El ciudadano ilustre. Un boludo cargado de razón.

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Es raro que una película argentina me deje indiferente… y no siempre en el buen sentido. Por algo son los argentinos unos virtuosos de la retórica y, sobre todo, unos maestros de la provocación. Tienen esa franqueza, esa crudeza expositiva tan llamativa y en cierto modo atractiva, que me recuerda mucho a los franceses. Pero esta película que me propongo comentar aquí, Un ciudadano ilustre, de los hermanos Duprat, me ha dado que pensar más que otras argentinas… o quizá es sólo que hoy estoy de humor para escribir sobre ella. Da igual. Sea como fuere, puedo recomendarla con la cuasi certeza de que al espectador tampoco le resultará indiferente.

[ADVERTENCIA: lo que sigue contiene información sobre buena parte del argumento, aunque he tenido especial cuidado en no desvelar el desenlace.]

La trama es sencilla: tras cuarenta años de labor literaria, Daniel Mantovani, un escritor argentino afincado en Barcelona (un primer tópico, esto de Barcelona; pero quizá aquí tenga un pase), es galardonado con el premio Nobel de Literatura; y en su discurso de la ceremonia, con cierto aire provocador -que, según nos dan a entender, envuelve toda su obra y también su persona- hace un dudoso elogio del significado de dicho premio, sugiriendo que representa la muerte artística de quien lo recibe; puesto que -argumenta, poniendo en entredicho la “valentía” del jurado para apostar por una literatura más pujante e incierta- casi indefectiblemente le es concedido a escritores ya consagrados y que se hallan poco menos que al final de sus carreras literarias. “Ustedes -les dice- me han otorgado el premio porque soy el candidato que les resultaba más cómodo”. Un punto de vista original, atrevido y quizá acertado, que ya desde la primera escena capta la atención del espectador. (Por cierto: la película está rodada con anterioridad al deplorable desprestigio perpetrado por la Academia Sueca al concederle a Bob Dylan ese mismo galardón. Curiosa coincidencia.)

Acto seguido, vemos a Daniel en su chalé del Montjuic revisando y cancelando, con su secretaria, el sinfín de eventos a que ha sido invitado desde todos los rincones del orbe tras recibir el galardón; con lo que el guionista refuerza su enfoque del personaje como un hombre que no se deja halagar por la fama, que no atiende a prestigiosos organismos ni gobiernos y que no se vende ad majorem gloriam a homenajes, conferencias o actos que, en realidad, no le importan. Y de nuevo no puede uno sino alabar esa actitud independiente y reconocerle al hombre el valor de permanecer indiferente a las caricias del éxito. Como Rudyard Kipling escribió: Si tropiezas con la fama, si llega la derrota, y a ambos impostores tratas de igual forma… Encomiable actitud, sin duda. Y pese a ello, mi espíritu crítico se removió un poco inquieto en la butaca del cine sintiendo que le estaban colando sutilmente otro tópico: el del hombre íntegro, casi heroico, impasible al elogio, de gran honestidad personal, sincero en sus palabras e inamovible en sus pincipios…

Pero junto al medio centenar de eventos rechazados, hay uno que Daniel decide aceptar: es una invitación que ha llegado por correo ordinario en un humilde sobre con la tradicional cenefa azul y roja de los envíos internacionales, en que el intendente de su pueblo natal, Salas (a donde el escritor no ha vuelto ni una sola vez desde que partiera a España cuatro décadas atrás), le propone otorgarle la máxima distinción del pueblo, la de Ciudadano Ilustre, y lo conmina a recibirla y a participar, cuando no protagonizar, una serie de pequeños eventos en el transcurso de una semana que integrarían su homenaje. Y de este modo, desdeñando todos los demás compromisos -se entiende que de mayor categoría-, nuestro héroe parte en solitario y de incógnito hacia su Argentina natal, donde da propiamente comienzo la acción.

Llegados a este punto, los hermanos Duprat (director y guionista) han tenido el buen gusto de prescindir de esas facilonas escenas nostálgicas que todos asociamos al típico episodio “vuelta al terruño”, tan conocido y explotado en el cine. Salas no es ese entrañable pueblecito tradicional donde la gente aún monta en borrico, viste a lo gaucho o tiene un gallinero y unas tomateras en el huerto, sino una localidad corriente, rural, sí, pero más bien feúcha, en el llano, de calles anchas y casas sin atractivo, a la que eso que nos empeñamos en llamar progreso se ha asomado como a cualquier otro lugar del mundo: coches modernos, smartphones, internet… Un lugar sin ningún atractivo, del que se comprende que quisiera marcharse a los veinte años para no volver; si bien -y esto es lo anecdótico- la mayoría de sus libros y personajes están basados o sacados de los recuerdos de su infancia y su juventud allí. De Salas nos dice el escritor en dos ocasiones que es ese lugar del que mis personajes nunca pudieron escapar y al que yo nunca pude volver. Una frase muy hermosa; casi inolvidable.

Aparte de un viejo amigo de la infancia, una novia que allí dejó y un par de personas más, Daniel ya no conoce a nadie en Salas, cuya sociedad actual le resulta extraña, pueblerina, ajena. Se ve que no está del todo cómodo allí. Pero se somete de buen grado -aunque con cierto escepticismo y desde un inevitable e indisimulable sentimiento de superioridad como hombre de mundo- a los homenajes y las actividades que le tienen preparadas. Ahora bien, aunque en un principio los habitantes del pueblo lo reciben con admiración, como hijo pródigo, orgullosos de que Salas sea la cuna de un Nobel y de que éste se haya dignado a regresar, por primera vez en cuatro décadas, para a su vez honrarlos con su presencia, el caso es que no tarda en granjearse algunas antipatías e incluso enemistades, precisamente a causa de su franqueza, sus principios y su honestidad personal, en contraste con los sentimientos provincianos de los salenses. Varios personajes se le arriman con una u otra embajada para obtener de él alguna merced, una consideración especial o simplemente sacarle dinero, sin faltar quien venga a reprocharle que, en las novelas de Daniel, Salas no queda demasiado bien parado; pero éste, intentando ser ecuánime y no favorecer a ninguno por encima de otro, pronto defrauda las espectativas de muchos. Es por esta razón que, una vez más, el personaje se gana nuestro respeto: porque no se deja influir ni intimidar por los infuyentes, ni lo engatusan las monsergas extorsivas de los espabilados, ni lo conmueven peregrinas alusiones a sus personajes imaginarios por parte de quienes se sienten retratados en ellos. Con amabilidad pero con esa franqueza de que hace gala, a todos los rechaza, esforzándose en mantener su independencia y su integridad, en no deberle nada a nadie, e insistiendo en que tampoco nadie le debe nada a él. Sólo con su ex-novia y su antiguo amigo -que con el tiempo acabaron casándose, unidos precisamente por la ausencia de Daniel- tiene éste un trato más cercano, como corresponde a quienes se han conocido y querido en la adolescencia.

Es una pena, por cierto, que los Duprat no hayan sabido (o querido) prescindir del trillado topicazo de la chica joven, guapa y audaz que, fascinada por las novelas y la personalidad de Daniel, se le mete a éste en la cama con la mayor frescura y pese a la enorme diferencia de edad. ¡Cuánto les gusta a los cineastas y escritores echar mano de ese recurso facilón, que le habla directamente a la médula de nuestra genética! (En la psique de cada hombre hay un Lot escondido). Pero en este caso no hay más remedio que aceptar ese episodio (aunque habría sido de agradecer otro menos vulgar y de similar eficacia) porque resulta crucial para el posterior desarrollo del argumento. Y es lástima también que, del mismo modo, no hayan sabido ahorrarnos el otro recurso fácil de las coincidencias dramáticas y los coches que no arrancan en el momento adecuado; detalles ambos que, en mi opinión, le restan calidad y verosimilitud a la película.

Pero ésas tal vez sean pegas menores. No quiero quitarle mérito a esta obra porque sin duda alguna lo tiene, y en ella se plantean importantes cuestiones filosóficas, sociales y sobre las flaquezas humanas. Aquí el asunto de fondo, al menos para mí, es la ambigüedad que el protagonista me inspira; pues aunque le reconozco estar en lo correcto en casi todo lo que dice y hace, identificándome en buen medida con él, en el fondo no puedo evitar percibirlo como un auténtico boludo (como dirían por ashá). Pese a sus laudables valores y méritos, y a conducirse como yo mismo querría tener el valor de hacerlo en similares circunstancias, el tipo se me hace antipático. Es quizá demasiado estirado, demasiado resabido, aparte de tener un ego como una catedral. Entre sus encomiables virtudes, carece de acaso la más importante, que es una sincera humildad. Él mismo no sólo reconocerá su egolatría, sino que presume de ella, considerándola característica imprescindible en todo artista. Por otro lado, no deja de resultarme incoherente en algunos aspectos, como por ejemplo que un convencido republicano como él, que se mofa de las monarquías, se marchase de la República Argentina para irse a vivir precisamente al Reino de España, y más tarde aceptase su premio Nobel de las manos de los reyes de Suecia, pudiendo haberlo rechazado. Tengo la fuerte impresión de que los hermanos Duprat se han retratado a sí mismos, no sólo de forma directa por boca y actos de su protagonista, elocuente y convincente orador que nos expone algunas de  las cuestiones que en la película se plantean, sino también por otros pequeños detalles del guión: el ingenuo idealismo que subyace, la crítica a ciertos aspectos de la sociedad y a las facetas menos nobles de la gente, la burla subliminar a la religión y descarnada hacia algunos valores tradicionales, el planteamiento de ciertas preguntas filosóficas y morales… Desde luego, si la oratoria contribuyese decisivamente al progreso de una nación, Argentina estaría a la cabeza del mundo; aunque, claro… ¿quién es capaz de distinguir, a veces, entre un orador y un charlatán? Acepto como muy válidos y laudables los principales planteamientos de esta película, pero es en las pequeñas contradicciones e incoherencias donde tengo la impresión, aunque no sepa expresar exactaente por qué, de que el argumento hace agua.

En resumidas cuentas, Daniel se me antoja un personaje tremendamente argentino. Un boludo cargado de razón, cuya boludez en cierto modo desacredita sus razones. Y la película me deja un regusto agridulce que aún no he sido capaz de digerir.

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Trotamundos, apátrida, disidente y soñador incorregible
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