Sigo viajando hacia el norte en busca del mar Cantábrico y llego, por carreteras locales, a una de las villas más antiguas e históricas del viejo condado de Castilla: Covarrubias, cabeza que fue de un importante señorío monástico.
Desde que enfila el viajero su puente sobre el Arlanza pronto echa de ver que no se trata de un pueblo cualquiera, y al llegar a la entrada principal lo recibe el inconfundible edificio del Archivo de Indias, con su arco que hace de puerta a la villa.
Explorando sus calles pintorescas vengo a dar a una bonita plaza, recoleta y algo umbría, cuyo nombre me trae a la memoria los primeros versos de aquel simpático romance que recitaba un tío mío, y del que nunca pude recordar el resto:
A veinte leguas de Pinto
y treinta de Marmolejo,
había un castillo viejo,
que edificó Chindasvinto…
Es la plaza del rey godo Chindasvinto, que fundó la villa hace la friolera de catorce siglos sobre los restos de un castro romano. Estamos en plena alta edad media, cuando el sarraceno invasor se adueñó de gran parte de la península Ibérica; y Covarrubias no sería una excepción: poco después de ser fundada cayó en manos árabes, y en ellas permaneció durante tres siglos, hasta que a mediados del X los cristianos reconquistaron estas tierras.
Acostado sobre el Arlanza de arboladas orillas, tiene el pueblo un bonito trazado medieval en el que no escasean edificios históricos, calles sinuosas con soportales, y esa difícil arquitectura que busca la luz y el abrigo en invierno, a la vez que procura el frescor en verano.
En la época de la reconquista aparece por aquí la inmensa figura del conde Fernán González, el unificador de Castilla, quien paraba a veces en el palacio que su madre, doña Muniadona, tenía en estos pagos. Pero el esplendor de la villa no llegaría sino hasta que Garcí Fernández, su hijo, la comprara a los monjes de Valeránica, cuya era propiedad, y fundase en ella, a finales del siglo X, el Infantado de Covarrubias, convirtiéndola así en capital de un extenso territorio con jurisdicción eclesiástica, civil y penal propias, exento además de tributos.
Otorgó Garcí el primer título a su hija Urraca, cuyo poder sobre la enorme demarcación del Infantado (que se extendía por lo que hoy es Burgos, Santander, Álava, Logroño y Palencia) fue tan amplio que anulaba la autoridad del propio conde soberano de Castilla.
Pero nada me sorprende ni cautiva tanto, durante los dos días que paso en Covarrubias conociendo su pasado y tapeando de la buena cocina burgalesa, como la triste historia de la princesa Kristina de Noruega, a quien el pueblo dedica una estatua en un romántico rincón, y causa de que la bandera del país nórdico ondee, junto a la española, en el balcón del ayuntamiento.
Corrían los tiempos del reinado de Alfonso X el Sabio, quien había acordado con el rey noruego Haakon IV desposar a su hija Kristina, ya que su propia mujer no quedaba encinta. Pero para cuando la princesa llegó a Castilla desde Tonsberg, en 1257, la reina consorte ya esperaba un vástago y, para no desbaratar la pactada alianza entre ambos reinos, se arregló el matrimonio de la noruega con el infante Felipe, hermano del rey y a la sazón abad titular del Infantado de Covarrubias.
Kristina y Felipe se casaron en Valladolid el año de 1258, y fuéronse a vivir a Sevilla, donde ella enfermó de melancolía y murió cuatro años después, añorando quizá sus lejanos fiordos. Fue enterrada con grandes honores en Covarrubias, y en una reciente exhumación se halló que su cuerpo había permanecido parcialmente incorrupto.
Aunque, con el paso de los siglos, al término de la baja edad media muchos de los privilegios del infantado habían quedado ya abolidos, tuvo entonces Covarrubias una segunda plenitud, conoció el reedificar de iglesias, palacios y otros edificios, entre los que se cuentan, ya bajo el reinado de Felipe II, el soberbio archivo del Adelantamiento de Castilla. Pero a finales del s. XVI una arrasadora epidemia hizo tales estragos entre la población que se mandaron demoler las murallas para mejor ventilar la ciudad. Pero la sentencia de su declive había quedado ya dictada.
Hoy, mimada por el turismo gracias a su historia, conserva un aspecto rural estéticamente irreprochable; un aspecto quizá demasiado cuidado como para ser auténtico.