Del espionaje y sus tramas

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La inherente dificultad para interpretar las actividades de espionaje

 

Un espía, según el diccionario y en la acepción que nos interesa, no es más que una persona al servicio de un Estado para averiguar informaciones secretas, generalmente de carácter militar. En principio, no hay mayor misterio en esto. Pero para poder hacer dichas averiguaciones lo más corriente es que el espía pretenda ser quien no es o realizar una actividad que —sin ser necesaria o enteramente fingida— le sirva para disimular lo que en realidad se propone; y esto ya supone un obstáculo desde la perspectiva de un hipotético espectador externo, ajeno a todo, que quiera evaluar lo que hace la gente a su alrededor. Este propósito de comprender e interpretar adecuadamente el comportamiento de los demás es trivial, o relativamente sencillo, en la inmensa mayoría de los casos, pero deja de serlo en cierta medida — mayor cuanto más “ascendamos de nivel” — cuando el objeto de nuestra atención es un espía.

Por ejemplo: si veo salir un camión del butano del cuartel de infantería, asumiré —por inferencia— que su conductor ha ido a entregar bombonas llenas y llevarse las vacías, sin ningún otro fin; y seguramente no me equivocaré, pues la inmensa mayoría de la gente está haciendo exactamente lo que aparenta hacer; pero si el butanero es un espía que ha ido a tomar nota de la disposición de las instalaciones militares, mi inferencia habrá sido errónea. No obstante, comprenderé la verdad sin mayor problema si alguien me la explica.

Así, las actividades de un agente del “primer escalón” (por así decirlo) son el nivel de disimulo más simple que un observador externo debe entender para interpretar correctamente los movimientos de aquél. Y del espía que no hace exactamente lo que aparenta hacer podemos decir que tiene, si no una doble vida, al menos una doble ocupación. A su vez, la misión de este agente podrá variar en grado de complejidad, desde hacerse pasar por un simple operario, por ejemplo, que se limita a anotar y transmitir todo lo que pueda ser de interés para sus mandantes, hasta infiltrarse en los cuadros o la estructura del estado para intentar obtener información de más “valor añadido”. A estos últimos se los llama “topos” o “submarinos”.

[Aclaración: cuando hablo de niveles o escalones, no me refiero a jerarquías dentro de las agencias de inteligencia, sino a las ‘capas de disimulo’ o a los ‘peldaños lógicos’ que hay entre lo que alguien hace y sus fines últimos.]

El segundo nivel de dificultad supone un salto cualitativo importante respecto al anterior: se trata del contraespionaje, que es —tirando otra vez de diccionario— el servicio de defensa de un país contra el espionaje de potencias extranjeras. Su finalidad, pues, en el caso más sencillo es descubrir y en el más difícil espiar a los agentes del otro estado. De manera que ahora, para que nuestro hipotético espectador pueda comprender las acciones del contraespía —lo cual supone un mayor desafío cognitivo— necesitará no sólo más información, sino más capacidad de abstracción.

El tercer nivel lo presenta el caso del topo infiltrado no en una estructura cualquiera del otro estado —pongamos, el Ministerio de Defensa— sino en sus cuadros de inteligencia mismos, haciéndose pasar por uno de sus espías. Y aquí es donde la cosa empieza a embrollarse considerablemente, no sólo para nuestro espectador externo sino, en ocasiones, para el propio submarino, pues, trabajando para su gobierno, ha de simular que lo hace para el contrario; y simularlo además con el suficiente grado de verosimilitud —y por consiguiente de eficacia— como para, en la práctica, no diferenciarse de sus “colegas” ni resultar sospechoso. De hecho, no es raro que esta ocupación acabe por provocarle al contraespía una considerable confusión psíquica y emocional, producto de llevar no una doble vida, como los del primer escalón, sino triple: a) una pretendida actividad civil, b) un falso espionaje al servicio del gobierno extranjero y, por último, c) un verdadero contraespionaje en favor de su país. Pensemos, pues, que si dicho agente puede llegar a desorientarse respecto a quién es y a quién sirve en realidad, cuánto mayor no será el desconcierto del hipotético observador que intente desenmarañar y llegar a entender con claridad los movimientos, las maniobras, las lealtades y los objetivos últimos de aquél.

Pero lo alambicado de estos asuntos no se agota en el contraespionaje, ya que las distintas “capas de disimulo” pueden ir superponiéndose unas a otras en una sucesión sólo acotada, en la práctica, por los severos límites de la astucia humana. Así, por ejemplo, un agente extranjero particularmente audaz podría, con el conveniente apoyo y al cabo de un tiempo, hacerse pasar por un leal submarino de nuestro estado que ha “logrado infiltrarse” en la agencia de inteligencia de su propio país, despistando de este modo a nuestro gobierno e impidiéndole que descubra —u obstaculizándolo al menos— a otros espías del bando de aquél. La comprensión del asunto, como vemos, se complica conceptualmente, en abstracto, de manera considerable a medida que “subimos niveles”. Y estas barreras tendrá que superarlas intelectualmente el observador externo que desee entender las actividades del espionaje.

Consideración aparte, pero no menor, merecen los llamados “agentes dobles”, que son espías al servicio simultáneo de dos potencias rivales, pero que no profesan lealtad a ninguna de ellas, o tal vez lo hacen a una tercera.

En fin, un auténtico lío, sin duda.

 

El espionaje de ficción

 

Pues bien: una vez expuesta la consustancial opacidad de todo lo relacionado con el espionaje y lo complicada que puede resultar la tarea de entender el meollo de algunas de sus tramas, el observador externo se encontrará con nuevos y mayores escollos al abordar la correspondiente literatura de ficción, ya que los escritores que se dedican a este género gustan, por regla general, de complicar artificialmente sus intrigas; de modo que si en ocasiones ya nos resulta difícil —aun disponiendo de todos los datos— deshacer el ovillo de un asunto real de espionaje para dejarlo al alcance de nuestra comprensión, ¿cuánto más arduo no será cuando el novelista nos escamotea información o, peor aún, nos ofrece otra engañosa para confundirnos deliberadamente?

Claro está que no todas las ficciones de este tipo son igual de indescifrables para el lector medio. Algunos novelistas nos proponen un desafío, a modo de juego honesto, para que ejercitemos el cacumen, a cuyo fin nos dosifican la información de modo que nos resulte más “divertido”, pero sin llegar en ningún momento a hacernos trampa. Otros, en cambio (sin duda los menos profesionales), no titubean en usar “malas artes” literarias con objeto de que nos resulte imposible descifrar la intriga hasta el final, y acaso ni siquiera entonces. De hecho, a veces pienso que este género de ficción es, en el fondo, una forma de onanismo intelectual por parte del escritor.

Con todo, en torno a los relatos de espionaje —sobre todo en el subgénero de contraespionaje— existe un grado máximo de complejidad expositiva, rayana en el sadismo, que nos llega de la mano de los cineastas. Y es que, sobre la dificultad inherente de tales tramas, y sobre el obstáculo añadido por los novelistas que nos ofrecen una información limitada o dosificada, el cine introduce a menudo —por no decir casi siempre— complicaciones adicionales mediante cualquiera de sus muchos trucos: escenas ambiguas o del todo incomprensibles, imágenes oscuras, tomas relámpago, alusiones en una clave que sólo el guionista conoce, medias palabras, referencias crípticas, equívocos flashbacks, rápida sucesión de nombres que el espectador no puede retener, etcétera. A diferencia de un libro, que siempre permite volver sobre lo leído cuantas veces haga falta, tomar notas, subrayar detalles, apuntar nombres, lugares y fechas, en una sesión de cine los datos que no captemos y retengamos en el momento serán —salvo que controlemos el mando del reproductor— información perdida, a detraer de la ya escasa e incompleta que el cineasta quiera ofrecernos. Por consiguiente, las películas de este tipo suponen en la práctica, con demasiada frecuencia, un ejercicio de comprensión estéril, un devanarse los sesos inútilmente, una contienda de antemano perdida contra un oponente —el guionista— que juega con las cartas marcadas; un reto que, personalmente, me acomplejaría si no fuese consciente de que el rival es un tahúr ventajista y fullero. La única excepción, para mi gusto, son aquellas pelis que me proporcionan al menos una gratificación audiovisual o emocional, ya que en tal caso no me importa verlas varias veces, si es preciso, para llegar a entender la trama en todos sus detalles.

En cualquier caso, confieso que nunca he llegado a dilucidar con suficiente convicción cuál es la finalidad última de este género cinematográfico. En principio, cabría pensar que es la misma que la de cualquier otro: ganar dinero; pero a continuación me pregunto si estas produccioness tienen un nicho de mercado lo bastante grande como para resultar rentables, dado que la gente con la que hablo suele mostrar poco interés en ellas, precisamente por lo incomprensibles que son. El sadismo intelectual de los cineastas del contraespionaje tendría que corresponderse con un equivalente masoquismo por parte del público, y no sé si hay suficiente público de esta clase para rentabilizar ese género. A menudo tiendo a atribuirles, a tales guionistas, el mismo pecado que a los novelistas en los que, por regla general, basan sus historias: la vanidad, el onanismo mental, el deseo íntimo de sentirse más listos que el resto de la gente; pero como el cine es muchísimo más caro que la literatura, no sé si las productoras están dispuestas a asumir riesgos financieros para satisfacer vicios ajenos.

 

Entonces, ¿tiene alguna otra finalidad el cine de contraespionaje?

 

Enfrentado a esta pregunta, mi hipertrofiada suspicacia me ha llevado a elaborar la siguiente teoría, quizá algo disparatada pero no del todo inadmisible, espero.

Desde su invención, el cine —en especial el de Hollywood, pero no sólo— ha jugado una papel propagandístico y de adoctrinamiento tan difícil de exagerar como imposible de negar. Los gobiernos y ciertos grupos de presión están dispuestos a financiar, sin reparar en pérdidas, películas que transmitan a la población determinados mensajes que ellos consideran importante o necesario hacernos llegar. No es necesario ser muy listo para pensar en varios ejemplos, el más evidente y repetido de los cuales es el famoso holocausto nazi, sobre el que no voy a extenderme; pero no sería imposible que el cine de contraespionaje cumpliera, al menos en parte, un cometido similar; en concreto, el de infundir al ciudadano una doble sensación — y, si es posible, convicción: por un lado, la de impotencia, indefensión e incluso temor ante el poder de los gobiernos, con toda su capacidad de vigilancia orwelliana; por el otro, la de nuestra propia mediocridad intelectual, nuestra inferioridad mental, que se derivaría del hecho de no poder entender la trama de una película.

Llámeme el lector conspiranoico, pero si esas dos impresiones que el cine de contraespionaje, al presentar esta actividad como aún más indescifrable de lo que es, nos crea en mayor o menor grado no son deliberadas, son al menos convenientes para gobiernos y poderes fácticos, que siempre nos quieren obedientes y sumisos. El fenómeno de la indefensión aprendida está de sobra estudiado por los psicólogos, y quien tenga interés en él puede encontrar abundante información en internet. De forma resumida, viene a decir que el individuo que se siente inferior e inerme es más fácil de controlar, dominar u oprimir que el que se sabe capaz y apto. No veo, pues, en principio por qué quienes tienen las riendas del poder —y también las de la industria cinematográfica— iban a querer desaprovechar las posibilidades de ese género de cine para inducir, en la percepción de los ciudadanos, dicha indefensión.

Pero esta tesis tiene al menos un fallo: si, según mis propias premisas, no hay mucha audiencia para este género de cine, entonces sus efectos sobre la población serán pequeños y por tanto la presunta finalidad de lavarnos en masa el cerebro fracasará. Así que o bien me equivoco al estimar que el contraespionaje tiene poco público, o bien mi teoría no se tiene en pie, a menos que nuestros amos sean capaces, mediante otras tácticas, de conseguir que veamos esas películas igualmente.

No obstante, como siempre, confío en el mejor criterio de mis lectores para que, poniendo sus comentarios a continuación, me saquen de mis errores.

Acerca de The Freelander

Trotamundos, apátrida, disidente y soñador incorregible
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