(No contiene spoilers)
Los niños del paraíso (Les enfants du paradis) es una obra maestra del cine que, sin embargo, no estoy seguro de recomendar a todo el mundo.
Se trata de una película francesa del año 1945, en blanco y negro, dirigida por Marcel Carné, con guión del poeta Jacques Prévert y encuadrada, según los entendidos, dentro del “realismo poético”. Su título hace referencia a los pobres que ocupaban los asientos del paraíso (el gallinero) en las salas de teatro. La acción transcurre en el París de 1820 y hace alusión a algunos personas reales de aquella época, así como a compañías del mundo de la farándula, en torno al cual gira toda la historia, que no obstante es ficticia. En cierto modo, se trata de un homenaje al teatro, y las obras de las que se representan algunos fragmentos están ligadas a la narración.
El argumento es coherente y creíble, sin más que alguna coincidencia dramática, lícita –o incluso necesaria– en una película de este estilo.
Garance es una bella, inteligente y pragmática mujer de moral ligera y laxos escrúpulos, asociada ocasionalmente con Lacenaire (personaje histórico), un criminal que hace gala de un repugnante cinismo y que presume de orgulloso. Un día ella conoce a Frederick (histórico), un petulante, oportunista e insolente cómico al inicio de su brillante carrera artística, y a su compañero de pensión, el retraído y romántico Baptiste (histórico), un mimo de gran talento pero aún poco valorado. Ambos se sienten atraídos por Garance, cada uno a su modo, pero será el despierto Frederick quien se la lleve al huerto, mientras Baptiste queda rumiando su timidez, sumido en una duradera tristeza y despreciando el profundo, firme y patético amor de Nathalie, una actriz de segunda que trabaja en la misma compañía que él, Les Funambules (histórica). Poco después se nos presenta al conde de Montrey, un caballero algo frío que también se prenda de la protagonista y le promete una vida de lujos a cambio de desposarlo. Relacionándose con unos y otros aparece a menudo el ubicuo Jéricho, el de los mil motes, un repulsivo y grotesco receptador siempre dispuesto a ganarse una comisión por cualquier trabajo sucio o innoble.
Entre todos ellos reúnen un largo catálogo de vicios y defectos, como una obra de Shakespeare que compendiase pecados y flaquezas a tutiplén: iniquidad, envidia, celos, traición, desfachatez, resentimiento, soberbia… Y con estos ingredientes la película narra las vicisitudes y sinsabores de sus poco virtuosos personajes. Pese a las tres horas largas que dura la cinta, mantiene todo el tiempo la atención del espectador. Incluso las escenas de teatro, en las que algunos de los protagonistas ejercen su oficio de comediantes, están hábilmente integradas en el relato, del que forman parte simbólica.
Los diálogos son en su mayoría brillantes: ágiles, ingeniosos, profundos, metafóricos, lacerantes… Sin una palabra de más ni una de menos, son tan elaborados que resultan inverosímiles, ya que es casi imposible que tantas personas juntas hablen con tanta agudeza todo el tiempo; y aunque está claro que se trata de una licencia de dramaturgo, pueden llegar a resultar un poco irritantes.
La interpretación de los actores es, a mi juicio, muy buena, y aunque a veces pisan el terreno de la afectación, cabe pensar que no es por sobreactuación, sino por voluntad del director, dado que se trata de una historia sobre el teatro. De hecho, la actuación parece pensada para subrayar al máximo el lado más antipático de cada personaje, en especial la protagonista, Garance, cuya inexpresividad llega a hacérsele a uno impertinente. Aquí, no obstante, como en casi cualquier película, es lícito preguntarse cuánto el guión y el director condicionan a los actores y cuánto éstos imponen su carácter a los personajes. ¿Resulta Garance flemática y fría porque así se lo han indicado a la actriz, o porque ésta es incapaz de comunicar mayor calidez y viveza? Y otro tanto puede decirse de los demás. Esta es una cuestión que nunca me queda clara en las artes dramáticas. Tendría uno que ver varias obras de un mismo actor para saberlo, pero ninguno en esta película me es conocido.
En cuanto a la escenografía, tampoco se queda atrás. Es descriptiva y adecuada, los decorados y exteriores están dispuestos con buen gusto, contenidos pero gráficos, sin elementos que distraigan la atención. Además, no hay escenas de gratuitos desnudos, ese detestable recurso cinematográfico. Del vestuario no puedo hablar porque no sé qué ropas se usaban en aquella época y lugar, pero yo lo encuentro bastante apropiado, llamativo pero sin estridencias.
En resumidas cuentas, tengo la impresión de que se trata de una obra de arte; y, no obstante, resulta un poco turbadora, un sí es no es desagradable. Ningún protagonista se hace del todo simpático, y más bien causan franca repelencia, aquejados como están todos de alguna o varias desagradables flaquezas. La historia, además, pesimista más que realista, y dudosamente poética pese a lo que digan los entendidos, se empeña en mostrar los aspectos menos halagadores del ser humano. En cualquier caso, es sin duda una película inolvidable; redonda, desconcertante y magnética; tal vez un must para cinéfilos; pero de ella no puede decirse que sea bonita.