En otro de mis viajes moteros sin destino, salgo de Madrid más ligero que nunca de equipaje y con una sola idea como guía: dejar atrás el calor, que ya en junio suele señorearse de la meseta castellana.
Pasado Somosierra –aún ventoso y frío, con sus cielos nublados– me aparto de la inhóspita autovía en Boceguillas y empiezo a culebrear rumbo norte por las carretras locales, que ensartan los pueblos como desiguales cuentas de un collar. Los nombres desgastados y sonoros, un día llenos de significado, dicen una España campesina que ya nadie comprende: Grajera, Pajarejos, Bercimuel, Fuentemizarra, Valdevarnés…
En la antigüedad, todas estas tierras fueron habitadas de los arévacos (pueblo celtíbero) y conquistadas por los árabes durante la alta edad media. Recobrólas en el siglo X el poderoso Fernán González, conde de Castilla, y en el mismo siglo se perdieron de nuevo al moro Almanzor.
Voy llegando al cauce del Riaza, donde construyó Franco un embalse al que llamó de Linares en memoria del pueblo que quedó sepultado bajo sus aguas. En la cola del pantano, encajado en sus meandros, hay un risco afusado y, sobre el risco, un pueblo que se llama Maderuelo. En el pueblo hay una iglesia dedicada a Santa María y en la iglesia se guarda la momia –cuentan– de una niña hallada incorrupta en algún lugar de los alrededores; pero yo no la he visto.
Castro Maderolum, vieja villa medieval amurallada, sestea. Nadie camina por sus calles milenarias detenidas en el limbo del tiempo, y sólo algunos coches aparcados –en los lugares más importunos– revelan que aún vive gente aquí. Al andar, mis botas golpean con sordo ruido, que el sol aplasta, las calles de breve sombra.
Fue el conde Sancho García quien, en el año 1010, recuperó de los moriscos este castro, que andando los años cobraría gran relevancia militar y que obtuvo el raro título de Villa y Tierras, con una veintena de aldeas y una docena de iglesias parroquiales bajo su jurisdicción. Diócesis de Osma. Pero a partir del siglo XIV fue perdiendo habitantes, pasó por las manos de varios señores y quedóse -como tantos otros pueblos- atrapado en el medievo. A mediados del siglo XX el pantano le asesta un golpe definitivo al inundar muchas de sus tierras y dejarlo casi despoblado.
Encaramado sobre su espolón rocoso, se asoma al embalse, del que -si el nivel está bajo- emerge limoso y fantasmal el viejo puente romano. Con sus anchas plazas, sus calles largas y rincones escondidos que mis pasos van recorriendo con una lentitud algo onírica, parece hoy un decorado medieval, un sueño que en sueños se halla. La reconstrucción de una catapulta sobre la muralla que da al río habla del esfuerzo de sus pocos vecinos por animar la localidad; pero las traseras de las calles, con sus casas en ruinas, se empeñan en contar otra verdad: Maderuelo (¡y Castilla también!) se viene abajo, cuando aún parecen resonar, en la mampostería y adobes de sus añosas paredes, los ecos de los carros y las herraduras, las caballerías, las gentes que aquí nacieron, vivieron y murieron.
Un lenguaje a caballo entre Bécquer y Grey. Precioso
A ver si lo retoco para quitarle los fallos y que merezca bien el cumplido. :-)