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Si una ciudad pudiese soñar, Hong Kong soñaría con Lamma.
Apenas a dos kilómetros frente a sus costas y a poco más de diez minutos en ferry cruzando el canal, esta pequeña isla desdibuja su incierto perfil sumida en esa eterna bruma que habita el cálido mar del sur de China. Con su aletargada vida pesquera, sabia y discreta como el olvido, Lamma es el plácido yin con que el incesante ajetreo de Hong Kong contrasta su yang; el reposo y la calma de un lobulado reducto peatonal, antagónico al vertiginoso babel cartesiano de fugas y prisas; un enclave natural y selvático frente al imperio vertical del acero y el cemento; una economía modesta y sin pretensiones frente a la exigente tiranía del crecimiento, el consumo y las finanzas.
Cuatro líneas de ferry, a través del canal, enlazan el área metropolitana de Hong Kong con sendos pequeños y tranquilos puertos pesqueros de Lamma; y este mismo canal que los comunica es el que hace de frontera y barrera, invisible y difusa, entre el ajetreo de una parte y la paz de la otra. Así, lo primero que siente el pasajero recién desembarcdo al poner sus pies en la isla es el perenne sosiego que aquí reina, y el alivio por haber dejado atrás las urgencias y las prisas; y, si es su primera vez en Lamma, muy pronto advertirá otra grata circunstancia: la total ausencia de vehículos: salvo unos contados, minúsculos motocarros para el reparto local, aquí sólo bicicletas y peatones circulan por las estrechas y tranquilas calles, por los angostos y bien cuidados caminos. Lamma es, desde luego, una isla de reposo.
A lo largo de sus calles se alinean pequeñas tiendas y restaurantes, junto a los consabidos hospedajes familiares; y, aunque abundan los turistas y no faltan residentes expatriados, el lugar tiene su propia vida y sabor locales que poco necesitan al forastero: quien sepa mirar tras los comercios más vistosos, cuyos precios y letreros están dedicados a la clientela foránea, observará una población permanente, feliz y tranquila, de ciudadanos asiáticos que han preferido habitar este retiro, o que no han sucumbido aún al glamour de Hong Kong.
Desde Yung Shue, el principal pueblecillo de la isla, mi paseo favorito son los cuatro quilómetros de ondulante camino, vigorosas pendientes y variado paisaje, que lleva hasta el pequeño puertecillo pesquero en la bahía de Sok Kwu, sobre el litoral opuesto, donde una docena o más de restaurantes se alinean sin solución de continuidad, ofreciendo al visitante su exposición de sugerentes peceras con marisco y pescado, o sus vitrinas repletas de cautivadoras botellas de cerveza bien fría.
Para dar gusto y cabida a los comensales más perezosos tiene Sok Kwu su propia terminal de ferry que enlaza directamente con la gran metrópoli, de modo que puedan llegar, comer y marcharse en un rápido vini, vidi, vinci; pero yo prefiero, desde luego, el doble paseo desde Yung Shue, que me despierta la sed y el apetito a la ida, y me ayuda a bajar la digestión a la vuelta. Ya de regreso, me siento en cualquier terraza para beber un té despacioso mientras observo a la gente.
Y así vuelan en Lamma los días con paradójica lentitud de sus horas; y esta naturaleza dual del tiempo, esta montaña mágica de Mann, actúa sobre mí como un narcótico, haciéndome sentir que no soy real, sino como si Hong Kong, soñando con esta isla, me soñase a mí también.
Makes me happy to live in California.
Really? I’m afraid you live in Germany.