Tras unos días de fríos nortes, el otoño ha hecho su impetuosa entrada en el valle y la montaña alavesa, pasando una paleta de ocres y sienas sobre la arboleda y la hojarasca. Después, un veranillo de San Martín acompañado de cálidos vientos del sur ha venido a mitigar los rigores climáticos, creando unas condiciones ideales para viajar en moto.
En esta ocasión escojo Ochandiano, un pueblo que ya ha llamado mi atención en otros viajes y al que se llega por una muy entretenida carretera de curvas medias. La ligera cazadora que venía utilizando durante el verano ya se queda escasa, y tengo que echar mano del tres cuartos. No obstante, aún puedo utilizar el casco jet, cuyo tiempo de uso se está alargando más de lo que creía. Ha sido una buena compra. Y allá voy. Primero, unos aburridos quilómetros de autovía que me sirven, eso sí, para calentar el bicilíndrico en línea de la F800, más bien frío al principio. Algunas rachas fuertes de viento azotan de través los cuatro carriles de la autovía y me empujan hacia el arcén. Luego me desvío por la carretera local, protegida del viento por los árboles, que ya van dejando caer su vestimenta de hojas sobre el asfalto y ponen una cálida nota amarilla y ocre sobre la cinta grisácea y fría. Cojo las curvas, heterogéneas en trazado y radio, en alegre y animada sucesión. Siempre alerta, eso sí, porque a la calzada no le sobra anchura, vienen algunos coches en sentido contrario y un error puede costarme una tonta caída.
Antes de darme cuenta estoy entrando ya en Ochandiano. Tal es, desde el s XII, el verdadero nombre del pueblo, aunque el actual gobierno autonómico lo rebautizó como Otxandio, que es una evolución fonética relativamente reciente y de popularidad desconocida. Etimológicamente, Ochandiano significa el lugar de ochoa handía (gran lobo).
Descabalgo de Rosaura en las traseras de la iglesia y doy comienzo a mi visita. La plaza principal, Nagusia, es de un romanticismo y una armonía singulares, toda en piedra, incluyendo la impresionante tapia del frontón; extensa y despejada, guardada por el elegante torreón de la parroquia de Santa Marina, flanqueada por viejas casas, por el soberbio edificio del ayuntamiento y por un cobertizo columnado, lugar de reunión los días de mal tiempo. Copudos y corpulentos árboles dan fresca sombra a unos bancos de granito que podrían, sin duda, contar cien historias de enamorados y otras tantas de peleas entre cuadrillas. Sólo afea a Nagusia un moderno e innecesario panel luminoso informativo.
En uno de los tablones junto al ayuntamiento leo alguna orgullosa frase sobre el origen y la pureza vascuence de Ochandiano, primera localidad de Vizcaya, entrada a un territorio histórico con fuerte identidad. Nace la villa, dice, en el s XIII a la vera del camino real que unía Castilla con los principales puertos del Cantábrico vascuence, y era la puerta entre las vertientes mediterránea y cantábrica de los montes de Urquiola. Debía ser por aquel entonces no más que una aldea de pastores semi nómadas vascos cuando fue fundada como villa y recibió la carta puebla del entonces Señor de Vizcaya, López Díaz de Haro, con objeto de poblarla y establecer un centro comercial y defensivo como otros muchos en aquella época.
Luego, durante casi toda su historia, Ochandiano perteneció al Señorío de Vizcaya, de modo que, al recaer tal título sobre Juan I de Castilla en 1379, la villa pasó a formar parte de la corona de Castilla y posteriormente la de España. Un caso más en que se pone en evidencia la falta de fundamento para la independencia de un territorio que ni lo ha sido nunca, ni ha tenido antes de ahora conciencia alguna de identidad nacional. En el mejor de los casos, la de haber pertenecido a otra corona tampco vascuence: la de Navarra.
Además de por su plaza, el pueblo me atrae por su trazado en tres calles paralelas norte-sur comunicadas por misteriosos y umbríos pasadizos y cantones, típico de esa época en esta tierra; y también por la armonía y el buen gusto de sus casas, por los recios muros de sus edificios y por ese aire aún algo medieval, tranquilo, de gente amable y sencilla.
Algunas rachas de viento arremolinan las hojas que los árboles han dejado caer. Apenas se ve gente. En el centro de Nagusiahay una fuente de agua fresca y borbotante, con cuatro caños y una imagen de Vulcano, símbolo de las fraguas que supusieron el auge económico de la villa durante la época preindustrial, y consecuencia de las cuales los montes de los alrededores se vieron seriamente deforestados, verificando así el destino de tantísimas sociedades que, por atender sólo a lo inmediato, han forjado (y nunca mejor dicho) su propio declive. Al llegar la mecanización de la industria, y habiendo quedado los montes depauperados, Ochandiano ya no pudo competir y muchos de sus maestros y artesanos se vieron obligados a emigrar. Hubo el pueblo de reconvertirse a la agricultura, con la consiguiente pérdida de riqueza.
A Ochandiano, como es normal en Vasconia, no le faltan atractivos bares y tabernas, sobre todo a lo largo de la calle principal, Uribarrena. Tras haber explorado los varios rincones del pueblo y fotografiado sus primores, entro a una pequeña taberna en la plaza, de nombre Danoena, donde dos viejos hablan en español y apuran el clarete de sus copas. El camarero es otro viejo, parlanchín y amable, al que pido una copa de lo mismo y me explica: ‘se vende y se bebe muy bien, y no es caro.’ ¿Pero es de la tierra?-le pregunto. ‘¡Ah, eso no sé! Catalán creo que es.’ Sí, era un espumoso catalán. Ese hombre y sus clientes-me dije-no parecen estar muy afectados por el típico chovinismo, y tal vez les importe poco la identidad vasca. Al marcharme, me aconseja un restaurante donde se come bien y a buen precio. Me chocó que, al despedirnos, no me dijera agur, sino adiós. Definitivamente ese hombre no se cuidaba mucho de política.
Antes de ir a almorzar, no obstante, recalo en el bar vecino, una herriko-taberna de esas donde, según dicen, recaudan fondos para la causa de ETA. Pero no me importa. No soy tan fanático que eso me impida tomarme un vino. Pido un chacolí con un pincho. Bai, me dice el chaval. Un tipo también agradable, como casi todos en esta tierra. Lleva, eso sí, el uniforme look borroka: una especie de coletilla, pendientes y aspecto jipi. Habla con otros clientes jóvenes en vasco. El local está decorado todo él con motivos independentistas y de apoyo a ETA o a sus presos, que para el caso es lo mismo. El lugar está descuidado, y las moscas revolotean a placer sobre los pinchos. A la hora de pagarle, me dice el precio en español y las gracias en vascuence, más el inevitable agur.
Es curioso -me digo- que sean los jóvenes, que no han vivido represión alguna ni conocido los tiempos de la dictadura, quienes más radicales se muestren. Supongo que será cosa del adoctrinamiento recibido. Al salir del bar veo a tres moras cruzando la plaza, disfrazadas con sus túnicas de colores. Esta región ha atraído a una inusitada invasión morisca, que llena las capitales y llega hasta el villorrio más remoto. Tendría gracia que se islamizara la región antes de que los vascos consigan la independencia que tanto ansían.
Ochandio está, según su propia publicidad, en plena ruta del vino y el pescado, así que al entrar al restaurante no me pienso dos veces las opciones del menú. Sopa de pescado y lubina a la plancha. Me atienden bien, con amabilidad. La comida es buena, pero el vino, de Rioja, habría servido para teñir de granate las aguas de un río.
El café lo tomo en otro bar, al extremo opuesto de la calle. Me atiende una joven guapa y simpatica, que habla en vasco con algún vecino. Me sirve un café muy aromático que tomo sentado a una de las mesas de fuera. El lugar y la atmósfera no tienen nada que envidiarle a los de esos bonitos y cuidados pueblos franceses. Viajar por aquí es un placer.
Un último paseo, unas últimas fotos, y vuelvo a donde tengo la moto aparcada. Me calo casco y guantes, cabalgo sobre Rosaura, arranco y emprendo el camino de regreso, disfrutando el paisaje y las curvas, los colores del otoño y el aroma a tierra mojada.
Sobre lo de las moras, corre por ahí una teoría según la cual tanto en Vasconia como en Cataluña se favorece la presencia del inmigrante no iberoamericano para que no aumente la cantidad de hispanohablantes. Posiblemente sea una leyenda urbana, pero el delirio nacionalista llega a tales niveles, que no parece descabellada una decisión política que primase y favoreciese al inmigrante africano sobre el americano.
He escuchado esa teoría, y no sabría decir si en Vasconia es válida. Aquí hay de todo, como en botica. ¿Tal vez menos porcentaje de “panchitos” que en Madrid? Tal vez. Pero no podría asegurarlo. En cualquier caso, los moros y negros hablan sus idiomas respectivos y, si aprenden algo, es el español. El vascuence no les sirve para nada, aunque se lo enseñen a los hijos en las escuelas.
Aquí los tiros van por otro lado: se ha favorecido a la inmigración para garantizar, con las generosísimas ayudas sociales que les pagamos entre todos, la ocupación del excesivo número de pisos en alquiler y, así, favorecer a las empresas constructoras. Una forma indirecta de subvencionarlas.
Muy bien escrito y agradable de leer. El texto y las fotos forman casi un poema. Sigo pensando que deberías recopilar e intentar publicar estos artículos deVasconia en dos ruedas. Por su matiz político, alguna editorial podría estar interesada.
Se agradece el piropo. Si reuniese el número suficiente de artículos y éstos comprendieran una parte considerable del territorio vasco, tal vez no fuera difícil intentar publicarlos. Pero, de momento, es un proyecto en pañales.