Era de noche. Yo volvía de haber estado con alguien en algún sitio (¡lástima no recordar con quién ni en dónde!: era una parte interesante de esta historia que ya no podré recobrar) y, para regresar a casa, cogía el metro.
El metro de Madrid (si es que aquello era Madrid) ya no tiene taquillas, pero en este sueño sí: había dos, muy anticuadas y a pie de calle, antes de embocar unas escaleras que, en lugar de bajar, subían hacia el andén, como en algunas estaciones del metro de Kiev. Para una de las ventanillas no había cola, pero sobre el arco ostentaba un extraño piloto de leds, como la luz de freno de mi moto, aunque apagado; y la taquillera, al verme la intención, me miró con cara de pocos amigos, como diciendo: “no te acerques aquí”. No pude evitar pensar que, si desobedecía aquella silenciosa orden, al final tardaría más en conseguir mi billete que si hacía cola en la otra taquilla, que es lo que suele ocurrirme en las cajas de los supermercados. Así que me dirigí a esa otra, que no tenía el sospechoso piloto de leds y cuya taquillera, además, no me miró mal.
El billete que me vendió parecía más bien una entrada de cine: de papel, con dos mitades separables por una línea de puntos perforados; y, en efecto, una vez rebasadas las taquillas y antes de pasar por los tornos había, también como en las salas de los cines, un revisor que comprobaba la entrada. Más exactamente, una revisora: era una chica joven que, al verme, sonrió como si me conociera y me dijo: “apresúrate o pierdes el próximo tren, que ya está entrando”.
Contagiado por las prisas de la urbe, arrastrado por el resto de viajeros, apenas tuve tiempo de darle las gracias con un gesto y, al pasar por los tornos, ni siquiera acerté a validar mi billete, al cual, íntegro en la mano, miraba con perplejidad mientras me dejaba llevar por la corriente humana.
Entonces hice algo inesperado; no en el sentido en que suelen serlo las cosas que suceden en los sueños, sino en cuanto a mi carácter; algo que no había hecho nunca antes, que no iba ni con mi Yo real ni con el onírico, aunque lleve años intentando aprender a hacerlo, y que consiste en ser el único dueño de cada acto de mi vida. En esa ocasión, consistió en detenerme en mitad de las escaleras y preguntarme: “¿pero qué prisa tengo yo por llegar a casa?, ¿qué necesidad de correr para coger este metro, cuando lo que me apetece es pararme a saludar a la revisora?” Mandé entonces a paseo a las premuras y al tiempo, e inopinadamente di media vuelta, bajé los escalones y me dirijí hacia la joven, quien, para mi satisfacción, me había seguido con la mirada y recompensaba mi vuelta con una alegre sonrisa.
Lo que ocurrió a continuación -bien lo comprendí después- lo copió el tunante de mi Yo onírico, con alguna variación, del final de La semilla del tamarindo, una encantadora película que mi Yo vigilia había visto la noche anterior. Ocurrió que al llegar junto a la chica, cuya cara me resultaba personalmente familiar, nos abrazamos sin decir una palabra, con esa felicidad contenida, que pugna por desbordarse, de los novios tras una separación; nos besamos también, claro; y luego, cogidos del brazo, nos alejamos de allí charlando del modo más natural del mundo, como viejos compañeros, ajenos al metro, a las taquillas y a cuanto nos rodeaba; si bien yo, para mis adentros, no dejaba de preguntarme: “¿pero quién es?, ¿de qué la conozco?” Y sentí la imperiosa necesidad de averiguarlo.
Tenía que averiguarlo aunque para ello no hubiese más remedio, a riesgo de no volver a verla nunca, que salir del sueño -parcialmente si era posible; en cualquier caso temporalmente- con objeto de rebuscar en los archivos de mi memoria verdadera, ésa del Yo vigilia. Y así hice: desde dentro hacia fuera, como Alicia que saca medio cuerpo del espejo, me supe en un duermevela durante el cual, aquende, olfateaba el rastro de aquel rostro mientras que, allende, me afanaba por mantener viva la escena para poder regresar a ella y junto a mi enigmática enamorada, no fuera que se me escapase para siempre. Pero ambas eran, ¡ay!, pretensiones encontradas, pues para mejor encontrar el buscado recuerdo más tenía que emerger de la espesa bruma que separa ambos mundos y, por tanto, mayor el riesgo de no poder regresar a la felicidad junto a ella; una felicidad que, aunque soñada, es desde luego mejor que la inclemente realidad. El desenlace fue inevitable: cuando por fin conseguí aprehender dónde había visto a la chica (que resultó ser una cajera del supermercado de mi barrio, con quien no he hablado jamás) ya no había vuelta atrás. Las brumas se habían cerrado tras de mí y ya no pude hallar la puerta: estaba irremisiblemente despierto.
Pero quizá… ¿quién sabe..? quizá si me acerco al supermercado y le hablo… quizá ella también me reconozca como aquel hombre del metro y podamos, cogidos del brazo, continuar nuestra charla mientras nos alejamos, juntos, hacia la luz de la tarde.
Un ejercicio de virtuosismo literario. Chapó!
¡Muchas gracias! Aunque, como siempre, al volver sobre él pasados los días le encuentro nuevos fallos. Tendré que darle una revisión.