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Con todo este lío que han montado por lo de la enseñanza del español en Cataluña, me da la sensación de que el ministro Wert no ha hecho sino entrar como un Miura al rojiamarillo trapo del independentismo catalán, hábilmente agitado por el “lendakari” Mas, cuya ofensiva supuestamente soberanista puede bien concebirse, no obstante, como una serie de provocaciones, bien para llamar la atención (que es objetivo común de una buena parte de la sociedad), bien para ganarse al electorado más facilón o, quién sabe, tal vez para vengar afrentas familiares. Todo muy humano. En cualquier caso, creo no equivocarme al sospechar que las aspiraciones reales de una mayor parte del pueblo catalán no pasan por la soberanía. Los catalanes, por mucho que los engañen al enseñarles historia, son un pueblo listo e indiscutiblemente pragmático y saben lo que les conviene: el independentismo sí –en tanto que herramienta indispensable para un lucrativo chantaje moral– pero la independencia no –por razones también económicas, de sobra conocidas. Por eso, llegado el hipotético caso de un referéndum vinculante, no votarían por la independencia; más aún: no la querrían ni aunque el resto de España estuviera a favor de ella.
Por eso creo que, en buena medida, la persecución del idioma español en Cataluña es parte del mismo espectáculo circense: algo que se hace sobre todo de cara a la galería, una medida populista, una reclamo publicitario (casi más enfocado a la atracción turística extranjera que al espectador español), pero nada más. ¿Qué político inteligente permite que sus hijos se eduquen sólo en catalán, o cree que Cataluña quiera de verdad separarse de España? En política es muy interesante observar los acontecimientos con cierta perspectiva histórica y, sobre todo, de futuro, en lugar de quedarse bizco mirando al trapo que nos agitan frente al hocico. Y, a poco que miremos con un poco de perspectiva, comprenderemos que el español no corre ningún peligro mientras que el catalán, de aquí a unas décadas, será ya sólo un objeto de investigación lingüística en oscuros departamentos universitarios; así que ¿por qué agitarse?
Sin embargo el misnistro Wert, desde mi punto de vista, con su proyecto de ley de educación lo que ha hecho es dar una respuesta a esas provocaciones; una respuesta muy carpetovetónica y tal vez valiente, sí; pero más que nada quijotesca y, en el fondo, algo ridícula–amén de ineficaz. Una machada taurina, muy española ella; pero quizá sea, también, sólo un poco de circo para contentar a su propio electorado, a esa derecha tan alterada por los ataques de que -muy cierto- es objeto el español en Cataluña. Mas no olvidemos que el propio Partido Popular es directamente responsable de idéntica inmersión lingüística en Valencia y en Baleares: durante años el PP ha promovido, en esas dos comunidades, las mismas políticas de regresión del español que ha habido en Cataluña a manos de los presuntos independentistas. ¿Y ahora quieren combatirlas? ¡Qué gran contradicción!
¡Y qué modo más torpe de hacerlo, además! Si de verdad quisieran proteger el derecho de las familias más indefensas (las otras siempre sabrán cómo educar a sus hijos bilingües) a aprender español en Cataluña, harían más trabajo de juzgado y menos de televisión; harían cumplir la Constitución y las leyes en lugar de dictar otras nuevas–que tampoco se cumplirán. Es a los jueces a quienes hay que meter en vereda, y eso se hace con discreción, sin entrar al trapo mediático de las provocaciones. Y en último caso, si se trata de responder a las bravatas antiespañolistas, ¿no es cierto aquello de que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio?
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