Empieza el segundo día de mi viaje a ninguna parte con un pequeño susto: justo antes de subir a la moto me entra el pánico porque no encuentro el teléfono móvil. Vuelvo al hotel y remuevo Roma con Santiago; pongo a todo el mundo alerta a buscar mi travieso duendecillo, y así es como, pese a que muchas veces lo he intuido, comprendo en toda su magnitud hasta qué punto dependemos de esos pequeños instrumentos diabólicos. Me prometo tener más cuidado en el futuro y llevar a cabo un plan de copias de seguridad con lo más importante que el teléfono guarde; plan que pospondré un día tras otro en imperdonable procrastination. Rebusco en la habitación de arriba a abajo, en la sala de masajes, en el restaurante, pero en vano. Al final -cómo no- lo tenía en la mochila. Pido disculpas en recepción por el revuelo y, ya tranquilo, subo a lomos de Rosaura, donde empiezo a sentirme como en casa.
Es curioso: suelo ser crítico con quienes vuelcan sus sentimientos y afectos sobre animales porque no entiendo cómo pueden satisfacerse de modo tan simple las necesidades implicadas: con seres que no pueden entenderlas, no hablemos ya de corresponderlas; y de pronto me descubro a mí mismo sintiendo una especie de compenetración con la moto, que ni siquiera es un ser sino un objeto. Aunque, a decir verdad, tanto puede comprender y retribuir mis sentimientos un animal como una máquina, de modo que, en lo que a este absurdo respecta, no estoy mucho peor que otros: personificar objetos está sólo un paso más cerca de la locura que personalizar animales (algunos humanos inclusive). Pero, cuando sigo dándole vueltas al asunto, comprendo que en el fondo, al empatizar con moto, en realidad estoy haciendo comunión con quienes la diseñaron y fabricaron; si me dirijo verbal o mentalmente a ella, de un modo muy indirecto estoy hablando con todos los que intervinieron en su proceso productivo. Cuando “confío” en Rosaura, estoy confiando en ellos, y si me siento satisfecho con ella es porque lo estoy con sus creadores. No obstante -admito- no deja de ser un poco necio sentir que “allí estamos ella y yo, en mutua compañía, dispuestos a atravesar las tierras castellanas”.
Pues lo dicho: enfilamos Rosaura y yo con espíritu ligero los monótonos llanos de Castilla, yendo hacia el nordeste, buscando a Burgos y la sierra de la Demanda. Tenemos por delante una jornada a través de las míticas tierras del Cid; tierras moteadas de pueblos con nombres sonoros de cadencias históricas: Pedrajas, Íscar, Mata de Cuéllar, Vallelado, Torregutiérrez (donde no sé lo que quedará de Gutiérrez pero donde, de torre, no quedan ni los restos: un lugar llano como la palma de la mano, cuya casa más alta no levanta un piso). Pueblos calizos y polvorientos, feúchos, de ladrillo pobre, sin vida, que parecen dormitar en una siesta permanente.
Al cabo de un rato llegamos… quiero decir llego a Cuéllar, la del castillo habitado; una villa con cien casas blasonadas, por la que pasaron el moro Almanzor y José de Espronceda, cuna de descubridores como Diego Velázquez o Juan de Grijalba, donde desposó el rey Pedro I y murió la reina Leonor. No le faltan referencias para quien se interese por la historia; y para el viajero común, para mí, Cuéllar supone una ruptura de la monotonía castellana: aquí el llano se interrumpe, y el pueblo, que abunda en empinadas calles y revirados pasajes escalonados, se asienta sobre una abrupta ladera entre la planicie y el valle; geológicamente, hace decenas de millones de años estas tierras fueron fondos marinos.
Cuéllar parece que hubiese nacido de la piedra blanquecina y luminosa sobre la que se erige; la misma que forma sus cimientos; aquí cobran fuerza y significado los versos del poeta: el ciego sol se estrella sobre las duras aristas de las armas. Andando por sus calles, visitando su castillo, es fácil imaginarse al Cid (que nunca estuvo aquí) con doce de los suyos camino del destierro, sudor bajo los petos y espaldares, destellos en los yelmos y azagayas.
Entro a la villa por una de las puertas de la muralla y me imagino medieval caballero a lomos de brioso rocín. Aparco mi cabalgadura (¿cómo sería recorrer España a caballo?) junto al castillo y me acerco hasta su puerta; pero cerrado está el mesón a piedra y lodo, nadie responde. Los funcionarios locales guardan con celo la carpetovetónica tradición del escaqueo. Vislumbro otra puerta lateral, entornada, y me cuelo por ella (otra carpetovetónica costumbre, esto de colarse).
Asomo el hocico despreciando las amenazas de excomunión y hoguera que olvidados letreros anuncian para quien penetrare al recinto sin la bendición municipal, y me hallo en el amplio patio interior, bien conservado, con una bella columnata al fondo. Unas señoras de la limpieza trajinan ignorando mi presencia.
Cuando asumo que de allí no voy a sacar nada en limpio vuelvo sobre mis pasos, salgo del castillo y atravieso la gran explanada desierta que hay al otro lado del foso, sin agua desde hace siglos. La enorme muralla, rehabilitada, es visitable, pero el torno que da acceso a la subida funciona con fichas que se venden en las oficinas cerradas del castillo, así que doy la espalda a este fracaso y me encamino hacia el centro urbano.
Cuéllar es como un parque de recreo para una imaginación infantil cual la mía -pese a mis años-: disfruto recorriendo el laberinto de sus calles y cantones, pasando bajo arcos que me evocan misterios que acaso jamás existieron, subiendo por los peldaños que salvan las pinas cuestas, atravesando angostos pasajes, y me sorprendo, aún como un niño (pero, ¡ay!, sin la inocencia), con la vista que se me ofrece al doblar cada esquina.
De pronto, al subir una calleja y doblar un pasadizo, junto a un huerto me encuentro este solitario estanque donde vierte sus aguas una cantarina acequia; el lugar está en silencio, sólo unos pájaros trinan en los árboles vecinos, y el suave ruido del agua al fluir invita al ensueño y al olvido:
Me quedo allí unos momentos, absorto en pensamientos, fantasías y recuerdos. Luego continúo la visita. A medida que desciendo, voy encontrando más actividad y gente por las calles, algunas tiendas abiertas, algunos bares. Cerca del ayuntamiento se me ofrece una vista que me sugiere lo sabio del pueblo de Cuéllar, que ha desamortizado bienes eclesiásticos para el mejor uso que cabría darles:
Me cae bien este lugar. Pero entre unas cosas y otras se me ha pasado la hora de almorzar y corro el riesgo de que me cierren todos los bares. Entro primero en uno donde el camarero, que reparte pinchos con generosidad entre sus conocidos, no me pone ni una mala aceituna con el vino que le he pedido, así que lo apuro deprisa y busco otro donde, ahora sí, me atienden como es debido. Estamos en tierra de vinos y la enología local se inclina por los verdejos, así que en cualquier sitio te lo dan bueno. Mato la gazuza con un pincho de tortilla y unas croquetas caseras y, al acabar, encamino los pasos otra vez hacia el castillo, donde dejé a Rosaura. Queda aún mucho camino por delante, muchos pueblos por descubrir, muchos paisajes por admirar.
Miro el mapa y decido continuar el mismo rumbo que tomé por la mañana: hacia el nordeste. Por esta ruta continúa el rosario de pueblos con nombres sonoros: Campaspero, Fompedraza, Peñafiel, villa de las muchas bodegas.
El castillo de Peñafiel descuella sobre el llano desde muchas leguas a la distancia, haciendo un magnífico reclamo para el turismo. (¡Leguas! ¿Es necesario venir a Castilla en moto para comprender, e incluso añorar, el uso de esta medida? Es posible que ningún lugar de España como este para darse cuenta de la utilidad de semejante unidad.) Es un castillo con fuerza y carácter: una vez llegas al pueblo te atrae como un imán pese a estar en una loma a considerable altura sobre el casco urbano. Antes de acometer la subida a pie, hago un alto para descansar unos minutos a la sombra de una arboleda junto a la iglesia, cabe el arroyo cuyas aguas movían al viejo molino; iglesia, arroyo y molino forman un conjunto armonioso, evocador y romántico, uno de esos tripletes que, no sé por qué, me recuerdan siempre a Tess de los d’Urberville, de Hardy; la cuitadiña, la desdichada Tess.
Me tumbo en la hierba, bajo los árboles, escuchando el murmullo del agua y me quedo adormilado unos instantes. ¡Qué paz! Es un lugar tan idílico y fantástico, tan milagrosamente respetado por la turba moderna, que parece de cuento de hadas. Pero como, aunque llevo toda la mañana en danza, apenas he recorrido unos pocos quilómetros desde Olmedo, y hoy quiero avanzar algo más, me levanto y, tras darle una vueltecita a la iglesia y hacerle un par de fotos, emprendo por fin la subida al castillo.
Acometo la cuesta a pie. Podría subir en la moto, pero prefiero no dejarme llevar por la molicie; es conveniente mover las piernas también. Miro hacia arriba y, sólo con ver la altura a que hay que subir, parece que se cansa uno de antemano. La subida es fatigosa y no adecuada para peatones, ya que no hay caminito ni escaleras, de modo que hay que seguir el curso de la carretera. Me empujan las espléndidas vistas que presiento desde lo alto.
He olvidado cambiarme el calzado al dejar la moto abajo, así que voy con las botas de motorista que, como están nuevas, me van haciendo rozaduras; pero media hora más tarde mi pequeño esfuerzo se ve recompensado -tal como esperaba- con el magnífico paisaje que se vislumbra desde la loma: el sol ilumina en diagonal, medio a contraluz, la arboleda sacándole algunos brillos intensos; destaca el rojo de los tejados, y las nubes dibujan bonitos parches de sombra sobre los sembrados del valle.
Lástima que mi talento como fotógrafo no esté a la altura de lo que el paisaje se merece.
Cuando por fin corono el otero encuentro un buen número de turistas esperando a que empiece la visita guiada, pero a mí no me ineteresa: tales visitas suelen ser más cortas y menos interesantes de lo que prometen, y por mi parte ya he hecho lo que vine a hacer aquí, que era superar el reto de subir, y tener el gusto de contemplar las leguas y leguas de llano que se divisan a la redonda. Ahora debo regresar, porque otros lugares me esperan -antes de que muera el día- que harán palidecer a Peñafiel: pueblos y paisajes que me quitarán el aliento.