Después de un último paroxismo de rabia, vertida en unos días inusualmente cálidos para la época, este largo otoño, hijo del petróleo, ha dejado por fin paso franco al invierno. Días blancos y brillantes. Veinticinco bajo cero.
Antes incluso de entrar en contacto con el aire, mi aliento se congela instantáneamente en el interior las fosas nasales, creándome una molesta y permanente sensación de mucosidad reseca. Un lagrimeo eventual solidifica en la conjuntiva o en la comisura del ojo con vocación de legaña, y a veces me suelda las pestañas impidiéndome abrir los párpados. Bajo la suela del calzado o el caucho de los neumáticos, la nieve emite su escandaloso crujido de grava pisoteada. Durante la noche, la humedad ambiente sublima sobre las delgadas ramas de los árboles recubriéndolas con un escarchado uniforme, perfecto, de postal navideña. Con el débil calentamiento matutino, si acaso amanece despejado, esa misma escarcha se desprende en una miríada de microscópicos cristales de hielo que los árboles espolvorean por el aire jugando a nevar, y que refulgen al sol como chispitas brillantes. El agua que fluye por el canal o junto al muelle, que por el movimiento nunca se hiela, humea constantemente una niebla fantasmal de puchero hirviente que se disipa en el aire a los pocos metros de altura, evocando un paisaje fabuloso de ciénaga embrujada. Y al ocaso, en el horizonte, el blanco azulado de la nieve y el azul blanquecino del cielo se confunden, sin que sea posible discernir la divisoria.
El lago, definitivamente aletargado, ha acallado sus espectrales lamentos.