Juan de Garay, conquistador y colonizador, tercer adelantado del Río de la Plata, explorador del río Paraná y fundador de Santa Fe y Buenos Aires, nació en Orduña en el año de Nuestro Señor de 1528. Pero, antes de esta efeméride, la ciudad habría de conocer una de las historias más inacabables de pleitos y batallas librados por su tenencia.
Así dije al concluir la primera parte de este capítulo motero dedicado a Orduña y, al parecer, así fue. Con mi chuleta de historia en la mano, aparco a Rosaura en una sombra y me dedico a intentar evocar los momentos de un pasado muy remoto.
Orduña aparece mencionada por primera vez en las Crónicas de Alfonso III, como villa existente ya en el s. VIII. Se dice de ella que estuvo siempre poseída por sus propios habitantes, y que pudo haber tenido un origen altomedieval, quizá a partir de cristianos que huían de la invasión musulmana. De ser esto cierto, estaríamos ante una fundación eminentemente castellana, de modo que sólo muy tangencialmente estaría Orduña ligada a Navarra, por no mencionar a un País Vasco que, en estricto rigor, jamás ha existido (mal que les pese a muchos de sus ciudadanos contemporáneos). Sus primeras murallas eran tan gruesas que podían pasar dos carros de par en par.
Al traspasar el umbral de piedra de esta muralla, si se cierran los ojos y se orientan bien los sentidos, por un momento puede participarse de las sensaciones que tendrían sus primeros pobladores; puede incluso escucharse, con un poco de fantasía, el ajetreo de la villa: martillos machacando sobre los yunques de las herrerías, el rebuzno de las acémilas, el cacareo de las gallinas, el rodar metálico de los carros sobre el empedrado, hortelanos voceando sus mercancías en la plaza…
Pese a origen tan antiguo y -al parecer- autónomo, varios siglos tras su fundación Orduña habría de perder para siempre (hasta hace bien poco) su independencia, cuando en 1218 el rey Fernando III le concedió al Señor de Vizcaya, Lope Díaz II de Haro, la tenencia sobre la villa. La familia Haro, que no era pródiga en nombres, bautizaba a sus descendientes con el apellido de su padre y, para mayor confusión de la posteridad, los apellidaba con su nombre, creando una línea sucesoria digna de un sainete. Así, a la muerte de Lope Díaz pasó Orduña a su hijo, Diego López III de Haro, quien en 1229 le confirió el mismo fuero de Vitoria y quien, al llegar Alfonso X al trono, se desnaturó de la Corona y pasó a servir al rey de Navarra; y, queriendo a la fuerza conservar la ciudad que de gracia se le otorgara a su padre, las tropas castellanas hubieron de sofocar el levantamiento.
Más tarde, a mediados del s. XIII, el propio Alfonso X concede a Orduña privilegio para una ampliación de seis nuevas calles, le otorga un fuero real distinto del señorial y le da el monopolio sobre el tráfico mercantil de la zona, recogiendo así y promoviendo el auge comercial y el crecimiento demográfico de la villa.
Pero aún no se veía acabar el siglo cuando los Señores de Vizcaya (a la sazón Lope Díaz III de Haro, que no debe confundirse con Diego López III, su padre) vuelven a la carga exponiendo al rey castellano sus quejas, quien responde que “e lo que decides que Orduña debe ser vuestra e que la dio el rey Fernando en donación a Don Lope e a Doña Urraca vuestros agüelos, verdad es; mas vos guerreastes desde ella e desde alli fecistes mucho mal en la tierra, e fuero es de Castilla que si de la donación que el rey da le facen guerra e mal en la tierra, que la pueda tomar con fuerza e con derecho”, negándole así el señorío que reclamaba Lope Díaz III, quien no obstante, a la muerte del rey, busca el apoyo de Sancho IV (que andaba pleiteando la Corona contra sus sobrinos) y afianza su poder en los dominios de Orduña, concediéndole carta de “amayorazgamiento de Vizcaya”.
Desde luego, no habían de quedar así las cosas: fallecido este Lope Díaz, vuelve Orduña a manos reales y, para reafirmar dicha posesión y congraciarse con sus habitantes, Sancho IV le concede una feria anual de 15 días. Por ese tiempo también se construye otra muralla, quedando parte de la primera integrada en la iglesia-fortaleza de Santa María. Y es imponente recorrer el perímetro de ésta, y mirar hacia arriba a sus altos contrafuertes, a su guerrero paseo de ronda, a sus exiguas ventanas y a sus recios muros de aspecto impenetrable.
Los vaivenes guerreros de Orduña no han hecho más que empezar. Aprovechando la minoría de Fernando IV, un nuevo De Haro entra en escena: Diego López V, hermano del fallecido Lope Díaz III, que confirma el mayorazgo de los Señores de Vizcaya sobre Orduña; mas, al morir él y acabar su descendencia, de nuevo la villa se separa de Vizcaya y vuelve a la Corona, ya por cuarta vez; si bien que por breve tiempo en esta ocasión, pues en la lucha dinástica entre Pedro I y Enrique de Trastámara, éste la entrega a su hermano Tello, el Señor de Vizcaya de turno. Y aunque, muerto que hubo Tello en 1370, el propio Señorío de Vizcaya queda incorporado a la Corona en Juan I de Castilla, posteriormente Enrique IV confirma los privilegios de Orduña, la restituye a los Ayala (nuevos Señores de Vizcaya) y la exime de pagar alcabala a la merindad de Castilla, para finalmente otorgarle, en 1467, el título de ciudad, con lo que se convierte Orduña en la única población de Vizcaya que lo ostenta.
De modo que aquí tenemos otra vez a la ambiciosa casa de Ayala, a la que ya hemos visto señoreando villas en otros capítulos de esta serie. Primero le había pleiteado a Orduña algunas de sus aldeas, obteniendo el dictamen favorable de la Chancillería de Valladolid, y más tarde el mariscal García de Ayala obtiene de Enrique IV el oficio de Justicia de Orduña; nombramiento que sería revocado por los Reyes Católicos en 1476, no sin violencia, pues el de Ayala se negó y hubo de ser repelido. Cuatro años después, entre otras varias provisiones a su favor, los mismos reyes confirman a Orduña el privilegio de no poder ser apartada ni enajenada de la corona real, revocan cualquier merced que de ella o de sus términos se hubiese hecho a los Ayala y aseguran su defensa y la de sus aldeas frente al mariscal y su hijo, que continuaban con la alcaidía del castillo; y a éstos, si bien les otorgan perdón por los alborotos ocurridos al intentar apoderarse de Orduña, les exigen pagarle una elevada suma “por los males que recibió dellos”.
Mientras tanto, durante estos cambios entre el realengo, el mayorazgo y el señorío, Orduña había experimentado una segunda ampliación gracias a la coyuntura comercial derivada del aumento de la contratación mercantil entre Castilla y el Cantábrico, y nuevamente se amplió la muralla, abarcando la plaza del mercado; pero, cuando parecía que las batallas por su tenencia quedaban atrás y la prosperidad económica se asentaba sin alborotos, en 1535 parte de la ciudad fue destruida por un incendio, descendiendo así su importancia económica. Especial mención merece el edificio de la Aduana, notable por su arquitectura, solidez y situación; construido en 1793 costó tres millones de reales.
Como puede verse, el pasado navarro o vascuence de Orduña es poco menos que nulo. Su vasconización reciente sólo obedece a intereses políticos (que son, en última instancia, económicos). Pero, lo que es más importante aún, puede comprenderse el absurdo de mantener en nuestros días la vigencia de unos fueros cuyo objeto ha desaparecido hace siglos: se decretaron con el fin de estimular la repoblación de ciertas regiones; una vez lograda ésta, los fueros pierden sentido; mantenerlos artificialmente hoy en día implica un agravio comparativo para el resto de la nación española.
Y si has aguantado hasta aquí, lector, siguiéndome por los meandros de la historia de Orduña, sus iteradas y confusas etapas, los incesantes cambios en su posesión, etc., seguro que te gustará si te guío ahora por algunos de sus evocadores rincones y, sobre todo, por sus alrededores, más que nada si eres un motero aficionado a las curvas y los paisajes; y es que Orduña goza de una ubicación paisajística privilegiada, en mitad de un amplio valle feraz y hermoso, como lo describió Madoz, entre altas y escarpadas montañas de belleza natural singular.
Callejeando por la ciudad podemos encontrarnos con este rincón que parece anclado en el pretérito, este enorme caserón medio destartalado que acaso fue un molino, por su ubicación junto a un riachuelo, o una casa de posta, y que ahora parece deshabitado; o quizá lo esté sólo por fantasmas del tiempo de nuestros bisabuelos.
Estas ventanas son un ejemplo de la arquitectura adusta y práctica de hace dos siglos, cuando se vivía al aire libre y cuando la luz en los interiores era más un estorbo que una ventaja: las alcobas eran tan sólo para dormir, o para folgar, y la luz no se hacía necesaria.
He aquí un detalle que me llena de nostalgia: un colegio de la Compañía de María, como al que iban mis hermanas cuando eran muy niñas, cuando el tiempo aún no existía y los cielos brillaban siempre luminosos y un poco blanquecinos, con esa claridad especial de las ciudades del sur, que me hacía siempre tener los párpados medio entornados.
Y ya fuera de la ciudad, siguiendo hacia el sur por la misma carretera por la que entramos, enseguida se enfilan las empinadas cuestas con sus curvas de horquilla que trepan y trepan por la ladera casi vertical de Sierra Salvada hasta llegar, en su cima, a lo que ya es Burgos. Desde arriba se contempla la vista más magnífica de todas: el hermoso y feraz valle oval del Nervión donde Orduña puso su cuna, tesoro ambiciado por reyes y señores, protegido, templado y fértil, donde se hacen esos chacolís que podrían sobrepujar a los de Francia…
¿Y qué me queda ya? Os he acompañado por lo mejor de Orduña: sus carreteras, sus paisajes, su historia, sus calles. Ahora sólo me resta despedirme como siempre en mis escapadas moteras por Vasconia: con unos buenos pinchitos, ganadores de algún concurso, regados con un buen chacolí.
¡Hasta la próxima, amigos!