Fue años antes de que mi curiosidad y mis estudios me llevasen a recorrer los caminos de la ciencia; antes de tener inquietudes de conocimiento; en la temprana adolescencia, cuando todo está aún por descubrir y cuando el mundo, como un prestidigitador anticuado, nos hace guiños desde detrás de sus trucos viejos, ésos que ya sólo cautivan a los niños.
Me ocurrió sólo en dos ocasiones; dos veces nada más; pero aunque han pasado cuatro décadas desde entonces, ¿cómo olvidarlo?
Era el verano; uno de esos veranos de la mocedad, tan largos que nos veían crecer y tan llenos de eventos que marcaban épocas. Íbamos al pueblo de mis abuelos durante tres meses y allí el tiempo, la luz, el espacio, cobraban otra dimensión. La monotonía de las clases, que marcaban las horas y los días en la ciudad con su reloj didáctico; o la geometría de los bancos y las aulas, las calles y los edificios, que cuadriculaban el entorno con sus perspectivas oblicuas, se interrumpían en el pueblo para dar paso a un espacio cambiante y heterogéneo, donde el espíritu parecía expandirse en la libertad sin límites que el campo y las vacaciones nos ofrecían.
Y era una de aquellas noches de calor y luceros, con ese cielo infinitamente estrellado que sólo existía a aquel lado del espejo. En el patio en silencio, era el aire un fluido denso y estático: ni una molécula se movía, ni una brizna en el verdor circundante se agitaba: la parra, la adelfa, los geranios, el alto laurel, eran como formas inmobles de un jardín fantástico.
Yo había sacado afuera una tumbona y, echado en ella, contemplaba fascinado el firmamento, tan repleto de estrellas que, en algunas partes, apenas parecía haber hueco para una más. Y entonces, sumergido en aquella inabarcable inmensidad, llena la vista de cielo y luceros, intuí de repente la existencia de algún misterio muy fuera del alcance humano; me sentí sobrecogido por las nociones inconcebibles de lo infinito y de lo eterno, y una sensación inefable me embargó de pequeñez, de insignificancia, una sensación que me encogía hasta reducirme a la nada; como si el universo me contemplara y, paradójicamente, me aniquilara bajo el peso de su propio vacío.
¡Qué inadecuado es el lenguaje para describir tales cosas! ¿Cómo decir? Me sentí ingrávido por un segundo, tuve un fuerte escalofrío que me puso el vello de punta y, como aturdido, los ojos se me arrasaron de lágrimas; no de aflicción ni de felicidad, de nada conocido, sino de lo que podría ser pura emoción. No fue una epifanía; nada místico, trascendente o mágico; nada religioso ni espiritual, sino una súbita clarividencia de lo incomprensible… y quizá mi primer presentimiento de lo absurdo.
* * *
Un mes transcurrió, y era otra noche de luna nueva y calor estival, con el mismo firmamento estrellado. Paseaba esta vez con mis amigos por la carretera adelante, que se adentra en los campos. Junto a un camino nos sentamos un momento y yo eché la cabeza atrás, elevando mis ojos al cielo. Entonces, desde más allá del tiempo y el espacio, por segunda vez los astros me miraron, y de nuevo me estremecí y me emocioné como aquel otro día, transido del mismo sentimiento intexplicable ante lo que está más allá de toda razón, imbuido de la misma certidumbre sobre la pequeñez e irrelevancia humana. Tan intensa fue la emoticón que, por un segundo, casi me mareé.
La noche me ayudó a esconder las lágrimas a la mirada siempre burlona de los otros. Al cabo de un rato, no obstante, quise compartir y contrastar esa experiencia con ellos, mis buenos amigos; eran mayores que yo y seguramente habrían pasado alguna vez por algo semejante. Como mejor pude les conté lo que había sentido; quise hablarles de esa conexión cósmica, de esa intuición momentánea y reveladora del universo, pero no hallé en ellos el menor eco; ninguna voz hermana vibró con un armónico de comprensión; no supieron de qué les hablaba, y enseguida -acaso pensando que sólo decía tonterias- dejaron de hacerme caso.
¿Cómo era posible? La galaxia me había “hablado” con una intensidad casi telepática, física; ¿cómo ninguno de ellos lo había “escuchado”? Quizá por vez primera me supe extraño, diferente a los demás; como si algo me distanciara del resto. Me sentí avergonzado y, desde entonces, incapaz de explicar lo inefable y seguro de que sería incomprendido, no he vuelto a hablar de aquello con nadie. Por otra parte, un poco asustado por la sobrecogedora y extraña sensación de aquel vertiginoso estremecimiento, tampoco volví a interrogar al cielo hasta muchos años después, cuando ya fui un adulto; pero entonces las estrellas ya no quisieron contestarme. Ya no había sitio para mí en el país de Nunca Jamás.