Mediados de septiembre de 2014. Es hora de rendirles un pequeño homenaje a las kapliczki, humildes cruces o capillas que abundan por toda la geografía polaca y cuyo origen nadie conoce con certeza: que si fueron templos dedicados a Dionisio, que si representaciones de la capa de San Martín o antiguos tótems paganos. Situadas casi invariablemente en un cruce de caminos, son según los casos pequeñas capillas o -más comúnmente- cruces, de cuyo extremo superior salen a modo de radios coloridas cintas que llegan hasta el suelo o la breve cerca que rodea a la kapliczka. Aunque pueden verse en cualquier parte del país, abundan mucho más en medios rurales. Imagino que los campesinos (casi siempre más creyentes que los urbanitas) ruegan cabe ellas a Dios por el buen término de las cosechas. Estos elementos, que testimonian una ingenua fe y que contribuyen -quiero suponer- a la paz espiritual de este pueblo tan creyenteme, a mí me inspiran cierta ternura paternal.
Cambio de tercio. Ayer, en el hotel de Piecki, la tranquilidad nocturna fue total; pero no por la mañana, a causa de los muchos camiones que, en cuanto amanece, inician su trajín diario; de modo que no pude librarme de usar tapones. Pero tengo que decir que Polonia es el país de los camiones: parece increíble la cantidad de ellos que pueden pasar, a todas horas, por cualquier carretera, aunque parezca solitaria o poco importante, como esta que atraviesa Piecki.
Hoy he continuado viajando hacia poniente y doy por concluida mi jornada al llegar a Olsztynek. Podría llegar a Torun de un tirón, que es mi próximo objetivo, pero prefiero que no se me haga tarde en la carretera y no conducir más quilómetros de los precisos. Prisa no tengo.
Un poco apartado del centro, casi a un quilómetro y ya cerca de la autovía, hay un hotel descuidado y feo; un lugar frío en todos los sentidos, sin carácter ni atractivo, sin un adorno en las paredes ni una tetera en la habitación, caro para lo que ofrece, internet y desayuno de pago; una forma muy “viejo socialismo” de llevar un negocio. Así está, de vacío. En muchos otros hoteles he dormido más baratos y acogedores, amueblados con carácter, decorados con cariño… pero en Olsztynek es lo único que hay.
Al pagar, el datáfono me la juega con el tipo de cambio. Y no es la primera vez que me ocurre. Aunque la maquinita da a escoger entre pago en moneda local o una cuantía “equivalente” en euros, la transacción se hace, por defecto, del modo más oneroso para el cliente, que es el segundo. El sistema 4B hace la conversión a un tipo bastante más desventajoso que el oficial, y aunque esta maniobra no beneficia al hotel, sino sólo a la red 4B, lo más frecuente es que el recepcionista no ponga atención, y si uno no está pendiente la gracia le cuesta un 10% adicional sobre el precio.
Por cierto, se me olvidaba comentar que, al entrar a Polonia, se acabó el paraíso criminal escandinavo en lo que a control de viajeros se refiere. Aquí, al llegar a un hotel, pasaporte al canto para que anoten tu nombre en el registro; aunque gracias a Dios no llegan a los extremos del régimen policial español, donde te fotocopian ambas caras de cada DNI de cada huésped alojado. Y se me ocurre pensar: estos desenfadados muchachos anti-policía que quieren gobernarnos ahora, ¿no piensan hacer nada al respecto?
A primera vista, Olsztynek es un pueblo agradable y acogedor, ni muy bullicioso ni muy apagado, con su bonita plaza, su media docena de restaurantes, un palacio-fortaleza de ladrillo rojo, algunas cafeterías y otros tantos bares. Por la calle veo a las mujeres, muy jóvenes, paseando sus carricoches tras una barrigota para dar a luz al segundo hijo. ¡Qué pronto se casa por aquí la gente! Nada que ver con los patrones españoles; y no sé cuáles serán peores. La intuición me dice que, una vez entra uno en la dinámica familiar, está ya bastante más a salvo que otros de estos males contemporáneos como la depresión, la ansiedad, crisis de identidad u otras comeduras de coco similares; y si, pese a ello, le llega a uno algo de esto a los cuarente, tiene ya al menos la familia construida, los deberes hechos (como me gusta decir), y está aún a tiempo de empezar una nueva vida si es necesario.
Pero quizá la nota más curiosa de Olsztynek sea el inexistente monumento Tannenberg que había sido erigido como homenaje a los soldados de la batalla del mismo nombre en 1914 (justo un siglo antes de mi llegada) al mando del victorioso mariscal de campo Hindenburg. Por entonces, esto era tierra alemana y el monumento, de concepción y dimensiones faraónicas, sirvió a Hitler en varios eventos propagandísticos. A tal efecto, le añadió nuevos elementos suntuosos y titánicos, y al morir Hindenburg situó aquí su sepulcro junto con los de veinte soldados desconocidos, convirtiendo el Tannenberg en un emblemático templo nacional. Pero durante la Segunda Guerra Mundial, ante el imparable avance de las líneas soviéticas, mandó sacar los féretros de aquellos héroes patriotas para evitar que fueran profanados y, en la retirada de sus tropas, dinamitó el monumento. Al finalizar la guerra, los vencedores decidieron regalar a Polonia toda esta parte de Alemania (como “compensación”) y el nuevo gobierno dispuso que se desmantelaran las ruinas del templo y se retirasen los escombros (en lo que, por cierto, tardó nada menos que treinta años). Hoy en día, por todo resto del colosal monumento Tannenberg, no queda más que un pequeño montículo en mitad de las cincuenta hectáreas de campo que ocupó, y un león esculpido en piedra que fue reubicado en la plaza central de Olsztynek.
Al marcharme del hotel, por la mañana, me cruzo en el jardín con un matrimonio mayor y sostengo con ellos una breve charla. Han venido desde Alemania porque este año es el centenario de la batalla de Tannenberg aquí librada; y aunque el homenaje ya no exista, para muchos de sus compatriotas –me dicen– este es todavía un lugar importante y muy simbólico.