo inequívoco de su nacionalidad o, al menos, de un ascendiente común. Debe de haber habido, en algún momento de la historia de Georgia, un donjuán excepcionalmente exitoso, un vigoroso semental o un violador implacable que sembró sus genes en cientos de vientres de la población autóctona.)

El caso es que, algunos días después de haber observado esa peculiaridad en el vestir del sexo débil (o, más bien, en el no vestir), empecé a preguntarme si no sería una moda más que una costumbre; aunque, si tal era el caso, me extrañaba no haberlo observado antes en Occidente, que es donde surgen las tendencias que luego se exportan al resto del mundo. Desde luego, bien podía ser que lo de no llevar sujetador fuese una novedad con origen en Georgia, pero no sé por qué se me hacía a mí que salir a la calle sin sujetador no era el tipo de iniciativa con mucha probabilidad de aparecer en una pequeña sociedad ortodoxo-musulmana en el corazón del Cáucaso. Como explicación alternativa, cabía la posibilidad de que esa novedad hubiese nacido, en efecto, en las pasarelas de París o Nueva York pero que las féminas de Georgia la hubiesen adoptado antes incluso que el propio Occidente. Al fin y al cabo, este tipo de países periféricos son a veces los primeros que, en su afán por ser vistos como modernos, progresistas y liberales, aceptan con entusiasmo cualquier idea, por peregrina que sea, que salga de las factorías de ingeniería social del occidente colectivo. Y todos sabemos lo ansiosos que están los georgianos por ser considerados europeos. Sigue leyendo

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