Corazón de agua, corazón de hielo

Así que allí estaba yo, de regreso en mi pueblo natal, recibiendo un espontáneo homenaje que la gente me rendía por haber vuelto de mis inmumerables viajes por esos mundos de Dios. Era un encuentro informal, en mitad de la calle; y en una atmósfera de fraternal armonía todos se me acercaban para darme la bienvenida, estrecharme la mano, palmearme la espalda, o para decirme alguna palabra calurosa, de reconocimiento o de elogio; todos querían hablar conmigo, saludar al hijo pródigo, lo mismo mis pocos amigos que los demás conocidos, e incluso aquellos a quienes nunca les fui simpático, que eran mayoría; pero, lejos de sonar hipócritas o fingidas, sus muestras de afecto parecían reales; es decir, todo lo real que aquel curioso encuentro podía ser. Y entre la concurrencia estaban también algunos amigos que hice en otros países, personas que jamás visitaron mi pueblo ni es probable que lo hagan nunca, si bien tales detalles no me pareciesen inverosímiles en ese momento: ni la presencia de éstos ni la sinceridad de aquéllos.

Y allí estaba yo también, simultáneamente (advierte, lector: simultáneamente), sentado en la silla del director -por así decirlo- y dirigiendo la recién descrita escena, comentando su desarrollo con un ayudante invisible, introduciendo pequeños cambios, mejoras que se nos ocurrían sobre la marcha: este personaje un poco más allá, ése más acá, aquél que diga otra frase, el otro que intervenga antes; y con cada retoque del guión era yo de nuevo (de nuevo y, paradójicamente, a la vez) intérprete de lo que estaba sucediendo en realidad (aunque, en realidad, nada de aquello sucediese), que no actor en película alguna: no como esas estrellas de cine que se meten a directores para dirigirse a sí mismos (sin que, obviamente, puedan hacer ambas cosas a un tiempo), sino como verdadero demiurgo de un episodio en el que estaba yo mismo verdaderamente inmerso, soñador y soñado dentro de mi propio sueño.

Y allí en la esquina de mi pueblo, entre sus habitantes de toda la vida y mis amigos extranjeros, unos y otros me dijeron que, porque yo era por las mañanas como el agua y, según pasaban las horas, era al cabo del día como el hielo (metáfora desacertada donde las haya, si bien en ese momento yo la aceptaba como válida y hasta llegué a justificarla como cierta), habían decidido ponerle a mi sueño el hermoso título de Corazón de agua, corazón de hielo.

Del argumento completo de la historia, que se desarrolló con todos sus episodios y pormenores desde el principio hasta el fin, ahora que esto escribo sólo recuerdo ese título, que el soñado yo director había encarecido a mi subconsciente memorizar para cuando despertase. Corazón de agua, corazón de hielo; un título evocador y sonoro que brindo a quienes esto lean y tengan la fantasía, y las ganas necesarias, para escribir algo a lo que le vaya bien; porque yo, personalmente, no puedo.

¡Ay, cómo envidio a ese yo soñador, capaz de tejer originales historias con las que el yo de la vigilia no podría ni soñar!

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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6 respuestas a Corazón de agua, corazón de hielo

  1. Pedro dijo:

    Ya empezaba a echarte de menos, un saludo

  2. julio dijo:

    curioso relato

  3. Phil marty dijo:

    CALIFORNIA AND THE U.S. HAVE ILLEGAL ALIENS TOO. BUT WE NOW HAVE HOPE. THE GREAT DONALD TRUMP. BEST PRESIDENT IN MY 62 YEARS.

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