De manadas, jaurías y la presunción de inocencia

Hace apenas unos meses, con ocasión de las manifestaciones populares contra el independentismo catalán, la opinión pública en general estuvo de acuerdo en alabar a Yusap Burrai (que es como quienes se las dan de guays pronuncian el nombre de Josep Borrell) por el reproche que le hizo a su auditorio cuando éste pedía, al grito de “Puigdemont a prisión”, que se enviase a la cárcel al acusado de golpismo. En aquella ocasión el orador calló a los manifestantes, arengándoles: “¡No!, no gritéis como las turbas en el circo romano. Sólo los jueces pueden decidir quién va a prisión y quién no”. Muy bien, muy bien –elogiaba el personal los días siguientes–, ¡qué mesurado y sensato, este Borrell!

Desde luego, estoy muy de acuerdo con él en que supondría –y de hecho supone– un serio deterioro para el Estado de Derecho, por no decir una inquietante amenaza, esa transferencia de la justicia, de facto, desde los tribunales al populacho; es decir: la jauría humana; el patíbulo callejero. Pocas cosas ofenden más al espíritu justo que el ver cómo en España se pretende linchar –y cada vez más a menudo se lincha– a los justiciables desde la calle, las redes sociales o los medios de comunicación. Ejemplos hay a docenas. Bien conocido de todos, ahora de nuevo en primera página, es el archi-famoso caso de La Manada: por lo que sabemos, la supuesta violación de una mujer, en un portal, a manos de un grupo de hombres durante unas fiestas locales; un caso del cual, empero su popularidad, ni a los medios ni al resto de la población nos consta apenas nada de lo crucial, excepto que hubo sexo, y esto porque así lo admiten las partes; pero de lo que en realidad ocurrió aquel día no sólo estamos ignorantes, sino que es del todo imposible saberlo con certeza: sólo denunciante y denunciados lo saben, pero sus declaraciones son, naturalmente, contrapuestas.

Existe, al parecer, quizá como único indicio objetivo para el esclarecimiento del asunto, un breve vídeo que, durante aquel episodio, los participantes grabaron en un teléfono móvil; pero ninguno de los que tan ligeramente opinamos sobre el caso conocemos tampoco las escenas que contiene, ya que nadie las ha visto salvo quienes estuvieron presentes en el juicio, que se celebró a puerta cerrada. Lo que sí puede razonablemente colegirse –o, al menos, eso me parece a mí– sobre dicho vídeo es que no debe de ser muy concluyente para la resolución del caso, puesto que, si lo fuera, dudo mucho que se hubiese producido el voto particular discrepante de la sentencia. Una prueba de cargo inconcusa, sobre todo bajo la fortísima presión mediática a que se vieron sometidos los magistrados del tribunal, difícilmente habría dejado lugar a discrepancia notable alguna. De manera que, al final, estamos ante la palabra de uno contra la del otro. Mucho más grave era el crimen (homicidio) que se imputaba al acusado en la famosa película Doce hombres sin piedad, y mucho más débil la duda razonable que lo dejó en libertad; en cambio, estoy seguro de que la tesis de esa pelícla es suscrita y aplaudida por la inmensa mayoría de quienes, ahora, han dictado ya su propio veredicto contra los componentes de La Manada y piden que se los fusile al amanecer.

Pues precisamente de eso se trata: que la inocencia o culpabilidad de los procesados se determine según la histeria de las turbas de Borrel es algo que provoca pavor y náusea al hombre recto. Entiéndase: no es que los jueces –a quienes líbreme Dios de hacer la pelota– no sean subjetivos ni parciales, que con frecuencia lo son, y a veces mucho; pero no menos subjetiva es la gente y, ademaś, suele hablar sin conocimiento de causa ni idea alguna de Derecho; eso, cuando no habla además con total incoherencia, pues me atrevo a apostar que los mismos insensatos que hoy piden colgar a La Manada del palo mayor estaban ayer entre quienes aplaudían la sensatez y mesura del amigo Yusap. Claro es que ambos casos no son del todo equiparables: mientras que en aquella manifestación anti-secesionista el pueblo pedía prisión para quien de manera flagrante había a sus ojos delinquido, ahora el pueblo pide ciegamente, en un acto de fe, la horca por unos hechos de los que no tiene constancia alguna.

Adviértase por último que, aunque sobre esto han corrido ríos de tinta y no estoy diciendo nada que otros no hayan osado decir ya, para opinar de este modo no me ha hecho falta, porque no es necesario, escudarme tras sonoras protestas de desprecio hacia unos procesados sobre cuya bellaquería nada sé, ni maldito lo que, para el caso, interesa. De hecho, sólo me interesa este tema en cuanto me repelen los tribunales populares. Esto no va sobre machismo o hembrismo, mentalidades o prejuicios, sino sobre legitimidad judicial e igualdad efectiva entre hombres y mujeres; sobre si queremos, o no, seguir manteniendo en España el derecho universal de presunción de inocencia.

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Trotamundos, apátrida, disidente y soñador incorregible
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