Konttori

Konttori era el local de ambiente nocturno más afamado de la ciudad, aunque desde luego no el mejor: siempre lleno de humo, encharcado de cerveza y alfombrado de vasos rotos, con su pequeña y sofocante pista de baile, sus largas colas para entrar, sus elevados precios y las malas pulgas de sus porteros. Sin embargo, por uno de esos caprichos populares, era el lugar predilecto del mujerío y, en consecuencia, también el de los hombres. Después de todo, solía traerme suerte y rara vez defraudaba mis expectativas.

Apostado en uno de los rincones estratégicos de la barra, con mi pinta de stout en la mano, vigilaba la entrada y las evoluciones de todo elemento del género convexo que caía en mi campo de visión. Era mi última noche allí; mi última noche en la ciudad: al día siguiente abandonaba el país para una larga temporada; en realidad para siempre.

La mujer apareció de pronto en el foco de mi retina. Su entrada me había pasado desapercibida. No era más guapa ni, desde luego, más joven que las demás, pero sí una de esas pocas personas que tienen algo en la expresión que les confiere un innegable atractivo y las hace destacar de entre los demás. Sus ojos brillaban con una sonrisa propia, permanente. Pero como iba acompañada por un hombre procuré relegarla al olvido.

No obstante, al cabo de un rato, en mi tránsito desde la barra hacia la pista, pasé junto a la pareja y espontáneamente, sin detenerme, le dije a ella:

–Tú tienes algo especial.
–¡Muchas gracias! –respondió de inmediato–, tú también –y una sonrisa en su boca vino a subrayar la que sus ojos ya expresaban.

Más tarde me la crucé de nuevo: se encaminaba hacia la barra, sin compañía, como buscando a alguien; al llegar a mi altura se detuvo y me regaló una espléndida cara de gratitud. Estaban sonando las lentas y pensé que tal vez quisiera bailar, de modo que se lo ofrecí.

–No, gracias –me dijo–. Estoy por aquí con mi marido. Pero quería agradecerte lo que antes me has dicho.
–Bueno –le repuse–, no tiene importancia. Se me vino a los labios lo que pensaba; eso es todo. Tienes –busqué las palabras– como una chispa… Tienes la chispa; un aura que te distingue del resto. A lo mejor es que miras directamente a los ojos; no lo sé…
–¡Muchísimas gracias, de verdad! Sí, es cierto que nuestro pueblo padece un exceso de timidez. Pero no dejes nunca de hacer eso, por favor. No dejes de expresar esas cosas.

Nunca me había encontrado con una mujer tan agradecida por un requiebro. ¿Sería posible –me pregunté– que nadie le hubiese dicho antes algo parecido? El piropo no se estila por esas tierras.

Aún hablamos unos minutos. Me dijo un nombre que ya he olvidado, como ella habrá olvidado el mío, y nos dimos la mano, prolongando el contacto, que se convirtió en una caricia, hasta el final de la charla.

–Muchas gracias –repitió, por última vez, antes de despedirnos–. ¡Que tengas una buena vida!
–Lo mismo te digo.

Nada más separarnos, y antes de girarse, me lanzó en sus dedos un beso que –¡torpe de mí!– no supe atrapar a tiempo y que fue a perderse entre el humo, la música y el bullicio de Konttori.

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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