Ilo sobre el Pacífico

Atardecer en Ilo

20 de agosto, Ilo

Han pasado ya dos semanas largas desde que tomé alojamiento en el hostal torateño que pagué para un mes entero, si bien, como el cuarto que me dieron resultó ser bastante inhóspito (austero, sucio, frío, ruidoso y con poca luz) finalmente sólo me quedé allí el tiempo suficiente para considerar amortizado el alquiler; o sea, poco más de diez días. Tiempo de sobra, no obstante, para llegar a conocer Torata del derecho y del revés. Un pueblo tan pequeño tiene pocos secretos, y durante esos días pude recorrer todas sus calles y explorar todos sus caminos. Me habría gustado también entrar en todos sus comedores, pero sus horarios resultaron incompatibles con mi hábito de alimentarme sólo cuando tengo hambre (y no cuando “es la hora”), puesto que -salvo uno- abrían sólo para el almuerzo. No es que Torata tenga un desproporcionado número de restaurantes (como tales, sólo tres), pero hay bastantes casas particulares que, sin pauta fija, abren de ordinario sus puertas al público para ganarse un dinero ofreciendo comidas durante dos o tres horas, normalmente a mediodía. Conté unos diez de estos informales comedores, número sorprendente para pueblo tan pequeño. No sé si esta costumbre es habitual en Perú o es que, por la cercana mina de Cuajone, Torata debe alimentar a muchos trabajadores sin casa propia en las cercanías.

“Surtido” estándar de bebidas en Perú: Coca-cola, Inca-kola (comprada por Coca-cola) y agua embotellada

Al cuarto o quinto día de mi estancia descubrí que había una oficina de turismo, y en un par de ocasiones estuve hablando largo rato con dos empleados que -para mi agradable sorpresa- parecían bastante más interesados en escuchar lo que yo pudiera contarles que en facilitarme información turística. Me llamó la atención su insaciable curiosidad por mis impresiones viajeras, no sólo las del Perú sino en general, y fui yo quien llevó el peso de la conversación en esas charlas. No obstante, alguna información obtuve de ellos, así como sus ideas sobre ciertos temas; como por ejemplo su -para mí inesperada- actitud crítica respecto a la minería, o su simpatía hacia Rusia en el conflicto con Ucrania. También me confirmaron que el clima en Perú está cambiando: en las últimas décadas hace más calor que antes, y llueve menos. En el aspecto turístico, fueron ellos quienes me sugirieron que viniese a visitar la ciudad en la que estoy ahora, Ilo, sobre el Pacífico. En principio no me convenció mucho la idea, porque en los mapas sinópticos esta costa aparece siempre con unas temperaturas más bien frescas; pero ahora puedo decir que tales mapas han resultado ser bastante engañosos, pues lo cierto es que aquí el clima, al menos estos días, es mejor que en la sierra.

Por el camino de Moquegua a Ilo. Las montañas del fondo no están nevadas: es arena blanca.

Cuando me cansé de esa deprimente habitación en Torata me fui a Moquegua para pasar varios días y planear mis próximos pasos. No me habría importado quedarme en dicha ciudad hasta emprender el largo camino de vuelta a Santiago de Chile, pero la dificultad para encontrar un alojamiento medianamente tranquilo y agradable me desanimaba. Por pura casualidad di con un hotelillo que no estaba mal en cuanto a ubicación, luz y ruidos, así que lo tomé durante tres noches para valorar mientras tanto las posibilidades que andaba barajando: (a) consumir en Moquegua el resto del mes y marcharme luego, desde allí, directamente a Santiago de Chile, (b) empezar ya mi regreso, tomándomelo con calma y pasando tal vez una semana por Argentina, o (c) aceptar el consejo de quedarme unos días en Ilo. Y dado que esto está a poco más de una hora de Moquegua, consideré oportuno venir primero en visita diurna de inspección: una buena mañana me subí a uno de los económicos minivan (30 soles ida y vuelta) que salen constantemente hacia la costa y me presenté aquí para ver qué tal; y como el resultado fue favorable, al día siguiente dejé Moquegua a mi espalda definitivamente y volví a Ilo para varios días.

Panorámica de Ilo desde el altiplano a su espalda

Ahora que empiezo a conocer un poco esta ciudad costera me resulta inevitable establecer comparaciones con las del interior. El contraste entre una y otras me hace advertir lo provincianas que son las demás localidades del Perú que he conocido: Tacna, Moquegua, Torata, Otora, Omate… todos ellos lugares de interior, con un ambiente muy campesino y la población más modesta que concebir se pueda: gentes de aspecto muy andino que no muestran la más mínima preocupación por la estética ni por la apariencia física. Aquí, en cambio, el tono de piel predominante es menos aindiado y las mujeres van un poco más arregladas (hasta he contado dos de ellas con falda; todo un récord). Por lo demás, la vida es algo más cara, y en la actividad y el estilo de vida puede percibirse ese característico aunque indefinible ambiente de litoral que siempre, en toda sociedad, es algo más dinámico y “progresista” que el de tierra adentro, si bien no soy yo capaz de determinar cuál es la causa y cuál el efecto: ¿son las localidades costeras las que atraen a determinado tipo de personas, o las que las transforman?

Ilo. El parque junto al mar

Por desgracia, lo que sí parece haber atraído Ilo es una buena cantidad de venezolanos, con sus llamativos peinados y tatuajes, su ornamenta metálica, sus gafas oscuras de chuloplaya y su chabacana vestimenta; y siempre pidiendo, llamando la atención, molestando y -cómo no- delinquiendo, según los naturales del país me han comentado en varias ocasiones. Ahora bien, lo que no se les puede negar a estos venecos es que son muchísimo más guapos que los peruanos, más bonito su color de piel, con mejor gusto vestidas y adornadas las mujeres (que no los hombres), en acusado contraste con las andinas, que combinan las ropas más feas sin importarles un bledo su aspecto externo, poniendo así de manifiesto una sorprendente –y tal vez, en el fondo, encomiable– carencia de presunción.

Flota pesquera de Ilo

Sea como fuere, Ilo le lleva a Moquegua la ventaja de ser mucho más tranquila (o menos bulliciosa), así como la de tener cien restaurantes donde sirven pescado y marisco frescos y a buen precio; de modo que es un buen lugar para variar mi dieta de las últimas semanas. Una de las cosas que he descubierto hace poco en Perú es que la buena carne de vaca no es nacional, sino argentina; y además no es fácil encontrarla (a juzgar por los comentarios que me hizo el gerente de un restaurante); de manera que, a la hora de la verdad, quien quiera carne nacional de calidad deberá limitarse al cordero y la alpaca. También está el cerdo, claro, pero a mí siempre me parece mediocre, comparado con el que se produce en mi tierra. En cuanto al pollo, generalmente es de crianza industrial. Pollo con arroz es la comida nacional. La inmensa mayoría de los restaurantes y comedores lo incluyen a diario en sus menús, cuando no es lo único que ofrecen; y apuesto a que, en un día cualquiera, eso es lo que come más de la mitad del país.

Otra especialidad que he encontrado en Ilo son las “papitas arrebosadas” (que no es deformación de “a rebosar” sino de “rebozado”), básicamente una gran bola de puré de patata rellena de mantequilla o queso, rebozada en huevo y frita. La sirven con “ensalada”, engañoso nombre que le dan aquí a la lechuga picada, a menudo sin aliño alguno.

Típica “papita arrebosada”

He estado escribiendo este capítulo en la terraza elevada de un restaurante junto al mar que tiene quizá las mejores puestas de sol de Ilo; pero, por desgracia, la música que ponen es insufrible: ese hip-hop cubano, bachata o como se llame, cuyas canciones tienen siempre idéntico ritmo, todas la misma voz de chicharra sintética distorsionad y el mismo tipo de letra, a menudo de una vulgaridad que causa rubor. No puedo evitar preguntarme por qué nos torturan con semejante basura: si es que le gusta a la clientela o es al pinchadiscos a quien le gusta. De manera que, en cuanto acabe de tomarme la Cusqueña Doble Malta que he pedido, me largo de este local para no volver.

Puesta de sol desde el restaurante

 

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Trotamundos, apátrida, disidente y soñador incorregible
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