El abandono

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Cuando ascendí al empleo de capitán en el ejército, me destinaron al archivo histórico central. Era un puesto que nadie quería, por tener la mayoría de mis compañeros de ascenso aún el espíritu guerrero y aspirar, por tanto, a destinos más operativos, con mando efectivo sobre tropa y, a ser posible, con oportunidades de intervención no ya en maniobras, sino en cualquiera de los conflictos reales repartidos por el mundo. A mí me habían asignado el archivo un poco a modo de castigo, por mi espíritu crítico y contestatario, pero lo que mis superiores ignoraban era que, con dicho castigo, me habían dado todo el gusto, pues yo habría solicitado ese destino de todas maneras.

De aquella enorme sala que ocupaba el archivo, más bien oscura, abarrotada de estanterías alineadas como soldados en perfecta formación y llenas hasta la última balda de libros y legajos, a mí me interesaba un único documento: se trataba de un grueso diario manuscrito, más bien una biografía, que narraba una buena parte de la vida de un soldado, más tarde llegado a comandante, que yo tenía fundadas razones para creer había sido mi padre. Entre las páginas de ese cuaderno había una única fotografía, en blanco y negro, en la que cuatro soldados se reían, en actitud de franca camaradería, recostados sobre la tierra pedregosa de un encinar. Por el envés, en una caligrafía antigua que no era la misma con la que estaba escrito el diario, sólo había una fecha: marzo 1936.

Como responsable del archivo, tenía absoluta facilidad para consultar aquel documento con el detenimiento y la extensión que me pluguiesen; y, por supuesto, lo leí entero más de una vez con verdadero interés no solamente histórico sino, huelga decir, personal. En cada nueva ocasión, me fijaba en detalles que me habían pasado desapercibidos en la anterior; escudriñaba fechas, nombres, topónimos y referencias que pudieran ayudarme a averiguar algo más de aquel personaje a quien, por razones que ya se verán, yo atribuía mi paternidad.

El diario comenzaba así:

“Si hay algo que no puedo soportar, es el abandono.

Al cumplir los dieciséis años salí de la casa de mis padres, dejé el pequeño pueblo en el que vivíamos y me fui de voluntario a la mili. Nunca tuve la intención de abandonar para siempre mi tierra querida, con sus áridos campos, sus pinares y sus robledos, con sus casas y aldeas del mismo color que el sustrato geológico de aquellos montes, con su centenar de inolvidables aromas y con alguna moza que me había hecho suspirar; pero quise conocer otros lugares y otra gente (aunque más tarde descubrí que la gente era igual en todas partes), escapar durante una larga temporada del abrazo protector de madre y de la ciega rutina campesina de padre, aprender quizá un oficio que no hubiera en el pueblo y, en suma, dar libertad a mis jóvenes energías.

Pero la guerra estalló poco después de haberme incorporado a filas y pasé los siguientes cuatro años luchando en el frente, al que sobreviví, ayudado por Fortuna, sin más que unos rasguños y una notable pérdida de audición en el oído izquierdo. No voy a contar los horrores de la guerra porque ya  muchos otros los han descrito sobradamente con mayor o menor acierto y porque, en el fondo, yo no lo pasé mal: a pesar del peligro a que estábamos expuestos cada día, o tal vez por eso mismo, había en el frente un sentido humano de la camaradería, de la amistad y la lealtad que jamás he vuelto a encontrar en parte alguna.

Al acabar la guerra, nos concedieron un largo permiso que aproveché para regresar a mi pueblo; fue un largo viaje, cambiando varias veces de autobús, haciendo largos trechos caminando, o bien pidiéndoles jalón a algunos coches particulares que pasaban. Por aquellos días, los militares viajábamos gratis a todas partes. Yo había emprendido este camino con otros compañeros que eran también de por allí, de lugares cercanos a mi pueblo, pero yo era el único que no descartaba la idea de quedarme. Los demás, decían, querían emigrar a alguna ciudad; yo sólo quería volver al campo, abrazar a padre, besar a madre y no separarme ya de ellos.

Pero cuando llegué a la aldea la hallé totalmente abandonada. El sol pegaba con fuerza en las fachadas de piedra y barro, acentuando la sensación de soledad. No quedaba un alma allí, nadie siquiera que pudiese darme razón del destino de sus pocos habitantes. Mi casa estaba cerrada. Fui hasta el pequeño cementerio tras la iglesia y encontré bajo una misma lápida las iniciales de mis padres, junto a un año: 1937. Pese a que nunca, durante los años de la guerra, tuve la sensación, el presentimiento o el temor de que pudiera pasarles algo, lo cierto es que no me sorprendió ni turbó mi ánimo ver aquella tumba. Quizá había visto ya tanta muerte que había dejado de impresionarme. Lo que, en cambio, sí me dolía en lo profundo del alma era el abandono del pueblo. Recé una oración, corté unas flores que puse junto a la pequeña cruz y luego, cabizbajo, comencé a caminar por la vereda polvorienta hacia el pueblo grande más cercano…”

(NOTA: Este fragmento ha sido, en su totalidad, fruto de un sueño; me he limitado a transcribirlo tal como lo recordaba al despertar; por eso, siendo mi imaginación mucho más pobre que mi fantasía onírica, nunca podré concluirlo, salvo que otra noche, a lo mejor, sueñe su continuación.)

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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