Comienza el invierno en el sur de Atacama

4 de julio, misma localidad

Sólo me quedaré dos días más en El Salvador. Hoy es martes y tengo el hostal pagado hasta el jueves. Podría alargar la estancia otra semana, pero en esta región del planeta, a esta altitud y latitud, pasado el solsticio de invierno comienzan los días a refrescar; y yo no traigo ropa adecuada. Las máximas diarias por encima de los 20 grados han quedado atrás, y ahora se siente ya fresco desde antes del ocaso. El pronóstico meteorológico para la próxima semana mantiene una paulatina bajada de temperaturas, y si decidiera quedarme un poco más tendría que resignarme a no salir del hotel a partir de media tarde, desperdiciando así varias horas de luz. No obstante, aún no me he resuelto del todo a marcharme, porque me tira con fuerza esta vida perezosa y apacible.

En principio, mi idea es continuar viajando hacia el mediodía y pasar al Perú, donde, según me dicen, la vida es mucho más barata y considerablemente más segura. Por lo visto, la Tercera Región (antes llamada Antofagasta), que ahora debo atravesar en mi ruta hacia el norte, es algo peligrosa a causa del elevado número de ilegales inmigrados durante los últimos años que se dedican a la delincuencia, atraídos por la platita de los turistas (en San Pedro de Atacama) y de los empleados de la minería (en Antofagasta y Calama). Me advierten también que es una región cara; y “caro” en boca de un chileno significa “muy caro” para un español. Así que, antes de decidir mis próximas etapas, tendré que comprobar la oferta hotelera y las combinaciones de autobús. Otras opciones son Colombia, donde no sé si aún piden test covid para entrar (y por ahí no trago), o el norte de Argentina, que aún goza de temperaturas suaves, aunque tiene el problema de la galopante e incontrolada inflación. El ciudadano de la FP2 me ha dicho que lo que hacen ellos para no perder dinero cuando viajan al país vecino es comprar dólares aquí y cambiarlos allí poco a poco, lo mínimo para los gastos de uno o dos días, pues la moneda argentina se devalúa a razón de un 1% cada 48 horas. En cualquier caso, esta alternativa me apetece menos porque me desvía bastante del itinerario que me había trazado.

Esta mañana, mientras me tomaba el café del desayuno, don Mario (que así se llama el recepcionista del tapabocas) ha estado otro rato hablando conmigo. En esta ocasión la charla versó sobre el deterioro del sistema educativo, que (al igual que en España) comenzó gradualmente hace unos veinte años, o poco más. Aquí, como allí, llegó la monserga de que los alumnos se traumatizan por las malas notas y hay que ahorrarles ese sufrimiento psicológico por el sencillo método del aprobado general. Es decir, las mismas consignas promovidas en muchos países del mundo, por unos gobernantes globales a quienes nadie ha votado y con unos fines que nadie conoce, cuya consecuencia indiscutible –si no deliberada– es el empobrecimiento cultural de las recientes generaciones de ciudadanos, la merma de su capacidad crítica y el refuerzo de su comportamiento ovino.

También hablamos sobre la ambigüedad del término “capitalismo”, y estuvimos de acuerdo en que se utiliza tanto para referirse simplemente a la economía de libre mercado como, en su aspecto más peyorativo, a la dirigida por las corporaciones y multinacionales, las cuales acaban siempre creando monopolios u oligopolios que perjudican, precisamente, a dicho libre mercado y suelen conducir al establecimiento de plutocracias. Palabra, pues, bastante ambigua que en gneral sería tal vez deseable evitar, pues se presta a confusión, malentendidos y también a mucha demagogia. Pero pedirle a cualquiera, sobre todo si se autodenomina “de izquierdas”, que elabore su discurso político sin usar la palabra “capitalismo” es pedirle peras al olmo. Quizá el marxismo sea, en cierto modo, una de esas doctrinas basadas en la antítesis, que no construyen nada per se sino que necesitan de una tesis previa a la que oponerse, como les ocurre a muchos regionalismos: el vasquismo consiste en no ser español, el nacionalismo ucraniano o irlandés en no ser rusófono o anglófono, y el marxismo en no ser capitalista. Pero ¿qué sé yo de política?

Anoche cené en otro de esos comedores para mineros; un local muy amplio, diáfano y con muchas mesas que, seǵun las horas, está vacio o abarrotado. Cuando fui yo apenas había clientes, pero aun así me hicieron esperar un buen rato por el menú, consistente en una sopa aguada que dejaba bastante que desear y cuya función parecía ser más bien la de calentar un poco el cuerpo, más un sabroso –este sí– costillar con arroz. Pese a su nombre, y a diferencia de España, en Chile el costillar lo sirven sin el hueso de la costilla; es decir, sólo la carne; de modo que tiene el cliente que creerse su procedencia. Por cierto que, mientras esperaba a ser servido, llegaron unos obreros que pidieron a las camareras juntar algunas mesas porque iban a ser varios. En seguida llegaron los demás, en total una docena, y no pude menos que sonreírme por aquello del “varios”, porque yo creo que ese número de comensales habría merecido en España, por lo menos, el adjetivo “bastantes”.

5 de julio, misma localidad

Si antes de ayer me habían servido una buena carne, ayer, en otro restaurante, me pasó todo lo contrario: una chuleta muy mediocre guarnecida con arroz (lo único pasable) y una montaña de patatas fritas de la peor calidad. No me extraña que ese lugar esté casi siempre tan escaso de clientela.

Hoy, para escribir mis notas de viaje, he variado de ubicación respecto a los días anteriores: la temperatura ha refrescado otro poco y en aquella mesa a la sombra ya no se está bien: la brisa, al cabo de un rato, se hace algo desagradable. Lo malo es que en el lugar donde estoy ahora, al sol, ocurre todo lo contrario. Es lo malo de este tipo de días invernales pero soleados: que no hay modo de encontrar el punto medio. “Ahonde el Maruel” (así, con esa gratuita hache intercalada que, contra lo que podría pensarse, no sustituye a la letra de, sino que es una mala ortografía del pretendido Aonde) es un quiosquillo que hay frente a la plaza y junto al supermercado, quizá el sitio más estratégico del pueblo, con unas impredecibles horas de apertura que dependen exclusivamente del capricho o del humor de su propietario. Ahora, por ejemplo, una y media de la tarde, está cerrado, así que he aprovechado para sentarme aquí a escribir en una de sus dos mesas. Completan el “mobiliario” exterior del quiosco un pequeño toldo que apenas da sombra y dos descoloridas banderas (naranja, blanco, verde) del Cobresal, que es el famoso equipo de fútbol de El Salvador. Escasos viandanes transitan por la calle y sólo algún que otro vehículo circula, con pereza, por el pavimento de la amplísima avenida. A mi derecha, allende las bajas edificaciones, recibe de plano el sol del mediodía la horadada montaña del Indio Muerto, de uno de cuyos picos veía ayer desprenderse, como a cámara lenta, tal si fuese la luna, una avalancha de tierra o piedras y elevarse con desgana una apática nube de polvo. Al no llegar hasta mí, debido a la distancia, el ruido del derrumbe, aumentaba mi impresión de estar en nuestro satélite sin atmósfera. La mina, según me cuentan, está dando poco rendimiento, y dentro de uno o dos años probablemente desmantelen el pueblo. Sin cobre, El Salvador no tiene sentido. Por otra parte, también se rumorea que, justo bajo él, hay una buena veta de mineral, lo cual sería una razón de mucho peso para evacuar a la población y demolerlo. Pero nada es seguro de momento. Según don Mario, ya desde mediados de los noventa se habla de lo mismo y en dos ocasiones han pospuesto el anunciado abandono.

Esta mañana subí hasta el vértice del cerro más elevado que hay en las inmediaciones del pueblo y que tiene, en su coronación, una estructura metálica en cruz sobre la que han instalado varias placas solares y una estrella de Belén, todo ello rodeado por una valla erizada de concertinas. Desde ese pico hay una vista impresionante que abarca una panorámica de muchos quilómetros a la redonda, si bien no alcanza a verse ninguna de las cimas de la cordillera porque lo estorba una sierra intermedia que, hacia el este, corre precisamente en dirección norte-sur. Pero mirando hacia cualquiera de los otros tres puntos cardinales se divisa un desolado mosaico de serrijones, valles y colinas que exponen al sol las sinuosidades y el veteado marrón, ocre y verdoso de su suelo desnudo. En dirección a Diego de Almagro se adivina la línea de la carretera (delatada por el paso de algún vehículo grande), que discurre por el amplísimo valle, casi totalmente llano, más bien altiplanicie, que se extiende hacia el sur y sobre la que pueden distinguirse, difuminadas por la atmósfera polvorienta, sumergidas en ella como en un turbio fluido, menguadas por la distancia, tres o cuatro extensísimas plantas fotovoltaicas.

Planta fotovoltaica al fondo a la izquierda

Lo difícil de subir a ese cerro no es tanto su altitud (a 240 m sobre el nivel del pueblo) sino lo empinado y pedregoso de algunos tramos de la vereda que hasta allí lleva, que obligan a andar con mil ojos en la subida y el doble de ellos en la bajada. Por lo demás, yendo a buen ritmo y sin hacer paradas, es posible completar la ascensión y el regreso en poco más de una hora. Durante estos pasados días, además, he debido de aclimatarme a la altitud (si es que esto era necesario) y a las caminatas (más probablemente), porque me ha costado menos subir hoy a la cruz que el primer día al Asta, pese a ser el segundo un poco más bajo. La cima del Indio Muerto serían ya palabras mayores: 3206 m sobre el nivel del mar es ya una altura muy respetable. En esa aventura no voy a meterme.

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Trotamundos, apátrida, disidente y soñador incorregible
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