25 de julio, Torata
Sigo en Torata, pero me he cambiado de alojamiento. La última habitación que ocupé era una verdadera caca: me la entregaron sin barrer ni fregar, con pelos por todas partes, lleno el cuarto de baño de churretes, fría por la noche y sin una mala barrera que oponer a los muchos ruidos a que estaba expuesta: voces y televisores de otros huéspedes, ladridos de perros nocturnos, música de los gamberretes locales, tráfico local, etc. Así que pasé en ella (procurando, eso sí, minimizar el contacto con sus puercas superficies) las dos noches que había cancelado (palabra que en Hispanoamérica significa “pagado”) de antemano, y me he venido al Complejo Turístico (de gestión municipal), situado en las afueras del pueblo, sobre la ladera opuesta de la quebrada y a quince minutos a pie por pendientes caminos; con lo cual he ganado infinitamente en tranquilidad (hoy soy el único huésped y, además, esto queda bastante alejado) y también en vistas (de las que, por desgracia, apenas he podido disfrutar), un poco en comodidad (tengo una silla como Dios manda, y el edificio está mejor aislado), muy poco en limpieza (que no parece ser el punto fuerte de los peruanos: la ducha está sucia, el suelo barrido pero no fregado), y he perdido en precio (60 soles, frente a los 40 de la otra). El lugar se resiente de los mismos problemas que la mayoría de los servicicios del mundo hispano gestionados por entes públicos: indolencia e ineficacia.
Como su nombre sugiere, se trata de un “complejo turístico”: además de alojamiento dispone de instalaciones como piscina, sauna, restaurante, etc; pero resulta que ninguna de ellas está en funcionamiento, y aún puedo dar gracias por que el “hotel” esté abierto. Los precios, además, son inflexibles: no hay regateo posible, ni rebaja por ocupación simple de una habitación doble, ni por indisponibilidad de los servicios publicitados. Los empleados y la dirección, al cobrar un sueldo del municipio, ganan lo mismo si hay huéspedes que si no los hay, de manera que no tienen incentivo alguno para atraer ni contentar a la clientela; y, de hecho, en ausencia de clientes han de trabajar menos, así que poco puede apetecerles que vengan turistas a pernoctar aquí. Aparte, como Torata vive por y para la minería (igual que El Salvador, en Chile, donde pasé una semana), dicho sector económico es el único que recibe las atenciones debidas: si currelas para la Southern Perú o alguna de sus subcontratas todo está a tu disposición y en abundancia: alojamientos, comedores, transportes, sanidad, etcétera; pero en caso contrario, ¡buena suerte! Según me ha dicho la encargada, hasta hace un par de semanas han tenido el Complejo lleno de mineros y a pleno funcionamiento, pero por lo visto Cuajone (la mina vecina) ha hecho no sé qué parada técnica, muchos curritos se han vuelto a sus hogares y esto se les ha quedado vacío.
Encuentro, por cierto, otras similitudes entre Torata y El salvador. Por ejemplo, hay aquí -como allí- un par de comedores que ofrecen menús “obreros” a buen precio (9 soles) y de pasable calidad, que a las horas del almuerzo y la cena se llenan con animadas cuadrillas de sudorosos, polvorientos y dicharacheros trabajadores en traje de faena parcheado de franjas reflectantes, y tocados con el tradicional pañuelo de los mineros. También abundan (si es que no predominan), por las calles del pueblo, vehículos de empresa pick-up doble cabina, rotulados y equipados con focos altos, extintores, cabrestante, calzos, gato hidráulico, herramientas y demás. Del mismo modo, al igual que en El Salvador, no hay en Torata, pese a su innegable atractivo turístico, ni una sola hospedería medianamente aceptable. Aunque el municipio recibe regalías y está dotado con un “canon minero”, cuyo teórico fin es potenciar los sectores económicos distintos a la minería en previsión del día en que Cuajone deje de producir cobre, no hay aquí negocio que no se sustente en esta actividad. Esto es “coje el dinero y corre”, como se titulaba una famosa película de oportunistas. La diferencia es que El Salvador fue fundado por la propia sociedad explotadora de la mina del Indio Muerto para darle servicio a la misma y, por consiguiente, tiene lógica que lo desmantelen una vez aquélla pare su actividad, mientras que Torata ya existía como pueblo agrícola y, supuestamente, los poderes públicos desean que siga existiendo después de Cuajone; pero esto no tiene visos de ir a sueceder: cuando la mina se cierre, con toda probabilidad el pueblo quedará prácticamente muerto.
Volviendo a lo mío, me alegro de haber dejado atrás la inhóspita habitación de la víspera y de haberme venido a este apacible hotelillo, aunque sea sólo por una noche: mañana me marcho a otro pueblo de estas mismas sierras llamado Omate. Por eso el día de hoy ha sido ajetreado y apenas he podido aprovechar las vistas que hay desde el Complejo Turístico. En primer lugar, tardaron casi una hora en prepararme la habitación, pese a que lo único que hicieron fue barrerla y vestir la cama. Luego hube de bajar hasta Moquegua para cambiar dinero e informarme sobre los buses a Omate, pero la góndola a la ciudad se demoró tres cuartos de hora en salir: era una Toyota nuevecita y el dueño, queriendo seguramente amortizarla lo antes posible, no arrancó hasta llenarla de pasajeros. Una vez en Moquegua, vendí parte de mis euros, aproveché para tomarme uno de esos generosos zumos de frutas que preparan en el mercado y, por último, tuve que dar bastantes vueltas hasta hallar el lugar del que salen los autobuses a mi destino de mañana; aunque, cuando por fin di con él, resultó estar cerrado. Tampoco me fue fácil encontrar el teléfono de la empresa, escrito como estaba a rotulador en un portalón metálico. Enterado finalmente del horario, regresé a Torata, pero era ya tarde y apenas tuve el tiempo necesario para cenar, comprar unas empanadas dulces a modo de postre y volver al Complejo justo antes de que se hiciera de noche: el camino que hasta aquí conduce pasa por medio del campo y no está iluminado, y aunque Torata no parece una localidad peligrosa los perros en la oscuridad sí que pueden llegar a serlo.
Estas góndolas que hacen el trayecto entre Moquegua y Torata se desvían de la carretera principal, a la altura del Cerro Baúl (llamado así porque su forma recuerda a ese objeto), para dar servicio también a Yacango, un pueblecito que me gustaría explorar si dentro de unos días me vuelvo otra vez para acá: las vistas desde allí son panorámicas y muy abiertas, pues se domina un valle bastante más amplio y profundo (confluyen en él dos o tres cuencas) que el relativamente estrecho y encajonado de Torata. Por otra parte, visto desde el vehículo, me parece un lugar muy auténtico, y los pasajeros que ahí suben o bajan, sobre todo las mujeres, tienen un aspecto muy campesino. Al pasar por Yacango es muy raro no ver, caminando al margen de la carretera, alguna de esas viejas incas de inconfundible perfil: siempre breves y encorvadas, ayudándose con un cayado en su bamboleante andar, sus anchas faldas y refajos oscilando en torno a las piernas como una campana que se moviera sobre el badajo, su cara apenas discernible bajo el sombrero de fieltro oscuro. Durante los diez días que llevo ya en Perú no he visto prácticamente ninguna mujer con menos de 60 años que use falda, y de las que sobrepasan esa edad sólo la llevan estas indígenas, más alguna que otra tendera del mercado. No es improbable que, de aquí a una década o como mucho dos, esa prenda llegue a desaparecer por completo en esta parte del mundo. Cuando veo a esas mujeres de aspecto centenario, última generación de una cultura que tiene los años contados, me pregunto qué pensarán, qué extraño no hallarán este mundo del siglo XXI, cómo se habrán criado y cómo habrá sido su vida.
Se me ocurre preguntarme también, ahora que escribo sobre esto, cómo piensan hacer los poderes públicos, una vez eliminen –como planean– el dinero en efectivo, para forzar a estos indígenas a utilizar la moneda digital. Algunos de ellos apenas hablan el español, y lo hacen usando infinitivos al estilo indio, como en los wéstern. (Por cierto que al resto de peruanos tampoco los entiendo muy bien: con harta frecuencia está ocurriéndome que, entre su bajo tono de voz, su acento y su registro semántico, apenas me entero de lo que dicen y me veo precisado de pedirles dos y hasta tres veces que me repitan algo. Incluso, en alguna rara ocasión, he tenido que desistir.)
Ahora mismo, desde la terraza aneja a mi habitación, no se ven más que las luces del pueblo, al otro lado de la quebrada, contra el negro de la ladera, y allá en lo alto, en el incierto límite entre las cumbres y el cielo nocturno, otra línea de luces, un poco fantasmales, que supongo pertenecerán a algún caserío cercano. No obstante, pese al aislamiento del Complejo Turístico, el sonido de los vehículos pesados es, si no molesto, sí incesante: desde este lado del valle se escuchan sus motores, en la distancia, afanándose trabajosamente en llevarlos cuesta arriba por las curvas de la carretera con dirección al puerto que marca el inicio del descenso hasta Moquegua (precisamente a la altura del Cerro Baúl) y mucho más allá, hasta Ilo junto al litoral. Torata está sobre la Interoceánica Sur, que une Puno –a orillas del Titicaca– con la costa Pacífica, y en el silencio de la noche llega nítido hasta mis oídos el bramido de los camiones que hacen esa ruta, apantallado por la roca desnuda predominante en estas montañas, si bien lo bastante amortiguado por la distancia como para no molestar. Y, en el intervalo entre un camión y el siguiente, se distinguen los latidos de los perros en la lejanía.