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En el extremo nororiental de Noruega –donde el Este y el Oeste tienen un silencioso encuentro– el actual condado de Finnmark fue durante siglos territorio de los sami, llamados finnar (fineses) por los antiguos nórdicos; y hoy en día es la mayor y más despoblada provincia del país, con una línea de costa –islas inclusive– que mide cerca de siete mil quilómetros; es decir, aproximadamente la misma distancia que hay desde Madrid hasta aquí. Si pudiera hacerse todo el litoral de Finnmark en moto, yendo a un ritmo como el que traigo durante este viaje se tardarían dos meses.
Nordkinn, una de las cuatro penínsulas del condado, es una región de fascinante naturaleza y asombrosos paisajes que hoy voy a recorrer hasta su extremo norte cruzando ciento cincuenta quilómetros de tundra, al final de los cuales, como un balcón sobre el mar de Barents, se asoma el emblemático faro Slettnes, a veces considerado como la cima de Europa.
Desde el solitario Ifjord, donde he pasado la noche, los primeros treinta quilómetros de carretera discurren por el litoral peninsular, que goza de un clima menos severo que el interior, por lo que no es de extrañar que la sexta parte de la población del condado viva a menos de cien metros del mar.
Por otra parte, como los fríos vientos polares suelen provenir del nordeste, es también lógico encontrar más asentamientos sobre las costas de poniente, en cuyos golfos más abrigados verdean algunas granjas y terrenos cultuvados.
Pero a partir de Bekkarfjord la carretera se adentra ya por las tierras altas de Nordkinn, y no las abandonará en los siguientes setenta quilómetros que se requieren para atravesar la parte más árida y extensa de la península.
Este tipo de terreno, que ocupa el 99,9% de Nordkinn, es muy pedregoso y en su escaso subsuelo no crece más que la hierba. Aquí, en estas lomas salpicadas de lagunas, el viento se despacha a su gusto y hace frío incluso en los días más soleados del verano.
Después de un tramo tan pelado y gris como éste, Mehamn –centro administrativo de la península– se percibe como un alegre pueblecito pesquero que, con los blancos y azules de esta mañana soleada, pareciera soñar con el Mediterráneo. El pueblo invita a detenerse para estirar las piernas y hacer algunas fotos, mientras el graznido de las aves pone una nota pesquera sobre los barcos del puerto acentuando la sensación de vida.
Por cierto que tienen la fea costumbre los chavales de estos países, cuando van en bici, de hacer derrapar la rueda trasera sobre la grava al cruzarse con un extraño; signo cuyo preciso mensaje desconozco pero del que resulta difícil ignorar el matiz desafiante, insolente, máxime al observar que, después de hacerlo, quedan los chavales un momento mirando hacia atrás, buscando los ojos del extraño, como para comprobar el efecto causado. Un gesto poco hospitalario que tengo ya observado en Estonia, en Finlandia y ahora también en Noruega, y que me recuerda –salvando las distancias– al escupir al suelo de los gitanos, que es su guante arrojado al pasar.
En fin, chiquilladas aparte, encuentro a Mehamn tan agradable que acudo a su albergue, Vandrerhjem, a preguntar por alojamiento. Situado en la minúscula península de Vardholmen, separado de las casas del pueblo por un pequeño golfo natural, goza de una ubicación privilegiada, comparable a la hermosura del cuidado edificio y las casetas de que consta. Desafortunadamente, los viajeros espontáneos como yo lo tenemos difícil, porque recepción sólo abre dos horas al día, por la mañana, y me la encuentro cerrada: ya no abrirá hasta el día siguiente.
Está también el hotel Mehamn Arctic, en un lugar delicioso junto al puerto, pero se me va un poco de presupuesto. Cuando voy a coger la moto para marcharme, me llama la atención ver aparcado enfrente un tipo de vehículo que no había vuelto a ver desde que, hace ya lustros, estuve visitando los territorios del Yukón, en Canadá: se trata de un híbrido entre camión y autobús, cuya extraña apariencia cobra sentido en regiones despobladas y terminales como ésta, donde mano de obra y combustible son caros a la vez que fletes y pasajeros escasos, de modo que no se costea transportar a unos y otros por separado en autobuses y camiones convencionales. Estos híbridos optimizan los recursos.
Desde Mehamn hasta Gamvik y su faro del fin del mundo, Sletness, hay ya sólo una veintena de quilómetros, pero incluso en tan breve distancia puede un turista por Noruega hallar más y mejores paisajes que en doscientos quilómetros por Finlandia o Polonia.
Y sólo rara vez, muy rara vez estas carreteras dejarán de ofrecernos nuevos panoramas al doblar de cada curva.
Gamvik es sólo otro diminuto pueblo pesquero en uno de los lugares más remotos del continente; un bonito lugar sin importancia que viene atrayéndome hacia sí desde hace días con ese encanto de lo lejano y solitario. ¡Y aquí estoy! Dos meses y medio tras haber emprendido este viaje me hallo en la otra punta de Europa. Ya no cabe ir más lejos. ¿Era este mi destino, el Ninguna Parte que buscaba? ¿O era por ventura otro engaño con el que convencerme de que el viaje tenía, si no un fin, al menos sí un sentido? Resulta difícil decirlo… y acaso ni siquiera importe, en tanto funcione.
A las veces se me hace como que estas pequeñas metas, estos objetivos parciales que me marco, son la zanahoria que pongo delante del burro para que vaya tirando. Claro que me siento satisfecho por haber llegado hasta aquí, pero no particularmente ufano, pues poco mérito hay en dejarse llevar a horcajadas de una moto por carreteras asfaltadas de países civilizados. ¡Y hay quien insiste en llamarle a esto aventura! ¡Qué bajo ha caído la aventura, entonces!
Cambiando de tema, me asalta de repente una pregunta–quizá extemporánea para este capítulo, pero aquí se me ha ocurrido: ¿dónde están las famosas noruegas? Esas rubias despampanantes, de cuerpo escultural, de nuestros mitos juveniles, ¿qué se ficieron? ¿Existían de verdad, o fueron sólo el delirio imaginativo –represión hecha fantasía– de los guionistas españoles de los setenta? Y me lo pregunto porque, de existir, acaso vivanr todas en Oslo, satisfaciendo sus instintos consumistas y peleándose por alguno que, gracias a la sobrecuota, debe estar poniéndose las botas a procrear; porque lo que es aquí, en el condado de Finnmark, no veo más que hombres, escolares y viejas. Las noruegas de Alfredo Landa no están. Suerte que no es eso lo que vine a buscar, porque, si no, ¡vaya chasco!
No me queda sino acercarme a Slettnes fyr, el faro de Gamvik, a tres quilómetros del pueblo por un camino de grava. Es curioso que no esté involucrado en ninguna leyenda, ni haya nada de notable en su humilde armazón de acero forjado, salvo que resultó dañado durante la SGM y posteriormente reconstruido. Sin embargo –y salva la rivalidad con Cabo Norte– es la cima del continente Europeo.
Hay, eso sí, una nota curiosa que comparten todos los faros de las latitudes extremas: están apagados desde mayo hasta agosto; y eso debido a las noches blancas, la permanente luz diurna que dura por término medio unos tres meses.
Si bien se piensa, hablar de puestas o salidas del sol en las regiones polares es un vicio del lenguaje; conceptos forzados por la cultura prevalente en el resto del mundo, pero que aquí carecen de sentido porque los fenómenos astronómicos que conocemos comono aurora y ocasso no se dan; o, si lo hacen, no tienen ni con mucho la relevancia que, en cualquier otra región del planeta, por derecho propio les pertenece.
Tomemos como ejemplo el caso extremo de los polos, donde el sol no nace más que una vez al año y una vez sólo se oculta, tras una aurora y un ocaso que duran cientos de horas. ¿No sería irreflexivo hablar, sin más, de puestas y salidas de sol? ¿Tendrían esos acontecimientos polares correspondencia alguna con nuestro concepto diario del astro naciente y poniente? Más aún: ¿cabe acaso en los polos hablar de mañanas o tardes, de mediodías o medianoches? Evidentemente no. Tan es así, que el ser humano, evolucionado en latitudes intermedias, encuentra difícil incluso imaginar una duración del día –o la noche– cientos de veces mayor que a la que sus genes se han acostumbrado durante el último millón de años. Démonos cuenta de que el día completo polar coincide con el año: ¡dura 8760 horas!
Cierto: prácticamente nadie vive en el polo, y a medida que nos alejamos de él empiezan a recobrar sentido nuestras nociones temporales. Aun así, Slettnes o Nordkapp, la península de Norkinn o incluso todo el condado de Finnmark están apenas a 19º del polo, donde el año sólo contiene ciento cincuenta días propiamente dichos; el resto del tiempo transcurre en una claridad u oscuridad contínua. Por eso hay que alejarse como mínimo hasta el círculo polar para que nuestras ideas sobre el día y la noche, la aurora y el ocaso, grabadas a fuego en nuestros genes, encajen con la realidad temporal y astronómica.
Y es por esta razón que yo apostaría a que, en las lenguas de los esquimales y otros habitantes nativos de las altas latitudes, no existe ninguna palabra que signifique puesta o salida del sol; o a que, caso de existir, ni se corresponde con nuestras ideas ni describe los mismos fenómenos. Acaso tengan ellos –sí, seguramente– palabras que expresen la época del año en que el sol, poco a poco, deja de verse, y la en que vuelve a aparecer, pero días o noches, auroras u ocasos, ésto seguro que no.
El faro de Slettnes tiene un pequeño museo y ofrece también algún alojamiento, que me resulta tentador; pero llevo varias jornadas durmiendo en lugares solitarios y hoy me apetece un poco de sociedad; al menos, un bar donde tomarme una cerveza y ver media docena de caras. Así que subo a la motocicleta, pongo en marcha el motor y, yendo con cuidado por el camino de tierra, vamos dejando atrás este non plus ultra noruego.
Hay en Gamvik, en el propio pueblo, una casa de huéspedes que tiene también un pequeño pub, pero el dueño anda en la factoría de pescado, según me dice una bonita mujer rusa que vive aquí con unos cuantos compatriotas. Esta región, por lo que veo, está llena de rusos que trabajan en la industria pesquera o en la construcción. Apenas habla inglés, pero lo bastante como para hacerme comprender que hay una habitación libre y que va a llamar al dueño, a ver qué dice. Al cabo de un rato viene con la respuesta: no. El negocio está enfocado a inquilinos permanentes, y al hombre no le merece la pena dar alojamiento a un viajero solitario por un día. Lástima: habría sido un lugar muy carismático para pernoctar.