Moskva slezam ne verit es quizá la primera película soviética que veo que no acaba trágicamente; pero no es menos “rusa” por ello, ni menos conmovedora. Al contrario, se trata de una de las historias más cautivadoras que he visto, sobre una mujer sencilla en búsqueda de la felicidad. Por encima de las habituales clasificaciones de género, ofrece una perspectiva sobre la vida en la URSS a un nivel muy humano y desde un punto de vista femenino; y es asimismo un tributo a una época que aún mucha gente de los países que compusieron la Unión Soviética consideran como los mejores años de su vida.
En el Moscú de 1958, tres provincianas veinteañeras que comparten habitación en un dormitorio de trabajadoras (típico del sitio y la época) se esfuerzan por ganarse la vida en la metrópoli, persiguiendo sus metas. De un modo cercano y entrañable se nos muestran algunos de los clichés populares sobre Rusia, como la ropa pueblerina pasada de moda, el paraíso laboral que no era tal o el marcado contraste entre los urbanitas y la gente del campo. Aparte, las personalidades de las tres protagonistas están escogidas con esmero de forma que prácticamente cualquiera de nosotros pueda sentirse identificado con alguna de ellas: la modesta Antonina, la atrevida Lyudmila y la responsable Katerina, caracteres sencillos pero verosímiles que, para cuando acaba la historia, nos hemos encariñado con sus personajes y nos producen esa sensación de familiaridad, como si las hubiésemos conociésemos en la vida real.
Katya, la protagonista, trabaja en una fábrica a pie de una prensa hidráulica, y pronto comprendemos que se trata de un empleo por debajo de sus posibilidades. Sus dos compañeras de habitación son también trabajadoras de baja renta. Las tres mujeres persiguen lo que podríamos llamar el “sueño soviético” (algo así como la respuesta comunista al “sueño americano” de la época) al tiempo que, abiertamente, andan en busca de pareja; pero mientras que Antonina, la más sencilla y humilde, se ennovia con un compañero de trabajo cuyos padres tienen una pequeña dacha en las afueras de Moscú, Lyudmila convence a Katya para intentar, falseando su realidad, conocer a hombres más ‘interesantes’ y, sobre todo, mejor colocados. Así, aprovechando unos días en que cuidan del lujoso apartamento de un pariente, se las arreglan para atraer a algunos pretendientes. Lyudmila se comprometerá con un atleta y Katya quedará prendada de un desenfadado cameraman. Y así es como, en cierto modo, dan comienzo a sus vidas adultas. Pero sólo Antonina, de más modestas aspiraciones, encuentra la deseada estabilidad, mientras que las otras dos relaciones no van a funcionar.
Y aunque laboralmente, al cabo de los lustros y a fuerza de sacrificio Katya llega mucho más alto que sus amigas -mientras educa a su hija por sí sola-, su vida sentimental está vacía y anhela un marido. De forma elegante y discreta la realización nos sugiere que durante incontables noches, a lo largo de veinte años de soledad, Katya se quedará dormida sollozando y con los ojos llenos de lágrimas. Al cabo, cuando casualmente se topa con un hombre fuera de lo común, un modelo de masculinidad capaz de encender su pasión, ambos tendrán que afrontar una dura prueba antes de comprender que se pertenecen el uno al otro. Y aquí reside, para mi gusto, uno de los aspectos más meritorios de esta historia: pese a la propaganda de la época que impulsa el feminismo y la emancipación de las mujeres en la URSS, gracias al cual éstas se incorporaron al entramado social y productivo (también al político y militar), y pese al alto cargo que llega a ocupar Katya en una fábrica, comprendemos que eso le da igual y que es el amor de un “hombre-fortaleza”, dispuesto a consolarla y apoyarla cuando lo necesite, lo que ha estado buscando en la vida. De este modo, aunque en un principio nos presentan el popular y progresista cuadro de la igualdad, al final revierten a los tradicionales y más universales roles masculino y femenino.
De todas formas, aunque así explicado el argumento pueda no parecer nada especial al lector de esta reseña, realmente hace falta ver la película para advertir sus virtudes. Esta preciosa e inolvidable historia de luchas, éxitos y fracasos puede que comience un poco lenta y quizá algo insulsa, pero en seguida cautivará al espectador. Yo no me canso de verla, siempre con el mismo agrado, y cada vez le encuentro nuevos matices y detalles en los que antes no había caído; y las dos horas y media que dura se me van en un suspiro. Es divertida y entrañable; tiene algunas escenas conmovedoras hasta las lágrimas y también bastantes detalles humorísticos. Uno de mis momentos favoritos es cuando Gosha -todo un carácter, un hombre entre mil- invita a Katya a un picnic con sus amigos para conocerse mejor. Ella está cansada y, arrullada por los dulces acordes de una guitarra en segundo plano, se queda dormida sobre una tumbona bajo los árboles. En un gesto tierno, sencillo pero emotivo, Gosha cariñosamente le echa una manta por encima.
Si bien por una parte la película es bastante indulgente con la realidad de la época y el lugar al ocultar los aspectos más oscuros del Moscú comunista, como la carestía de bienes (vemos un supermercado bien surtido de productos, cosa rara incluso la primera vez que viajé a Rusia, a principios de este siglo), al mostrar bonitos vecindarios con parques limpios y con agradables calles ajardinadas, o al hacernos creer que quien más, quien menos, tenía un coche, por otra parte la encuentro realista desde un punto de vista humano, pues muchas mujeres rusas pasaron los mismos apuros que nuestras heroínas y porque las situaciones que nos presenta son perfectamente plausibles y la psicología de los personajes es muy consistente, quizá otra de las virtudes que hacen de Moscú no cree en las lágrimas un film familiar y cercano al espectador. Las caracterizaciones son muy buenas y las interpretaciones impecables. Tengo sobradamente dicho que, en mi opinión, las engreídas escuelas de cine español y norteamericano (al menos), con sus encorsetados clichés de actuación, tendrían que tomar muy buen ejemplo del cine ruso. Me quito el sombrero ante el director, Vladimir Menshov, el guionista Valentin Chernykh y, por supuesto, ante todo el reparto, porque no tiene desperdicio.
Como última nota, resulta una historia bastante optimista (cosa rara para la mentalidad rusa) al tratar de mostrarnos que nunca es demasiado tarde para encontrar la felicidad en la vida. Hay al respecto una frase inolvidable, en labios de un maduro pretendiente, al principio de la historia: en contra de lo que las jovencitas creen, a los cuarenta años de edad no nos espera la vejez, sino que estamos en la plenitud de la vida y lo mejor falta por venir; y esta frase la recordará y repetirá nuestra Katya, ya adulta, al llegar a esa edad. El Moscú que no cree en las lágrimas cree, sin embargo, en el amor, y -para variar- no es el moscú de la política que estamos acostumbrados a ver.