Ir de putas

Ir de putas ya no es lo que era.

No lo es, porque las putas ya no son lo que eran. No hablo, claro, de Madrid, Barcelona o ninguna ciudad grande, donde seguramente siempre ha habido mucho más movimiento del personal -oferta o demanda- sino del ámbito provincial y rural.
Antes tenían las putas una historia asequible, una vida local y un paradero conocido; las saludaba uno al cruzarse por la calle y acudía a ellas en busca de sus servicios profesionales igual que se busca al técnico cuando se le necesita, oye, Leandro, que la tele perdió la imagen. Antes se podía ir de putas como quien iba a ver a la novia; al fin y al cabo, una y otra la misma cosa. Eran como una novia que no podía comprometerse, que tenía otros novios y que, en lugar de sacarnos el dinero, directamente nos lo pedía. Algunos clientes más asiduos incluso tenían crédito. La puta podía ser amiga, psicóloga, confidente, compañera y a veces igual que una madre. Como siempre eran las mismas, plaza fija durante años, con frecuencia se establecían con ellas relaciones afectuosas, de cariño. Incluso no era difícil que se encapricharan de uno y de vez en cuando le hiciesen alguna faena de balde. Cierto que los muchos años trabajando en el oficio las ajaban de forma prematura y era difícil encontrar una que conservara firmeza, belleza y frescura; pero su falta de atractivo físico quedaba compensada con su familiaridad casi entrañable, con su cierta ternura residual no fingida y su saber hacer profesional.
Pero desde el advenimiento de las extranjeras todo cambió. Donde antes reinaran la confianza y la tranquilidad, vinieron la desconfianza y las prisas. Ir de putas empezó a tornarse una actividad febril, casi estresante: en su atolondramiento de novatas y su prisa por pagar la deuda con los coyotes, la relación con el cliente se hace impersonal y fría; lo primero es pedirte la platita, luego el tiempo siempre apremia, aprisa, aprisa, y por último si pueden te roban la cartera. Y ya no se puede tener la seguridad de encontrar a ninguna conocida porque ahora las chicas en los burdeles se renuevan con rapidez; de lo que, por cierto, algunos puticlubes hacen triste gala, anunciando el cambio de personal como si se tratase del ganado que se merca en una feria o el género en una pescadería, Maruja, todo el pescado es fresco, todo se vende en el día. Cierto que los nuevos países proveedores nos suministran un material de primera, jovencísimas beldades que despiertan el incesto que cada hombre abriga, chiquillas que de otro modo jamás poseeríamos, esbeltas y prietas niñas con el pecado o el desprecio (a cual más excitante) pintado en el rostro y que encienden nuestra pasión como nunca lograron las otras. Pero las ventajas difícilmente superan a los inconvenientes. Las morenas promesas de deliquio con frecuencia se estrellan contra la frialdad o el mercantilismo de estas nuevas hetairas, o contra nuestros propios miedos; a la postre, termina uno echando de menos a las buenas, marchitas y entrañables putas de antes.

Desde que ir de putas no es lo que era, casi veo más interesante echarse novia.

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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