Una vez más Proust ha venido a evocar en mí, con su acertada prosa y su sensibilidad a flor de piel, pensamientos que ya me habían asaltado en algún momento anterior de mi vida. Así, en un pasaje de su volumen Sodoma y Gomorra en que el narrador habla sobre la muerte de su abuela, describe una triste escena que acaba con esta frase:
…mi abuela, la víspera de su muerte, en un momento de lucidez, había tomado la mano de mamá y, tras posar en ella sus labios febriles, le había dicho: «Adiós, hija mía, adiós para siempre»
Y no es de extrañar que estas palabras hayan despertado mis propias tribulaciones, pues resulta que uno de los pesares que me quedarán para el resto de mi vida es, precisamente, el de no haber podido despedirme así de mi madre. Muchos años antes de su fallecimiento tuve un sueño –que luego recogí por escrito para no olvidarlo– en el que ella moría, pero de una forma muy diferente a como ocurriría en realidad y bastante –si no asombrosamente– más parecida a la narración de Proust: justo antes de expirar, tras dedicarme una mirada llena de ternura y tristeza, me había dicho: «Bueno, me voy». En ese sueño, cuyo pleno significado no he comprendido hasta después de la verdadera muerte de mamá, mi subconsciente estaba manifestando –ahora lo veo con claridad– ese deseo mío de una despedida en la que ambos, la que partía y el que se quedaba, fuésemos conscientes de la separación definitiva; como hacen dos conocidos cualesquiera, aunque ninguno esté moribundo, que –por la circunstancia que sea– se dicen adiós para no verse nunca más.
Mi madre, en efecto, murió durante una sedación, sin darse cuenta. No sé –ya no lo sabré nunca– hasta qué punto aquel día en que los funestos empleados de Cuidados Paliativos vinieron a casa y le colocaron los tubos del oxígeno pudo intuir que su final estaba ya cercano; aunque a juzgar por su expresión de desaliento y por cómo torció el gesto en ese momento me inclino a pensar que tal vez sí. A partir de entonces, y durante las jornadas sucesivas, su lucidez y sus fuerzas fueron menguando, su apetito la abandonó casi del todo y su consciencia, apagándose poco a poco como la luz de un candil en cuya cazoleta se agota el aceite, se debilitó hasta que en las últimas y largas horas de convalecencia ya no volvió a recobrarla. El aliento de la vida escapó de su cuerpo sin que ella se percatase.
En cualquier caso, si llegó a intuir ese próximo fin, se cuidó mucho de decir una palabra; y tentado estuve yo de hablarle con franqueza antes de que su discernimiento se eclipsara por completo, exponerle con claridad la situación –si es que ella no había llegado a comprenderla– por si quería expresar alguna última voluntad, dedicarnos algunas palabras finales, transmitirnos un consejo o encomendarnos un postrer deseo; pero no me atreví a violentar su vocación o –casi diría– su voto de silencio. Y es que mamá jamás habló de su propia muerte, ni le recuerdo una sola frase en que, siquiera indirectamente, se refiriese a ella. Le sobraba elegancia, o quizá modestia, para abordar ese asunto o suscitar motu proprio una conversación sobre él. Con frecuencia dudo incluso si, optimista, alegre y vital como era, pudorosa y recatada en exceso, creyente hasta la médula, resignada y conforme con la ley divina, alguna vez pensaba en tal cosa; lo cual me inclina a creer que quizá no le hubiese gustado un adiós al estilo como yo lo había imaginado y soñado. Pero siempre me quedará la duda, pues una madre amante como fue ella, dedicada en cuerpo y alma a sus hijos, a sus nietos, que no vivía sino por y para nosotros, ¿no habría querido partir al otro mundo, en el que creía con firmeza, habiéndonos dicho «adiós»? Cierto es que nunca fue amiga de gestos patéticos o solemnes, pero ese silencio contumaz, esa obstinación casi cruel emanada de su inmensa fortaleza de espíritu me sume –quizá por el contraste con mi flaqueza– en el desconsuelo; y esto ¿acaso nunca lo adivinó? ¿No se le ocurrió apiadarse de la posible zozobra, de la orfandad de quienes nos quedábamos aquí? Despedirse con unas palabras como hizo la abuela de Proust (pues asumo que es el propio escritor quien habla por boca de su ficticio narrador), o incluso con una simple mirada, habría sido desde luego trágico y emotivo hasta el dolor, pero marcharse sin decir nada me dejaba una herida abierta, un vacío quizá más difícil de llenar que su ausencia misma.
Me pregunto –no puedo evitarlo– cómo se habría conducido si le hubiera llegado la parca estando despierta y lúcida, y quiero pensar que de todas formas lo habría hecho estoicamente, sin perder su entereza, tal vez incluso con el ánimo ligero, sin derramar una lágrima, como en aquel sueño mío. ¡Qué lección habría sido, para tomar ejemplo y recordarla el día en que tenga uno que afrontar su propia muerte!
Mas no sólo en mi preferencia insatisfecha pienso, al fin y al cabo egoísta, sino que tampoco puedo evitar preguntarme –aunque, ¡ay!, sin utilidad alguna– si ella no hubiese querido ser consciente de ese inminente paso al más allá, antes que fallecer del modo apagado, insensible, casi anodino en que lo hizo. Dada su inquebrantable fe en Dios, ¿no le habría gustado acudir a Su encuentro y ser recibida en el Reino de los Cielos con los brazos del corazón extendidos y los ojos de la mente abiertos? Tampoco pudo recibir el sacramento de la extremaunción, como es probable que fuera su deseo. Entonces, ¡pobre mamá, privada del gozo místico de vislumbrar esa pronta ascensión encomendándose al Señor, ella que en vida tanto se esforzó por ganarse la bienaventuranza! Dormida como estuvo durante esos días finales, y después hasta la eternidad, ni una última oración pudo, seguramente, rezar para sus adentros.
Me ha conmovido mucho leer este relato tan íntimo, comparto la mayor parte de lo que dices y me ha hecho recordar su larga agonía de los últimos días, de la que yo creo que fue consciente hasta que empezamos a sedarla… calladita se fue, calladita…
Me alegro mucho que te haya gustado. Ya ves las cosas que me da por escribir últimamente.
Es difícil saber lo que pasaba por la cabeza de mamá, no ya en los últimos días, sino en las últimas semanas e incluso meses. Como no decía ni una palabra sobre temas escatológicos, no sabe uno si es que todo se lo guardaba para sí o, simplemente, es que no le dedicaba a eso ni un segundo de meditación.
Hola Pablo
Hay un detalle de tu escrito sobre el que tengo un recuerdo. De las últimas veces que fuimos a misa las tres: Encarnita, Maruchi y yo, hubo una en la que el párroco avisó de que se proponía una celebración comunitaria de unción de enfermos. Don José Luis, el cura recordaba que este sacramento no debería asimilarse a los últimos momentos, sino que cualquier octogenario o quien prevé una operación seria, por ejemplo, conviene que lo reciba. Cuando oí la propuesta, pensé que era buena idea para ellas dos. Pero esa idea se me ocurrió a mi sola. Ninguna de ellas comentó nada al respecto a la salida de misa, cuando habitualmente, charlábamos sobre el Evangelio o sobre si nos había gustado o no la prédica. Por si la causa del mutismo hubiera sido porque ellas no habían oído bien la posibilidad de dejar arreglado ese tema, lo recordé mientras volvíamos a casa. Algo así como: “Pues creo que es buena idea que la unción de enfermos realmente se asocie a la enfermedad y no a la muerte, bla, bla”. Y, de nuevo, silencio. Así que, ahí lo dejé.
Interesante dato para intentar afinar en las conjeturas. De Encarnita no sé decir nada porque no la conozco lo suficiente, y de Maruchi tampoco porque, como he dicho en repetidas ocasiones, de temas escatológicos hablaba lo preciso y del que a ella podía atañerle personalmente nunca dijo ni mu. Lo que cuentas, no obstante, no me sorprende no sólo en ella, sino en cualquiera, porque hacerse dar la unción así, sin estar in extremis, puede muy fácilmente hacer emerger las supersticiones más atávicas del ser humano y a las que ni los más creyentes escapan: es casi como invocar a la parca para que venga a buscarlo a uno. Pero ese mutismo absoluto de Maruchi sobre su eventual muerte siempre me dio mucho que pensar. Y las poquísimas veces que le recuerdo alguna referencia -no espontánea, sino tal vez como respuesta a un comentario o pregunta directa- me pareció que le traía bastante sin cuidado. Por ejemplo, me parece que en alguna ocasión, con relación a una pregunta sobre posible lugar de enterramiento, me parece que dijo que le daba exactamente igual, algo así como “donde menos molestias cause”, o “donde sea más fácil”. De hecho, hasta albergo cierta ligera duda -por algo que me dijo en una ocasión- respecto del alcance de su fe, como si fuese demasiado inteligente para creer que después de la vida pueda haber algo. Como si su filosofía al respecto fuese la de “actúa como si hubiese Dios y vida eterna, por si acaso, pero no confíes demasiado en ello”. Otra cosa curiosa es que jamás se le escapaban en la conversación referencias religiosas. Su fe era algo muy personal e íntimo y no le recuerdo ningún intento, al menos desde que llegué a la adolescencia, de hacer proselitismo. En fin, para mí todo un enigma.