De algún modo intuitivo, me da la sensación de que soy capaz de comprender y profundizar, quizá algo mejor que otros, en la personalidad y la psicología de mi tocayo Pablo Iglesias, porque en algunos aspectos del carácter me siento bastante reflejado en él: al verlo y escucharlo, identifico algunos rasgos que comparte conmigo y algunas pautas de conducta que también me son propias. Siento como si estuviera mirándome en un espejo, y es desde ahí que tal vez puedo leer en él con mejor acierto.
Uno de esos rasgos es nuestra común debilidad por los retos que ofrece la dialéctica. ¿A quién no le ha ocurrido que, llevado de un impulso, al calor de un debate o por mera ligereza de pensamiento, ha hecho cierta afirmación que luego el orgullo le ha obligado a tener que mantener contra toda lógica o razón? Pues hay algunas personas -entre las que nos contamos mi tocayo y yo- que hacemos esto mismo no ya de modo ocasional o accidental, sino por mera diversión, por el instinto de lucha y rivalidad, por mor del desafío dialéctico que supone, por deporte, como ejercicio de la mente para evaluar nuestra propia capacidad y alcance. Hacer eficazmente de abogado del diablo, conseguir que los demás comulguen con ruedas de molino, tiene una gran retribución para la autoestima. Es excitante ver a nuestro oponente trastabillar y caer, o quedarse indefenso, frente a audaces afirmaciones que -por lo demás- desafían la coherencia y las rigurosas (aunque siempre escurridizas) leyes del razonamiento; verlo morder el anzuelo de un falso silogismo sin que, incapaz de darse cuenta de la trampa deductiva, acierte a refutar determinado argumento. Como un combate de boxeo en que uno de los púgiles fuera inducido a pelear bona fide contra la imagen proyectada del otro sobre una pantalla, pasaría de ser combate a burla, divertído espectáculo circense.
Y así somos Pablito y yo, salvo que Iglesias es el doble de listo, el doble de sexy, el doble de hedonista y la mitad de inseguro… aunque inseguro al fin y al cabo; ¿quién no lo es? En su admirable audacia, no hay afirmación con la que no se atreva, al tiempo que no hay oponente capaz de derrotarlo en el campo dialéctico; pero eso no quiere decir que se crea las cosas que dice. Más bien, estoy seguro de que es al contrario. Él no querría ser proletario en una Venezuela, ni un ciudadano del comunismo, ni pagar todos los impuestos que le corresponden, ni que lo persiguieran por las ideas que propugna (distintas de las que en realidad profesa), ni apoya a los terroristas, ni quiere para sí un sistema económico como el que aclama; pero… mientras vaya colando, se divierte. Su ludopatía le puede; le ha cogido el gustillo al juego de la oratoria y no hay más que ver la sonrisa traviesa -y un sí es no es zumbona- con la que pontifica, ofrece argumentos, perdona vidas, reparte mercedes o impone castigos, y en general sienta cátedra. Se ríe porque, para él, ¡esto es un pasatiempo! Ese brillo guasón en su mirada, esa lucecita en el fondo de sus ojos cada vez que propone un nuevo disparate ideológico, un nuevo desafío al sentido común o a los valores más asentados de la sociedad, delatan al humorista que es Iglesias; al menos para quienes creemos saber leer el trasfondo de su personalidad. Ese humor tan suyo (al que ya empezamos a acostumbrarnos) parece estar diciéndole por dentro: “je, je, esto ya sí que no hay Dios que se lo crea, pero, ¡joder, es que cuela! Soy un hacha.” Y en efecto, dígase con toda honestidad, es un hacha, o mejor dicho una hoz que cosecha y colecciona más victorias dialécticas que quizá ningún otro político español de las últimas décadas, y también un martillo que machaca con su risa un poco a todo el mundo, un bastante a los demás políticos y un mucho a los periodistas (bien merecido se lo tienen algunos), mientras casi sin proponérselo conduce a España -aunque eso es lo de menos- hacia un destino que ni él mismo desea; pero ¿quién es capaz de resistirse a culminar la broma siniestra?
Acabe esto como acabe, durante el resto de su vida se descojonará recordando cómo se puso por montera a toda una nación; y eso bien valdrá haber sacrificado, si llega el caso, el bienestar de un pueblo como el nuestro.