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En la inverosímil Estación Central de Kiev, gótica y monumental, de altas bóvedas suntuosamente decoradas en colores crema y escarlata que acentúan el cromatismo de sus frescos espero, bajo el fastuoso brillo de las lámparas, la salida del tren nocturno que ha de llevarme a L’viv.
La megafonía recita su áspera y borrosa letanía de dulces cadencias eslavas.
Estamos a 1 de noviembre del año 2010; un año con nombre de ciencia ficción, de resonancias futuristas, en agrio contraste con la realidad histórica que me rodea: Ciudad de zurrientes tranvías y descoyuntados trolebuses, palpita Kiev anclada en una posguerra de antigua república soviética que el devenir de la historia parece haber olvidado, como si se hubiera caído de la alforja del mundo mientras éste continuaba su camino. Ficción, sí, pero sólo en cuanto un retorno al pasado puede serlo.
Llegué aquí hace dos semanas que parecen dos años y siento ya, cabalgando la hora de mi partida, la nostalgia de los últimos días y esas postreras horas en compañía de Sveta, Marina y los demás. Vergonzosos al principio, no tardaron sin embargo en abrirse a mí, superando la barrera de ese idioma común que aquí, en esta periferia de la civilización, tanto se enseña y tan poco se practica. Y fue quien peor lo hablaba el que antes se soltó, insistiendo en referirme, lleno de orgullo patrio, la historia de cada lugar, cada monumento y cada edificio pese a que su pobreza de vocabulario resultaba más incómoda que entretenidas sus explicaciones. Desconocía Román casi todas las palabras que necesitaba y a cada instante había de preguntar por ellas a sus amigos, quienes, con paciencia y fraternidad encomiables, no le escatimaban la ayuda. Era el hombre, además, de esos que al hablar requieren sin tregua, con la mirada y el gesto, reconocimiento de estar siendo escuchados; y yo, horma de sus palabras, me veía forzado a un constante asentir y emparentaba con esos perritos de cuello oscilante que, varias décadas atrás, estuvieron de moda como adorno en los parabrisas.
Con el trato de esta gente he podido confirmar la empatía del pueblo ucraniano, esa cordialidad sincera con que tratan de sus asuntos sentimentales e intercambian emociones, abriendo sin pudor ni dramatismo su corazón a los demás; y no es sino con el mío un poco encogido que dejo esta ciudad que tan contrastadas experiencias depara al viajero. Kiev puede enamorarte o repelerte, pero nunca te resultará indiferente.
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Inmerso en luenga nube de resoplos y chirridos se estaciona, taciturno y fosco, el tren junto a la plataforma, cortando el frío húmedo de la atmósfera otoñal. Con una interrogación enseño mi billete a un empleado, que señala con largo ademán del brazo hacia un punto impreciso y distante. Macuto a la espalda, camino el andén durante varios minutos junto a la hilera de inacabables vagones de cuyo flanco arrancan las luces de la estacicón mortecinos y azulados brillos metálicos. Palpitante y vivo, el tren parece el fuselaje discontinuo y vibrante de una fabulosa tarasca mecánica.
Al fin alcanzo mi carruaje de segunda y asciendo la pina escalerilla. El espacio, bien caldeado, está dividido en compartimentos abiertos, cada uno con ocho camas-litera tapizadas en felpa granate: tres por mampara y dos en el pasillo: bajo y sobre la ventana. Todo el piso es de moqueta ceniza, y las paredes están revestidas con formica gris platino. En lo alto, sobre tapescos junto al techo, esperan las colchonetas, almohadones y mantas. Pasa un empleado repartiendo las sábanas.
Me fascinan estos trenes soviéticos, con su atmósfera hospitalaria y protectora, casi maternal, que me hace desear que el viaje nunca acabe. Para cualquier destino u horario, todo pasajero tiene siempre asignado, incluso con el billete más económico, no ya un asiento sino una litera; y, una vez acomodado en ella, ninguna otra tarea le cabe, mientras dure el trayecto, que la de disfrutar del movimiento del vagón: su cabeceo suave, el arrullo acerado y opaco de su nana ferroviaria. Ajeno y distante a los raíles que lo sostienen y a la propia vida cuyos extremos comunica, se torna entonces el tren una isla que, no pudiendo ser abandonada, induce a cierto recogimiento espiritual, y el tiempo parece quedar suspendido en un interludio sin quehaceres ni apremios, donde no hay obligaciones que atender ni asuntos que intervenir. Así, no sólo las actividades sino las preocupaciones mismas quedan aletargadas: Cuando llegue a L’viv habré de patear sus calles, enfrentarme a los elementos y sortear los cien obstáculos que la vida opone a cada paso; pero, mientras tanto, me siento invulnerable a esas cuitas atemporales, que sólo pertenecen al mundo exterior: un mundo que pasa frente a mi ventanilla como la proyección de una película: irreal e inofensivo.
¡Que no acabe nunca el viaje! ¡Que no se acabe!
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Pero el viaje se acabó y el tren me dio a luz en el seno de L’viv, una ciudad de bellísimas sonrisas femeninas…
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