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Doce de octubre, aniversario del descubrimiento de América, día de la Hispanidad aunque hiera algunas susceptibilidades: nuestros primos americanos siempre tan avergonzados de sus tatarabuelos.
El desayuno en L’Hirondelle du Lac es apenas suficiente, pero de gran calidad: bizcocho casero, moras del jardín, miel de colmenas locales y, por supuesto, el croissant estupendo, como siempre en Francia. Lo único que no me acomoda es la hora: servido hasta las 9:30. Aquí se las gastan así y a mi insomnio estos “madrugones” no le vienen bien; aunque he podido negociar con el anfitrión media hora más; algo es algo.
Despachado el frugal alimento, compruebo al pronóstico del tiempo y hago planes para el día: pone lluvia esta tarde por las carreteras que tengo que atravesar, así que decido quedarme un día más en este hotelito tan majo; aunque la habitación estaba un poco fría; para esta noche le pediré al hombre un radiador eléctrico.
Después del fresco otoñal que ha hecho durante los dos últimos meses por la Europa del norte y central, aquí parece que estamos aún a finales del verano: hoy tenemos 27º y sensación de bochorno. Voy en pantalón corto y camiseta, porque pese al pronóstico, a las amenazadoras nubes que cubren el horizonte y a los truenos lejanos que se oyen, luce fuerte el sol sobre mi cabeza y parece que aquí no va a caer ni una gota. Pero bien está no haber cogido la moto hoy, porque de todas formas necesitaba hacer una parada larga en algún sitio, y ¿cuál mejor que éste? Invertiré el resto del día en actualizar estas notas de viaje y en pasear por el campo.
No me canso de repetir que prefiero la sierra antes que el llano; que en los pueblos de las colinas y en las zonas menos habitadas, como aquí, la gente suele ser más agradable y amistosa; pero eso no quita para que la gilipollez sea, por desgracia, universal y sin fronteras, de modo que en todas partes hay, llano o montaña, siempre uno o dos o veinte gamberros a quienes lo que les gusta es meter ruido. Lo digo porque llevo escuchando desde hace un rato varias motos que, como enjambre de moscardones, deben de estar haciendo cross por el monte tras alguna de estas lomas que me rodean, perturbando la -por otra parte- idílica paz de estos parajes. ¿Por qué las especificaciones de Industria son tan exigentes con los niveles acústicos de los vehículos si luego nadie se ocupa de controlar a estos tocapelotas ni hacer efectiva la prohibición de unas motos que no tienen otro objeto que el de producir ruido?
Gamberros aparte, un inconveniente acabo de encontrarle a Peyrat-le-Château: resulta una pequeña trampa para quien se quede aquí un domingo como hoy, porque todo está cerrado: el bar, el restaurante del hotel y las dos pequeñas tiendas. No hay dónde comprarse un alguiño para comer, de modo que hoy me quedo castigado sin almuerzo. El hotel abre al atardecer, así que hasta entonces tendré que aguantarme.
Y así va pasando el día, y los negos nubarrones que invadieron el cielo desde el horizonte, y esa oscuridad amenazadora y los atemorizadores truenos que he estado escuchando durante la hora larga que ha durado hoy mi paseo, se han quedado en nada de nada. Los cumulonimbos se han disipado y vuelve a salir un sol esplendoroso.
El dueño del hotel Le Bellerive resulta ser británico y, como tal, su acento me resulta incomprensible; pero aun así hablamos en inglés, porque mi francés es bastante pobre y el suyo no es mucho mejor. Al preguntarle cómo ha venido a parar aquí, me cuenta que, cansados de pagar impuestos en Reino Unido, se vinineron a pagarlos en esta tierra gabacha; cosa que me sorprende, porque yo pensaba que la economía estaba mejor en Inglaterra que en el continente; y de hecho es el primer caso que conozco de alguien que salga de allí para buscarse la vida aquí, en lugar de al revés. Pero el hombre me hace notar que, siendo las poblaciones de Reino Unido y Francia muy similares (unos sesenta y cinco millones), ésta tiene casi el triple de extensión, de modo que podría esperarse que hubiese más trabajo aquí. Pero esa conclusión me parece un poco engañosa, ya que la tasa de empleo en un país no tiene por qué estar relacionada con su densidad de población.
Aparte, se lamenta -como todos los de su gremio- de que la clientela es escasa e irregular: algunos días en el verano son muy productivos, se acuestan a medianoche y hacen mucha caja, mientras que en invierno pasan semanas enteras sin apenas clientes. Pero así es la hostelería -dice- y, con tal de que las ganancias les lleguen para pagar las facturas, no necesitan más. Al menos viven en un lugar precioso; en lo cual le doy toda la razón. Otra de sus quejas es que en Francia se pagan más impuestos, detalle que me descabala la noción que yo tenía de un bajo nivel impositivo en este país. Otra certeza que muere. Se me ocurre pensar que quizá si bajase los precios vendría más gente, porque cobra sesenta euros por una habitación sencilla frente a los cuarenta y cinco que estoy pagando en L’Hirondelle, y no creo que sea peor. Y por ejemplo tiene la caña a 2’40 €, que ya está bien para un pueblo de cuatrocientas personas. Pero yo nunca he llevado un bar, así que él sabrá mejor lo que hace.
Y después de hablar con un hombre que sabe quién es y de dónde (aunque ahora sea un inmigrante británico en Francia), no puedo evitar preguntarme de nuevo, como tantas veces durante los últimos años, como se preguntaba el poeta Bècquer: ¿de dónde vengo? Una cuestión que me gusta más como se formula en inglés: Where do I belong? (¿A dónde pertenezco? ¿Cuál es mi lugar?) Y aunque la respuesta más inmediata, la más intuitiva y fácil, la que enseguida se me viene a la cabeza, es: “yo soy de Malcocinado, mi pueblo natal”, si lo pienso con detenimiento dudo que sea la más acertada. Porque a continuación digo: ese lugarejo al que creo pertenecer, ese pequeño pueblo, el de mi infancia ¿existe aún?, ¿es el mismo que hoy sigue llevando su nombre? Las calles y las casas sigan ahí, sí, pero ¿es de verdad el mismo pueblo donde nací y al que pertenecí hace más de medio siglo? Pues ocurre que cada vez que regreso me entran las dudas, y con toda seguridad me digo: “yo ya no soy de aquí; desconozco a esta gente y sus costumbres de hoy”. Siento así que el carácter del pueblo ha cambiado mientras el mío permanece igual, estancado en un tiempo inexistente como aquel personaje en Regreso de las estrellas, esa inolvidable novela de Lem. La sociedad evolucionó en la Tierra mientras yo andaba por otros planetas, y el tren donde comencé el viaje de la vida lo perdí para siempre. Hoy me siento huérfano de patria y de tierra. Y ahí reside el drama de la pregunta que una y otra vez, como en una cavidad hueca, resuena en mi pecho: “¿de dónde soy?”. Cuando quiero girar la vista hacia esa respuesta que oigo: “¡eres de tu pueblo!”, sólo encuentro un fantasma intangible; el fantasma de un recuerdo.