El litoral cantábrico oriental es asombroso y muy digno de ser visitado, pero un ser humano sólo puede ingerir ciertaa dosis máxima de vasquismo sin perecer, y yo siento que ya he completado el cupo. Ahora, Francia me llama. Detrás de los Pirineos también hay una Vasconia, aunque en versión francesa: el Pays-Basque, ¡pero dónde va a parar! Aquellos son –o están– más civilizados, mientras que estos cispirenaicos nuestros…
Antes de cruzar la frontera, hay una tarea que no admite demora: parada técnica en San Sebastián para cambiar las gomas de la moto. Dejo los gastados Metzeler, que ya han dado su buen juego, y calzo unos Dunlop blanditos, desconocidos para mí hasta ahora, que una vez probados me catapultan hacia una nueva dimensión en el mundo de los neumáticos: ¡qué agarre! Parece como si los acabaran con una capa de Supergén. Nunca antes había usado unas cubiertas así. Con ellas, me siento como si me hubiesen cambiado la moto por una más fiable y segura. Me enamoro al instante de estos Dunlop, y hasta parece que voy más relajado, más confiado al manillar. Lástima no haberlos probado antes, porque me habría ahorrado muchos sobresaltos. Claro está que hay una contrapartida: a mayor agarre, menor duración; las gomas blandas se las come el asfalto; pero aun así vale la pena, sobre todo para un apocado como yo, y más teniendo en cuenta que me espera, por delante, la lluviosa Irlanda de pavimentos siempre húmedos.
Aprovecho para agradecer al empleado de Neumáticos Iruña en San Sebastián su amabilidad, franqueza, confianza y buen hacer profesional. ¡Y además me hace un buen descuento! Gente así es la que da gusto encontrar.
Mis primeros días de viaje por las carreteras de la costa atlántica francesa me sorprenden; y es que si, en vista del homogéneo verde con que los mapas la colorean, me la esperaba bastante llana, no imaginé que fuese así de llana: durante varios días seguidos, prácticamente desde el País Vasco-Francés hasta Bretaña, el litoral es una interminable playa, interrumpida aquí y allá por algunas arboledas y –claro está– las localidades costeras.
La primera parada y fonda la hago en un pequeño pueblo llamado Lit-et-Mixe, del que poco puedo decir salvo que es muy tranquilo, que casi todo está cerrado a partir de las cinco de la tarde, y que se asienta en la región de Gascuña, que vende patés y mieles como productos típicos comarcales. De lo primero compro una pequeña lata (a precio de oro) que, si bien resulta bastante rico, la verdad es que no es para tanto; y de lo segundo no compro nada porque el tarro más pequeño tiene un cuarto de litro, demasiado grande para mis necesidades y mis limitaciones de equipaje.
La temperatura estos días, por esta zona, es ideal para andar en moto; perfecta para darse un rulo hasta la playa casi desierta (por cierto bastante alejada del pueblo) y luego un largo paseo caminando por la interminable orilla; pero al regresar ya refresca y, sobre la moto, paso frío hasta llegar al hotel.
La segunda etapa francesa, que resulta algo lluviosa, incómoda para conducir, la acabo en Arcachon, un pueblo más grandecito que el anterior y con muchos turistas, sobre todo nacionales: apenas se escucha otro idioma que el francés.
Lo más destacado de la jornada, con mucha diferencia, ha sido subir a la sorprendente duna del Pilat (la más alta de Europa), que se eleva en vertiginosa pendiente sobre los altos pinos de su base y desciende de forma menos abrupta hacia el mar. Tiene la friolera de cien metros de altura, quinientos de anchura y dos mil setecientos de longitud. En total, sesenta millones de metros cúbicos de arena en una única duna aislada, repentina, inesperada, que forma una escarpada barrera entre la tierra y el mar. Es trabajoso subirla, pese a las escaleras dispuestas para ello, semienterradas en la arena; pero bajarla es aún peor, porque da un poco de vértigo; aunque yo me he divertido de lo lindo en la bajada. Desde arriba, la vista de la playa y las marismas es impresionante, y se percibe muy bien lo llano del terreno hacia los tres horizontes.
Mi estancia en Arcachón resulta más bien anodina. Me alojo en un hotel barato, en segunda línea de costa, que parece construido con conglomerado y contrachapado, y donde el olor a ambientador, fortísimo, intenta disimular el del tabaco que muchos de los huéspedes sin duda fumarán, contraviniendo la ley. Pero no me importa demasiado. Mi habitación es tranquila, factor esencial para mí, y tiene una vista agradable hacia unos patios traseros, amenizados con el alborotado piar de los pájaros.
Hasta ahora, por lo que llevo recorrido del litoral atlántico francés, puedo decir que es bonito, con un ambiente playero doméstico, pero desprovisto de carácter. Los pueblos, en general modernos, son parecidos parecidos unos a otros, sin mayor gracia ni atractivo. Hay muchos campings, infinidad de mejilloneras, poca pesca y, aparentemente, ninguna historia. Veremos qué me deparan las siguientes jornadas.
Envidia sana.