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Desde luego, la ciudad de Orduña no necesitaba este capítulo en mi serie Vasconia en dos ruedas para ser conocida por el lector, pues tanto su belleza y diversidad paisajística como su historia, e incluso su clima, ocupan por derecho propio lugares preeminentes en esta región de España. Pero, a su vez, tampoco estaría completo un diario viajero sobre las Vascongadas que no contase con la ruta de Orduña.
En efecto, y usando las siempre interesantes palabras del Madoz, escritas allá por 1840: a siete leguas de Bilbao y seis de Vitoria, Orduña es la única ciudad de Vizcaya. Se sitúa en la vertiente llana de la Peña, donde se extiende una llanura de 3/4 de legua de ancha y 5/4 de larga, hermosa, feraz y de bello aspecto; el clima es templado y muy sano, y las enfermedades más comunes, reúmas y catarros[…] Entre otros, se produce vino chacolí que podría sobrepujar al de Burdeos, si fuese mejor su elaboración. Yo no sé cómo sería por entonces el chacolí de Orduña, pero muy bueno ha de ser hoy en día el de Burdeos para no ser sobrepujado por el nuestro; y es que, como mi pequeña excursión me ha permitido comprobar, la ciudad fermenta unos mostos de excelente paladar. Como ya sabrán quienes me leen con asiduidad (si es que alguien lo hace), el vino forma siempre parte esencial de mis salidas moteras… hasta donde me permite el Código de la circulación.
Pero arranquemos de una vez, pues estamos a punto de comenzar una de las jornadas de moto más bonitas que puedan hacerse por Vasconia: tanto la carretera hasta llegar a Orduña, como la ciudad y sus alrededores, no tienen desperdicio. Saliendo desde Vitoria por la N-622, la idea es abandonar la autovía de doble carril a la altura de Izarra para coger aquí la bucólica carretera local A-2521, donde comienza la verdadera ruta a través de estimulantes parajes naturales. Preparaos también para un viaje con muchas curvas.
Al poco de entrar por la A-2521 paso por una umbría y húmeda floresta de fagáceas y helechos que invita a adentrarse en busca de trasgos y leyendas. Alguien, en aquellos tiempos en que las cosas se hacían para perdurar, jalonó la carretera con postes kilométricos de valor artesanal, como el de esta foto. Un poco más adelante, saliendo de la fresca arboleda, entre fértiles praderas, hay varios caseríos que motean de color teja el verdor de la pequeña y soleada cuenca donde se asientan. Me paro en uno cualquiera de ellos, creo que es Goluri, donde dejo la moto aparcada y doy un paseo para tomar unas fotos. Detrás de la iglesia, los paisanos han hecho construir un bonito bolategui, a lo largo de cuyo costado apilan la leña que los calentará durante sus partidas y reuniones en los meses de invierno.
Un kilómetro más adelante, la añeja torre de una solitaria ermita al borde del camino, descollando entre las copas de los árboles, me hace parar de nuevo. Desde mi juventud, el recogimiento de las ermitas siempre ha despertado mis emociones, y no es sino con cierta reverencia que me aproximo a ellas o las contemplo. Esta de Goluri tiene en su lado norte un pequeño cementerio con las huesas, es de suponer, de quienes fueron vecinos del valle, trabajaron su tierra y talaron sus bosques. Requiescant in pace.
Pero no son caseríos o ermitas las únicas joyas que encuentra el viajero que se encamina a Orduña, sino también soberbios paisajes que, surgiendo tras un recodo, nos hacen contener la respiración. Así, salvando la última recta que corta como un cuchillo aquellas praderas, al volver una curva aparecen de repente las impresionantes murallas rocosas del valle donde nace el Nervión, y en cuya cama se yergue la ciudad objeto de nuestra visita. Por la cuerda de las montañas discurre la linde que separa Vizcaya de Burgos.
Se pierden en lontananza los agudos cortes en la roca que, hace millones de años, produjo el hielo, conformando lo que hoy es la cuenca alta del Nervión.
Y es hora de divertirse un poco con la moto: a partir de aquí se inicia el descenso por las enlazadas curvas de horquilla que llevan hasta la cama del valle, rematando en la armoniosa recta final, flanqueada por árboles, que desemboca en Orduña.
La primera vista de la ciudad nos ofrece el robusto y guerrero perfil de la iglesia-fortaleza de Santa María, que una vez formó parte de las murallas que defendían a Orduña de sus enemigos a lo largo de toda una historia de luchas y batallas.