Obsolescencia programada

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La obsolescencia programada es una de las más flagrantes manifestaciones de la hipocresía de las naciones capitalistas.

El hecho de que la industria fabrique productos diseñados para fallar, estropearse u obsolescer en uno u otro sentido al cabo de determinado período de tiempo -nunca demasiado largo-, y que lo haga con todas las bendiciones de la ley (o, en el mejor de los casos, con su mudo beneplácito), pone en evidencia la indefensión a que los ciudadanos están expuestos como consumidores, eliminando además de raíz no ya la eficacia, sino el sentido mismo de todo el aparato de defensa del consumidor, con sus oficinas, sus funcionarios y todas las leyes pertinentes; aparato que, para colmo, costea el propio consumidor con sus impuestos. Es decir, que no sólo pagamos por productos legalizados para estropearse, sino que además soportamos los costes de un servicio falsamente destinado a protegernos de dicha obsolescencia. La defensa del consumidor, ¿no debería empezar por una normativa de calidad mínima? ¿y, en todo caso, no debería ser sufragada con los impuestos procedentes de quienes se lucran con el comercio?

La obsolescencia programada pone igualmente en evidencia el engaño al que estamos sometidos como miembros y participantes de una sociedad que se dice a sí misma popular, que se declara consagrada al individuo en cuerpo y alma, pero que no titubea en incurrir en la contradicción que supone, por un lado, declarar al ciudadano como último interés supremo y, por otro, permitir que constantemente se le vendan a éste productos deliberadamente perecederos.

Pero, por último, lo más sangrante de este fenómeno es la escandalosa hipocresía que supone la existencia de una cadena de producción que esquilma y derrocha desalmadamente los escasos recursos del planeta, al tiempo que se promulga toda una pomposa política de ecología, energías renovables y reciclaje de basuras. ¡Qué soberana tomadura de pelo! Por cada tonelada de basura que llega al ciudadano, susceptible de ser reciclada, hay diez toneladas (es un decir) de materiales que se le extraen sin piedad al planeta. La ecología bien entendida empieza por minimizar el consumo, y no por fomentarlo para, luego, pedirnos que reciclemos las migajas. Pero, claro, esto último no complacería al gran dinero; a esas empresas que, al fin y al cabo, son las que mantienen el “crecimiento”, ese monumental error. Quizá algún día entre en nuestras cabezas la idea de que es imposible crecer infinitamente en un mundo finito. Pero, entonces, será ya demasiado tarde.

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Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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