Os presento a los votantes vagina (por Brendan O’Neill)

(Leyendo la prensa online estadounidense me he encontrado en reason.com este curioso artículo de Brendan O’Neill, que bien puede –haciendo abstracción de los personajes implicados– trasladarse a la España de los últimos lustros. Me he limitado aquí a traducirlo.)

“Pienso votar con la vagina”.

¿Habéis escuchado alguna vez una frase más vergonzante? Apareció en la revista Dame, escrita por alguien que tiene una vagina y que va a votar a [Hillary] Clinton porque tambén tiene una. Pero –dejando a un lado la desafortunada imagen que evoca (¿se puede sostener un lápiz con una de ésas?)– el principal problema de este tipo de desvergonzadas declaraciones es que confirman el descenso del feminismo al albañal de la política identitaria, incluso del biologismo, y su abandono del principio que pide valorar a las mujeres por su mente y no por su anatomía.

Kate Harding, la votante vagina en cuestión, no sólo piensa votar con la suya, sino que va a decírselo a todo el mundo. “Pienso votar con mi vagina. Sin tapujos. Con entusiasmo… Y pienso hablar del tema,” escribió en Dame. Cree que Hillary sería una gran presidenta porque “sabe lo que es menstruar, estar preñada y dar a luz.”

¿De modo que vas a elegir a tu líder basándote en sus funciones biológicas, en el hecho de que tiene las mismas experiencias corporales que tú? Imaginad si un hombre hiciera eso. “Voy a votar por Ted Cruz porque sabe lo que es eyacular, y lo que duele una patada en las pelotas.” Opinaríamos, desde luego, que es patético. ¿Por qué vale, entonces, que una comentarista se explaye líricamente sobre votar a partir de similitudes biológicas con una candidata, en lugar de por sus opiniones políticas compartidas?

Lo que en realidad intenta decir Harding con su chochopolítica, como creo deberíamos llamar a este biologismo de algunos partidarios de Hillary, es que sería un logro simbólico fenomenal que los Estados Unidos tuvieran por primera vez una presidenta. Sería “enormemente importante”, dice. “Las mujeres americanas llevan sangrando más de 200 años”—¡y dale con la sangre!—”y muchas de nosotras hemos llegado al punto en que queremos alguien con un concepto visceral, no abstracto, de lo que eso significa.”

Hay algo profundamente sexista en esto. Se está valorando a Hillary no por su capacidad para el pensamiento abstracto, que es la esencia de la política, sino por lo que sus vísceras representan — el ser visceral, en palabras del Oxford English Dictionary, las entrañas, “la sede de la emoción.”

Hace cien años, precisamente esa misma perspectiva de las mujeres como criaturas viscerales más que abstractas se usó como argumento contra admitirlas en el terreno político. En 1910, el diario londinense Revista anti-sufragio decía que las mujeres tienen dificultades “para formar ideas abstractas”. “La mujer es emocional”, decía, “y gobernar por la emoción rápidamente degenera en injusticia”. Y ahora, un siglo más tarde, la posible primera presidente de USA es aclamada por su entendimiento visceral —”no abstracto,” en palabras de Harding— de las vidas y problemas diarios de las mujeres. Hablando de funciones biológicas: el feminismo moderno está defecando sobre las sufraguistas, que lucharon con denuedo contra la valoración de sus vísceras sobre la de sus cerebros.

La chochopolítica de Harding es sólo una versión más física y “sanguinolenta” de los mismos argumentos que esgrimen las animadoras de Hillary en los medios: que merece ser elegida porque es una mujer, porque tiene una vagina.

En respuesta al reproche de que Hillary está “jugando la baza del género,” Jessica Valenti dice “bien,” y añade “espero que la juegue con fuerza…” Valenti escribe sobre “la gran importancia simbólica y necesaria de imaginar una primera presidente mujer,” y dice que “es una baza del género que yo juego una y otra vez.” Es decir, que ella vota con su vagina.

Chelsea Clinton dice que la feminidad de su madre es “absolutamente importante por… razones simbólicas”. Nancy Pelosi dice que el sexo de Hillary también debería ser “considerado primordial” por los votantes, por la luminosa trascendencia de “lo que significaría elegir una mujer presidente de los Estados Unidos.” En otras palabras, votad con vuestras vaginas. O, si por desgracia tienes un pene, entonces al menos “considera muy seriamente” el hecho de que Hillary es una mujer y vota en consecuencia. Piensa en lo que hay dentro de las bragas de esa mujer, y no dentro de su cabeza.

En la revista Bustle, Gabrielle Moss continúa desprestigiando a las sufraguistas al elevar la biología de las mujeres por encima de sus cerebros, al admitir que va a “votar con sus emociones” y a romper con “la clarividente racionalidad política que muchos hombres dicen poseer.” Dice que su voto a la Clinton no va “basarse en un claro análisis objetivo de su historial político,” ni en una “valoración clara de todos los posibles candidatos demócratas,” sino que más bien será una expresión de “la intensa conexión personal” que siente con Hillary como mujer. Las dos tienen vagina, vamos.

Una vez más aquello mismo contra lo que las sufragistas lucharon en la calle —la idea de que las mujeres son demasiado emocionales para participar en la política abstracta— se rehabilita disparatadamente como insignia de honor. Soy mujer, luego soy visceral, y votaré por una mujer. ¡Vaginas del mundo, uníos!

El incremento del voto vagina y el hincapié sobre el género en todo el asunto Hillary muestra cuán dominante se ha hecho la política de identidad en sólo ocho años. Entre 2007 y 2008 a Hillary le ponía de uñas la sugerencia de que debería ensalzar su género y hacer mayor muestra de feminidad. “No me presento como mujer”, dijo a una audiencia en Iowa. Ahora, en cambio, sí se presenta como mujer —vendiéndose como abuela, salpimentando su vídeo de campaña con mujeres de todas las edades y colores— y es aplaudida por ello.

En 2008 “luchaba contra la idea” de que representaba a un género en particular –dice el Guardian, uno de los más fervientes aduladores de la familia Clinton–, pero esta vez está poniendo “el género a la cabeza de su carrera presidencial”, dice el aprobador reportaje. O, como un noticiero lo expresó: “La Sra. Clinton restó importancia al papel del género la primera vez que se presentó, pero en esta ocasión va a ser uno de los cimientos de su campaña.”

Este aprovechar la carta del género por parte de Clinton y sus compinches, esta mudarse de pensar con las cabezas a votar con las vaginas, está festejándose como un gran salto hacia delante. Pero no lo es en absoluto. Simplemente confirma el rápido y aterrador encogimiento de la esfera política en los últimos años, con lo emocional desplazando a codazos a lo abstracto y con el enfoque de ideas y valores sonando como mero y débil instrumento secundario en una orquesta obsesionada con la identidad.

Ensalzar a un potencial presidente basándose en sus características naturales muestra que el creciente vacío donde deberían estar las ideas grandes y serias se está llenando con biologismo, ver a la gente como meros paquetes de genes, accidentes de nacimiento, colores, sexos, géneros. La podredumbre contra la que los seres humanos lucharon durante generaciones —la tendencia a juzgar a los individuos por su biología más que por sus talentos y creencias— ha hecho su reaparición bajo la bandera de la política identitaria.

En 2001, The Onion hizo una genial encuesta “American Voices” sobre la aspiración de Hillary a la presidencia en 2004. Uno de los encuestados dijo: “¿Una mujer presidente? ¿Y qué pasa si le viene la regla mientras se legisla algo importante?” De modo que, allá por 2001, hablar sobre Hillary como alguien que menstrúa se consideraba un retroceso sexista hacia esa vieja y oscura época en que se consideraba a las mujeres de un modo animalista, menos capaces que los hombres para el razonamiento abstracto; hoy, el hecho de que Hillary “sepa lo que es tener la regla” se presenta como una razón de peso para votar por ella. Os presento a los votantes vagina, los nuevos sexistas, que reducen a las mujeres a un pedazo de carne tan concienzudamente como lo hacían aquellos carcamales misóginos cien años atrás.

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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