Es un mediodía cualquiera del templado invierno en Torata, una pequeña villa serrana de Perú. Un numeroso grupo de escolares, uniformados de azulón y blanco, aparece por una esquina de la plaza del pueblo bajo la dirección de varios adultos y, con una ingenuidad tan conmovedora como desdichada, comienzan una suerte de representación consistente en varios actos que no parecen guardar demasiada relación entre sí. En uno de ellos, un puñado de varoncitos camina con las espaldas encorvadas como bajo el peso de la esclavitud (¿ejercida por algún temible dictador, o acaso por los mismísimos conquistadores españoles?) en tanto que otros cuatro o cinco, detrás, los fustigan teatralmente de manera inclemente, arrancándoles hartos gemidos de dolor. En el siguiente acto, un grupo de bravas libertadoras (históricamente muy representativas, pues siempre fueron las mujeres quienes trajeron la libertad a las naciones oprimidas) desfila al muy razonable -aunque desganado y sin convencimiento- grito de: “¡Queremos libertad, viva la democracia!”; de donde puede inferirse que en Perú no existe ninguna de ambas cosas (lo cual, irónicamente, es la pura verdad, extensiva al mundo entero) o que cuanto de ellas pueda haber lo traen esas jóvenes mestizas con sus protestas, gracias a las cuales el pueblo habría dejado de sufrir alguna tremenda represión autoritaria y muy probablemente heteropatriarcal.
Los otros actos representados parecen menos claramente simbólicos, como el de los alumnos saliendo por turno al imaginario proscenio a cantar las loas de los oficios tradicionales locales (esos con los que dieron al traste el crecimiento y el progreso brindados a Torata por la vecina mina de Cuajone): el lechero, el aguatero (que vende agua), la panadera, la tamalera, etc.
¿Sería demasiado naíf preguntar si esa representación supone una protesta contra la minería o una simple manifestación de “identidad cultural” revitalizada gracias a la democracia y la libertad?
Es difícil no contemplar a esos estudiantes con ternura; mas ¡ay, qué fácilmente maleables son sus ingenuas mentes y qué sencillo es adoctrinar a los pueblos, lo mismo a los cultos que a los incultos! El daño que gobernantes sin escrúpulos (si tal expresión no es redundante) hacen a sus naciones es incomensurable.
Una tercera o cuarta parte de esos escolares, sanos y fuertes como robles, llenos de inquebrantable vitalidad y salud, llevan puesto el tapabocas. Why, oh why? Cuando los poderes fácticos abrieron la mano de las restricciones y permitieron a la población mundial respirar en paz (dicho sea en su doble sentido), la mayoría de los países occidentales se liberó en masa, aliviada, de casi todas las medidas “higiénicas y preventivas”, empezando por los nasobucos, siguiendo por el distanciamiento social, por las reuniones invernales al aire libre, las aulas con ventanas abiertas, las restricciones a la libertad de movimiento e incluso la compulsiva necesidad de acudir a la clínica más próxima para inyectarse la última “dosis de refuerzo” del preparado mágico. Hasta los afirmacionistas más recalcitrantes, los moralmente superiores salvadores de vidas, debieron de sentir en su fuero interno -pero sin confesárselo- que ya estaba bien de tanta cautela absurda que no había podido evitar que la inmensa mayoría de la población se contagiase de todas formas, y varias veces, con la dichosa variedad gripal; aunque -por supuesto, y para evitar la disonancia cognitiva- aquéllos se dijeran a sí mismos que, de no haber obedecido ellos las normas como ejemplares ciudadanos, habría perecido la mitad de la humanidad.
Por eso resulta tan llamativo que, mientras Occidente abandonó con diligente presteza las medidas sanitarias a la voz de mando de la OMS, Hispanoamérica persiste en flagelarse con tapabocas y geles hidroalcohólicos. La “pandemia” ha acabado para todo el mundo, nos dice el étnicamente diverso Tedros Ghebreyesus desde su privilegiado púlpito; y sin embargo, en Perú…
Otro mediodía cualquiera de ese mismo templado invierno, en una juguería del mercado de Moquegua, una mujer pide un extracto de frutas y vegetales que posiblemente imagina revitalizador, dietético, gluten-free, ecológico, sostenible y con perspectiva de género. La vendedora, con las manos desnudas y brillantes por la mezcla de néctares que resbala desde la hoja del negruzco cuchillo, manos con las que ha estado tocando los dineros tendidos desde los sucios dedos de cien clientes anteriores, trocea con destreza las verduras y frutas que, impregnadas de esa pringosa y dulzona mezcla de líquidos (en cada una de cuyas gotas hay un billón de gérmenes, incluyendo al espeluznante sars-cov2) va dejando caer en el vaso de la desbocada batidora. La cliente, que no aparenta cobardía ni pusilanimidad algunas ante el amenazador cóctel patógeno que, acto seguido, se mete entre pecho y espalda con ayuda de una higiénica pajita, muestra en cambio un muy cívico temor ante los bacilos que puedan impactar e invadir su organismo desde el aire, y en consecuencia no lleva al descubierto ni un solo fragmento de su piel: guantes de lana (negros), camisa de manga larga y abrochada hasta el cuello, mascarilla (negra), gafas (para la vista) superpuestas a las cuales lleva otro par de gafas (negras) de sol que hacen al observador recordar al Hombre Mosca, el pelo (negro) cubriéndole la parte de la cara que no le tapan los elementos anteriores y, de remate, un sombrero… negro ¿Qué clase de retraso mental debe de tener una persona así?
A esta peculiardad hispanoamericana (y no nos referimos aquí a la aprensiva neurótica recién descrita, que sin duda es una excepción incluso en esta sociedad); a esta porfía en continuar con las normas preventivas cuando ya la voz autorizada de LA CIENCIA (ese árbitro único y supremo de la sanidad global que es la OMS) ha dicho que nada de eso es ya necesario; a este grado de traumatización post-covid que difícilmente tenga parangón en el mundo, no es fácil encontrarle explicación. Puede que estos países sean los pueblos más respetuosos del orbe para con la salud ajena y los más cautos para con la propia (hasta el punto de estar dispuestos a sufrir molestias e inconvenientes con tal de no poner en riesgo ninguna de aquéllas), o puede que sean los más ignorantes y crédulos; sin descartar una combinación de ambas causas, pues la primera, por sí sola, no es suficiente para explicar el fenómeno, dado que las ideas de “respeto y cautela” frente a una amenaza inexistente (si hemos de creer -¿y cómo íbamos a cometer la herejía de no hacerlo?- el infalible y unánime dictamen de LA ciencia personificada en Ghebreyesus) exigen que ésta se perciba como real, lo cual requiere a su vez unas buenas dosis de candidez, incultura y superstición, atributos de los que las sociedades hispanoamericanas no andan precisamente escasas.
Ahora bien: quien intente despachar la cuestión del excesivo temor al contagio que persiste en estos países atribuyendo su causa a la ignorancia y la credulidad de sus habitantes estará obligado a preguntarse: Y en esencia, ¿en qué se diferencian los iberoamericanos del ilustrado Occidente? ¿Acaso en su día no nos asustamos, con el mismo espantajo, en el mismo grado que ellos hoy? El hecho de que en este continente los efectos traumáticos del miedo inducido sean más profundos o duraderos que en Europa no cambia la idéntica naturaleza y origen del efecto provocado por la campaña universal del pánico. Los argumentos que esgrimieron la prensa y los gobiernos (vasallos del poder económico) fueron exactamente iguales a lo largo y ancho del orbe entero, y todos y cada uno de los habitantes del planeta reaccionó en uno de los dos modos siguientes: o se convenció de que una temible plaga amenazaba a la humanidad, o despreció tal historia; es decir, o afirmacionistas o negacionistas. No hubo prácticamente término medio. Por eso, quien ahora caiga en la tentación de explicar la mayor aprensión de un pueblo (en este caso el Perú) por su mayor ignorancia o credulidad, deberá aplicarse esa explicación también a sí mismo. Quizá en Occidente nos “recuperamos” del miedo al virus con más rapidez que en Iberoamérica, pero eso no nos redime de la credulidad en su día demostrada, que en nada se diferencia de la de esta gente. De hecho, a alguno conozco yo que fue el primero en “protegerse” (o sea, en amedrentarse) y más tarde pretendía reírse de los más temerosos.
Pero entonces, si no es una cuestión de incultura, pusilanimidad o candor, la pregunta sigue sin respuesta: ¿por qué en esta parte del mundo ha calado tan hondo el “protocolo sanitario”? Que me conteste quien pueda.
Muy cierto. En El Salvador aún se pueden ver personas “enmascarilladas” en convocatorias públicas. En fin. Las desgracias que trajo la movilización mundial de esa alerta a cada uno nos tocó en medidas diferentes. En mi caso, desproporcionada, por la muerte de mi compañera, más que probablemente provocada por esa vacuna mágica combinada con un desafortunado vuelo que hizo de ese coctail la rotura de su corazón. Mala suerte para Tere. Ella se llevó la peor parte.
Pues fíjate, pese a lo crítico que soy yo con las “vacunas”, no se me había ocurrido que el de Tere pudo ser uno de tantos casos de “efectos adversos” no estudiados, ni contabilizados, ni mucho menos publicados. Pero ahora que lo dices, es muy probable. Aunque con cuentagotas, cada vez está saliendo más información sobre el sospechosísimo exceso de mortalidad NO imputable al covid, incluso según datos oficiales. Por supuesto, ninguna autoridad se atreve a decir en voz alta que pueda ser debido a las inyecciones mágicas, pero está en la mente de todo el mundo.
Aquí en Perú lo de los nasobucos va “por rachas”. En algunos sitios no veo a casi nadie con él puesto, y en otros lugares o entornos de pronto lo lleva la tercera parte de la gente.