El “porno nuclear”

La mayoría de la gente medianamente informada está de acuerdo en que es el Gran Capital quien, básicamente, dirige el mundo. Con algunas excepciones, creo que podemos asumir esta idea como verdadera. Aquellos aún mejor informados pueden ir un poco más allá y señalar una serie de individuos o instituciones que ocupan la cúspide de la piramide: apellidos como Rockefeller, Rothschild, Du Pont, Bush, Morgan, o fondos de inversión como Black Rock, State Street y Vanguard, por nombrar sólo unos pocos, resultan muy familiares a los ciudadanos más al tanto de temas políticos y económicos. Estas familias y sus conglomerados poseen sabrosos paquetes de acciones -cuando no la totalidad- de las corporaciones más importantes del mundo en sectores clave como la energía, petroquímicas, medios de comunicación y audiovisuales, banca, industria armamentística, informática, farmacéuticas, fertilizantes, etc. De este modo, multinacionales como Exxon Mobile, Shell, Texaco, JP Morgan, Citigroup, Wells Fargo, BNP, Monsanto, Ratheon, Pfizer, Bayer, así como muchos otros bancos, compañías petroleras y todo tipo de empresas producen astronómicos dividendos a unas pocas docenas de sagas multibillonarias. Semejante riqueza les permite, a su vez, controlar -si no poseer directamente- las más importantes productoras de cine, redes sociales, plataformas de contenidos online, periódicos e incluso todo tipo de instituciones gubernamentales y no gubernamentales a lo largo y ancho del mundo, aunque sobre todo en Occidente: Neflix, Disney, la industria propagandística de Hollywood, Amazon, Microsoft, Facebook, Google, Yahoo, el New York Times, el Washingtong Post, el Wall Street Journal, la OMS, el foro de Davos y un largo etcétera. Con esas cantidades de dinero, poder e influencia, esas élites se hallan en posición de controlar el mundo, quizá con las salvedades de China, tal vez Rusia, y un puñado de países económica y políticamente irrelevantes.

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Desde que Rusia lanzó su Operación militar especial sobre Ucrania ha comenzado a extenderse la tendencia, prácticamente en todos los medios de comunicación y también por parte de periodistas, analistas, blogueros, escritores, influencers y demás gente independiente, a mencionar en sus contenidos una potencial (¡o inminente!) tercera guerra mundial que derivaría en desastre termonuclear. Estoy seguro de que muchos de ellos, sobre todo entre los independientes, expresan su sincero temor a que tales eventos, especialmente el segundo, puedan llegar a ocurrir. Pero es bien sabido que no hay forma de conseguir más clics para un artículo o vídeo que incluir en él las palabras “guerra mundial” o “bomba atómica” en letras bien grandes. Incluso los particulares que no elaboran tales contenidos, sino que simplemente “clican” en ellos, no suelen dudar en compartirlos, contribuyendo así de modo decisivo a su popularidad.

Esto es a lo que yo llamo porno nuclear. La naturaleza humana es tal, que la sangre, la violencia y su expresión más exacerbada: la guerra, funcionan en nuestro cerebro igual que la pornografía. El mecanismo psíquico que nos hace fijar la mirada en un almanaque lleno de señoritas ligeras de ropa es el mismo que hace a los conductores reducir su velocidad cuando pasan junto a un reciente accidente de automóvil: no por un repentino mor de la seguridad vial, sino por si acaso atisban algún cadáver calentito o una mancha de sangre fresca tiñendo el asfalto. Lo que vengo a decir con esto es: ¡cuidado con los alarmistas! La mayoría o una enorme cantidad de ellos sólo buscan invitarlo a “clicar” en sus publicaciones para sacarles más rendimiento.

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Y ahora, volviendo al Gran Capital… ¿de verdad piensa usted que los Rothschild y los Morgan, las Ratheon y las Bayer, van a renunciar de buen grado a sus colosales ganancias por el prurito de derrotar a Rusia o defender a Zelenski? Si se produce una guerra nuclear, todos quedamos incinerados; e incluso si esos sujetos obscenamente ricos no mueren instantáneamente (sea por sus -supuestos- búnkers a prueba de radiación, mansiones fortificadas o lejanas islas en el Pacífico), todo lo que les genera sus ganancias dejará de existir. Ya no tendrán más beneficios billonarios, ni sirvientes para segarles el césped, camareros para sus clubs privados, empresas que den réditos, pistas de aterrizaje para sus jets privados, óperas a las que asistir, Tiffany’s en los que desayunar… Nada. Piense en ello un minuto: si sólo con chascar los dedos pueden esas élites cambiar gobiernos, destronar monarcas, modificar políticas, promover tratados y leyes, traer epidemias, desatar conflictos armados, provocar crisis económicas, impulsar golpes de estado, cambiar mentalidades, manipular a las naciones y a las gentes… ¿no han de poder estorbar una guerra nuclear? Creer esto supondría, en mi opinión, una notable inconsistencia. Cualquiera que admita el inmenso poder del Gran Capital no puede -pienso yo- al mismo tiempo creer en que vaya a tener lugar el temido holocausto radioactivo. Lo que debemos hacer, me parece a mí, es intentar no dejarnos inducir el miedo ni el pensamiento, a la vista de una siniestra nube hongo como fondo de un artículo, de que tal cosa es una posibilidad real. Ignoremos esos escalofriantes señuelos. La guerra nuclear no va a llegar; al menos, no a causa del conflicto en Ucrania.

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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