La verdad es que la anécdota no pudo ser más simple; y si tuviera que atribuirla a algún factor ajeno a sus protagonistas más inmediatos buscaría tal vez la causa en la disparidad entre mis hábitos de comida y los de los japoneses: allí los restaurantes son más bien cosa de la cena, y la mayoría no abren hasta las cinco o las seis de la tarde; pero aquéllos donde también sirven almuerzos suelen hacer, de todos modos, una larga pausa a partir del mediodía, que es sobre poco más o menos cuando yo vengo levantándome; de modo que, para cuando me entra el hambre, cosa de las tres o las cuatro, ya no encuentro dónde me den de comer. Por eso aquella tarde tuve que vencer mi escrúpulo respecto a los pequeños locales y superar el embarazo de sentirme un ignorante extranjero entre a una concurrencia que, seguro, va a estar mirándome como quien ha visto un marciano, para meterme en el único bar (así los llaman: bar) que encontré abierto, al reclamo de su polvoriento y descuidado escaparate, donde se aburrían -me atrevo a decir que desde hace años- las réplicas en plástico, tan habituales en Japón, de tres o cuatro platos marcados con sus precios respectivos.
Nada más entrar, me recibió el típico olor a humo rancio y cenicero, una de las cosas que más pueden desagradarme a la hora de comer, salvo quizá el típico olor a cigarrillo encendido, que también estaba presente. Esta aversión mía al tabaco es un verdadero fastidio cuando se trata de disfrutar de muchos momentos que, de otro modo, podrían ser muy agradables; especialmente en Japón, donde el índice de tabaquismo es bastante elevado y donde, aunque esté prohibido fumar en la calle, resulta que es legal hacerlo en bares y restaurantes (salvo en los pocos que optan por ser non-smoking, una moda importada de Occidente que, de momento, allí apenas ha tenido eco). De ahí el escrúpulo al que me refiero más arriba; y es una lástima, porque en estos núcleos urbanos de segunda importancia es donde puede uno, y de hecho suele, experimentar las costumbres más genuinas y encima a precios más económicos; pero en esos sitios, como digo, hay que contar con el humo, lo cual estando de viaje resulta el doble de inconveniente, porque encima tiene uno luego que fregar, en el lavabo del hotel, las prendas malolientes, cosa que, se mire como se mire, es un engorro.
Decía, pues -o me disponía a decir- que nada más abrir la tradicional puerta corredera con paneles de papel, ocho pares de ojos se volvieron hacia mí y me miraban con curiosidad, dos de los cuales (de los ojos, no de los pares) pertenecían a un hombrecillo de baja estatura en delantal y gorro blancos, sucios, de cocinero. Era el solícito dueño, quien, antes incluso de dirigirme a él, ya desplazaba al resto de clientes a un lado de la pequeña estancia para dejarme a mí solo toda la otra mitad, y mandaba a la cocinera, o ayudante, despejar y limpiar las dos mesas contiguas que me asignó. A sus indicaciones, los otros se mudaron no sólo sin protestar, sino al parecer contentos de tener entre ellos a un forastero y de hacer lo posible por que se sintiese bien recibido. En ese momento pensé que si les decía que apagasen sus pitillos lo habrían hecho. Pero no era cosa de abusar.
Al pedir el menú -el meñu, que es más internacional-, el jefe me puso en la mano un folio plastificado donde figuraban, en perfecto japonés, una docena o así de platos; pero como aquello no me servía para nada, porque de japonés no entiendo ni jota, y dando por sentado que no tendrían eigo meñu (japonés por “menú en inglés”), pregunté si tenía uno con fotos, un pícacha meñu (adviértase la curiosa etimología: picture–>pícacha) como allí acostumbran a tener muchos restaurantes, una costumbre que no sé si va orientada a ponérnoslo fácil a los forasteros -que no creo- o más bien a garantizar al cliente que le van a servir exactamente lo que está allí fotografiado, ni más ni menos; pero tampoco con esto tuve suerte; así que por último le hice gestos indicando al escaparate, y enseguida salió conmigo a la calle para que le señalara la réplica de lo que quería. Tras la vitrina, la oferta era bastante más limitada que en el menú de papel, y pedi uno cualquiera de aquellos platos, sin saber bien lo que era, ya que todos tenían un aspecto parecido y, además, precios similares, en torno a 700 yen (5’50 €).
No llevaba medio minuto sentado a la mesa cuando uno de los clientes, desde el rincón a donde habían sido extrañados, me preguntó -con un inglés muy pobre- si me gustaba la cerveza; y como no habría sido la primera vez que un perfecto desconocido me invitaba a bebidas en esos restaurantes de barrio japoneses, me pareció más discreto soltarle una pequeña mentira antes que declinar su inminente invitación. Pero mi tímido engaño no desanimó al alegre grupo, que al siguiente medio minuto volvía a la carga con las habituales preguntas sociales: de dónde soy, si es mi primera vez en Japón, cuál es el motivo de mi visita o cuántos días voy a quedarme. Lástima que su nivel de inglés no sólo no daba para establecer una mínima conversación sino que era casi ininteligible; de hecho, uno de ellos apenas sabía decir otra cosa que soca, soca, Sapein soca (esto quizá no lo pilles, lector), acompañando sus palabras con un movimiento de la pierna como quien patea un balón (ese tema que tantísimo me apasiona); así que por unos momentos me pareció que allí se había acabado todo. Pero no, porque el más osado de ellos se acercó al ventanuco que comunicaba con la cocina, le pidió a la cocinera una cerveza de a medio litro y un vaso, y sin encomendarse a Dios ni al diablo los puso sobre mi mesa, llenó el vaso y me dijo: “tomad y comed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre”… ¡Oh, no, perdón!, eso pertenece a otra letanía; llenó el vaso y me dijo: Japanese beer, for you. Ya no podía despreciar una invitación tan frontal, así que alsé mi copa y brindé por ella… ¡Vaya, lo siento! Otra vez me he confundido. Quería decir que alcé el vaso, dije kanpai y le pegué un trago. Él se llenó otro para sí, brindó conmigo, dejó la botella en mi mesa y acto seguido se pidió otra para sí, dejando así claro que la primera era una invitación y podía yo dispoer de ella a mi gusto. Igualito -pensé- a como hacemos en mi pueblo cuando llega un extranjero al bar y todos nos peleamos por invitarlo. ¡Igualito!
Y el resto, lector, te lo puedes imaginar.
¿O quizá no?
Por si acaso, mejor continúo.
El generoso bol de arroz con carne que al parecer había pedido resultó que ser un plato único, sino que venía acompañado con una sopa de miso (soja con tofu y algas) y un pequeño plato de verduras; y mientras estuve comiendo, los otros respetaron mi tiempo y moderaron sus intentos de establecer contacto; intentos para los que o bien usaban el lenguaje universal de gestos o bien tiraban del no menos universal traductor online, cuyo nombre prefiero callarme; pero aún no había terminado de almorzar (¿o era cenar?) cuando el cabecilla, tras haberme invitado a cerveza, me puso encima de la mesa una botellita de sake, el famoso licor japonés de arroz que, en verdad, es extremadamente popular allí, y que por suerte no es muy fuerte, lo que me permitió mantener el tipo.
Al acabarme la comida, el chef me endosó un postre que no le había pedido y para el que apenas me quedaba hambre. No sé: tal vez formaba parte del plato combinado que, sin saberlo, había yo desencadenado al apuntar con mi dedo a esa triste réplica de la vitrina, pero más me creo que fuese una invitación de la casa, de modo que no podía despreciarlo. Era un pastel de tofu semi-dulce, aderezado con misteriosas hierbecillas y regado con salsa de soja. Soja sobre soja, como oportunamente recalcó uno de ellos: beans! -decía, haciendo con las manos un gesto como para indicar un racimo de vainas colgando de un alto tallo-; tophu: beans; soy sauce: beans; sweet sauce: beans; miso soup: beans; salad: beans. ¡Vamos!, que en la cocina japonesa las alubias son un ingediente tan universal como el propio arroz, las algas o el matcha.
Cuando hube dado cuenta del postre (pena que el tofu no sea precisamente mi plato favorito, con su sabor simplón y su consistencia babosa), para no resultarles un estirado, me levanté del asiento y me acerqué a ellos para involucrarme más activamente en la relación que estaban queriendo establecer; lo cual, antes de que pudiera darme cuenta, me había granjeado ya una segunda botella de sake. Y ahora sí que sí, ¿para qué contar más? Siguieron nuevos brindis, preguntas acerca de mí o de España (me llama la atención que muchos japoneses conozcan nuestra la forma de gobierno y sepan que somos una monarquía; acaso equiparan al rey con su emperador y se sienten, por eso, un poco hermanados), fotos en grupo y un buen rato intentando ayudar a mi nuevo amigo a instalar Line (el Whatsapp de los japos) en su móvil para que pudiéramos compartirlas.
Por último, no contenta con la abundante cena que me había servido, la cocinera me propinó una tarrina con comida para llevarme al hotel, no fuese que pasara hambre. Igualito -pensé otra vez- a como ocurre en España, donde en los restaurantes convidan a los extranjeros a postres y comida para llevar.
Pero lo mejor de todo, y lo que ningún lector probablemente habrá imaginado aún, es que cuando di el episodio por concluido y, billetes en mano, me dispuse a abonar la deuda, el jefe me dijo: no, no; no pay; friends invite; y ni siquiera me dejaron que les pagase una última ronda de bebidas. ¡Sorprendente! Y adviértase que no se trataba de ricos norteamericanos para quienes incluso costearle a un mochilero una noche de hotel -cosa que me tiene sucedida en California, tiempo ha- apenas hace cosquillas al presupuesto, sino de unos casi desharrapados japoneses, pobremente vestidos, que fuman y beben cerveza en un pequeño y maloliente chiringuito de barrio. Nunca antes, en mis viajes por el mundo, había sido objeto de tan espontánea, unánime y completa invitación.
Es un grado superlativo de hospitalidad, peculiar del pueblo japonés, y de la que se sienten orgullosos. Ellos la llaman omotenashi. Nihon no omotenashi.
¡ Que anécdota tan divertida y sorprendente!
¿A que sí? :-)
Así son los japos.