VI. Comillas y un exclave cántabro en Vizcaya

Desde Cos hasta el litoral sólo hay, como quien dice, un paseo. El cielo está encapotado y de vez en cuando chispea; cosas del Cantábrico. De todas formas, la jornada motera de hoy va a ser así de corta: desde Cos hasta Comillas, la “villa de los arzobispos”, donde me quedo un par de días alojado en un hotel bastante agradable y tranquilo, estilo clásico, a cinco minutos caminando desde el centro.

Este antiguo pueblo pesquero, aparte de ser famoso en la Edad Moderna por sus hábiles arponeros y la industria ballenera (aún abundaban los cetáceos en el Cantábrico), no tenía más mérito que lo hiciera particularmente acreedor a la distinción de que gozó durante la Edad Contemporánea, y que se derivó tan sólo de la merced que le hizo Alfonso XII al visitarlo con su familia un par de veces, lo cual, de algún modo, lo puso de moda entre la aristocracia y, con el tiempo, devino en una localidad destacada por sus ensayos arquitectónicos.

Es un pueblo bonito y muy turístico, que se deja recorrer bien a pie incluso hasta los barrios más retirados, aunque resulta sumamente difícil orientarse en él, por el peculiar trazado de sus calles, casi laberíntico, que no parece obedecer a lógica alguna. Destaca, por supuesto, dominando sobre el pueblo en lo alto de un otero, con su inconfundible arquitectura, el soberbio y emblemático edificio de la Universidad Pontificia (actualmente un campus de la de Cantabria). Aparte, hay por los alrededores otros dos o tres edificios modernistas que, por su estilo empalagoso y algo infantil, imagino son de Gaudí. Pero en general todo el casco viejo es también de mucho mérito, y entre sus estrechas y empinadas calles pueden encontrarse bastantes casas antiguas de gran porte e impecable estética, que sugieren una villa de gente acomodada.

Suntuosa lápida en el cementerio de Comillas

Suntuosa lápida en el cementerio de Comillas

Aprovechando la proximidad, durante mi estancia en Comillas hago una visita a Santillana del Mar, hermoso y pintoresco pueblo que tuve ocasión de conocer muchos años atrás por una compañera de academia, que era de allí. Me habría gustado encontrarla por la calle ahora y, de hecho, estoy casi seguro de que suya era una motocicleta que había dentro del zaguán de una casa céntrica, donde vivían sus padres; pero no se ha dado esa coincidencia y me he quedado con las ganas.

Ahora bien: en esta ocasión me he dado cuenta de que Santillana es un pueblo tan graciosamente rústico, tan impecable en su aspecto tradicional, que -aunque resulte paradójico- casi no vale la pena visitarlo, porque parece un decorado de cine o un parque temático: con sus calles abarrotadas de turistas, que llegan por centenares cada día en flotillas de autobuses, y con toda su actividad enfocada al turismo; de modo que la autenticidad es sólo aparente y, en consecuencia, se reduce a lo estético. Encuentro que le falta naturalidad. Todo parece de pega, como en una maqueta a tamaño real, pero seguramente no quede apenas un resto de genuina vida rural.

El tiempo no ha acompañado mucho estos días, y he tenido lluvia en Comillas, en Santillana y también en Suances, donde, completando el paquete de pequeñas rutas locales, quedé con un amigo para echar unas cañas; pero nada  puedo decir de este último pueblo porque no me entretuve en conocerlo.

Acabados mis dos o tres días en la zona, me propongo Santoña como siguiente meta, intentando en lo posible ajustarme a las carreteras costeras y no perder de vista el mar, que es mi objetivo para este viaje.

De Santoña puedo muy bien decir que lo conocí en la otra vida; no en un sentido místico ni espiritual (mucho menos, religioso), sino porque estuve allí hace tantísimos años y era yo tan joven (¡tan niño!) que me cuesta afirmar que aquella vida fuese la misma que esta, ni aquel chiquillo la misma persona que el despojo hoy servidor de Vds. No me reconozco ni en aquel chaval ni en aquel verano de otro tiempo, y quizá lo único que nos une -a ellos y a mí- ahora es la hebra de un tenue recuerdo; tan tenue que ni siquiera dicho nombre merece, pues sólo una imagen persiste en mi memoria de aquella lejana visita: unos bancos de piedra bajo las copas de unos árboles y, sobre ellas, en el cielo azul y blanco, un arcoiris doble -el primero que yo veía-, semicircular y nítido como el de un dibujo infantil. Y completa la imagen, como en un vídeo la pista de audio, una disputa pueril con un amigo acerca de una muchacha de rubios bucles. Estaba yo, a la sazón, pasando con otros chavales de nuestro mundillo Spanish Navy las dos semanas de rigor en un campamento de la OJE (donde, más que jornadas de convivencia campestres, se organizaban anticipos, o preparatorios, para la instrucción militar) ubicado en Laredo, frente a Santoña, al otro lado de la ría; pero como el tiempo durante aquellos días fue muy lluvioso, apenas podíamos efectuar las actividades programadas y pasábamos la mayor parte del tiempo ociosos.

Volviendo al presente, me tenía dicho un amigo santanderino que Santoña era un reducto falangista y antivasco, y a partir de esa descripción yo imaginé -sin el menor fundameto, lo admito- que iba a encontrarme con una pintoresca aldea de pescadores; pero nada más lejos de la realidad. No sé cómo sería antes, pero hoy es un pueblo simplón de trazado urbano cuadrangular y feas eficicaciones (al estilo de las que se construyeron durante la explosión demográfica, migratoria e inmobiliaria que hubo en España en los años 7o), con las calles más céntricas abarrotadas de bares de tapas, donde -por cierto- la clientela vasca no escasea, ni mucho menos; ni tampoo escasea -cosa curiosa por estas latitudes- la inmigración subsahariana, a juzgar por el abundante número de negros que he visto.

Otro elemento inesperado ha sido la retención que me he encontrado al llegar; pero resulta que Santoña tiene sólo dos vías de acceso y un tráfico demasiado denso para ellas. Quizá es que he tenido la mala suerte de venir en un día con mucha afluencia de visitantes, pero más bien me parece que sea algo frecuente, tratándose de un pueblo localmente conocido por su tapeo. En cualquier caso, como mi preferencia son los lugares tranquilos y este no me llama la atención lo bastante como para pernoctar, en vez de buscar alojamiento -como tenía pensado- me limito a callejear un poco, reconocer el lugar, tomarme unas tapas y largarme.

Salgo, pues, de Santoña por la carretera de Cicero y continúo un poco hacia el sur, eligiendo al azar el trayecto para evitar la autovía del Cantábrico y también -pese a llamarse esta serie La ruta del mar– la carretera litoral, que en esta parte de España es demasiado tediosa, ya que ensarta un inacabable rosario de localidades llenas de semáforos, pasos sobreelevados, limitaciones de velocidad, radares, túmulos, peatones y -huelga decirlo- tráfico. Media hora más tarde estoy dejando atrás la provincia de Santander para adentrarme en territorio vasco, pero sólo unos quilómetros más adelante vengo a cruzar otra vez, auqnue a la inversa, los límites provinciales: se trata del Valle de Villaverde, un pequeñísimo exclave cántabro en Vizcaya de cuya existencia no tenía el menor conocimiento (ni habría llegado a tenerlo de no ser porque el azar me ha traído aquí) y que engloba una docena de caseríos o aldeas. En una de ellas, La Matanza, doy con un pequeño hotel familiar que me parece muy aparente para pasar la noche, de modo que tomo una habitación, me cambio de calzado y me doy una caminata por los bucólicos alrededores.

La Matanza

Alrededores de La Matanza

Pese a no pertenecer al País Vasco, este valle parece estar lleno de vizcaínos; y probablemente la mayoría de sus habitantes lo sean, pues la gente utiliza la jerga vascuence y, además, excepto los letretos de la carretera -algunos de los cuales muestran vasconizantes pintadas-, su idioma y costumbres están presentes por todas partes. Lo cual es lógico, dado que aunque pertenezca a Cantabria, el exclave es tan pequeño que no tiene muchas posibilidades de diferenciarse culturalmente. Se siente uno aquí como acaso se sienta el camino invadido por la maleza, pues Vizcaya se asoma por todas partes sobre este pequeño término hasta asfixiarlo.

*  *  *

En el hotel me pusieron, para cenar, la ensalada más nutritiva y sabrosa que he comido jamás, pero también me dieron una de las peores noches que he padecido en mis viajes por todo lo largo y ancho de este mundo: no logré imaginar qué podían estar haciendo, pero los golpes y ruidos no pararon hasta pasadas las dos de la madrugada, y ni con tapones pude aislarme de ellos.

Entrada a una gran finca en La Matanza

Entrada a una gran finca en La Matanza

El viejo caserón

El viejo caserón

Pero lo que más me ha gustado de La Matanza ha sido una casa en particular: una de esas casonas de indiano, muy descuidada, en mitad de una asilvestrada parcela de generosa superficie a la que pude colarme por su cancilla, que estaba entornada. ¡Qué lugar más digno de una novela decimonónica! Circundada por una alta tapia, me trajo a la memoria esas historias de Dickens, las hermanas Bronte o Thomas Hardy, en que describen vetustas mansiones rodeadas de grandes jardines. Rincones invadidos por la vegetación, musgosos bancos de piedra bajo la sombra de los árboles, un velador olvidado con dos sillas herrumbrosas y un edificio de aspecto fantasmal que evoca torreones llenos de murciélagos, doncellas empareadas o habitaciones condenadas donde un enigmático retrato envejece mientras Dorian Grey conserva una diabólica juventud…

Demasiada literatura, lo sé.

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Trotamundos, apátrida, disidente y soñador incorregible
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Una respuesta en “VI. Comillas y un exclave cántabro en Vizcaya

  1. Pilar Sanchez dijo:

    Preciosa descripción y muy acertada, me encanta Cantabria, para mí es un paraíso que rezuma paz, tranquilidad, buen comer y esos días tan bonitos y húmedos que paseas mirando la playa vacía donde el mar deja sus largas olas llegar suavemente, como cansadas y relajadas por la suave brisa fresca, como el olor de su fresco mercado donde las pescateras limpian los bocartes de los compradores, caminas sin cansancio, despacio adentrándote en callejas o ruas de tapas donde matas el tiempo charlando y consumiendo un blanco o cerveza con alguna de las tapas que libremente se sirven sin necesidad de pedirla pero a la hora de pagar nombraras. Esa lluvia fina, a intervalos que consuela los días cálidos del ardiente verano lleva olor a hierva y mar, es lo que Cantabria es, mar de botarte, jurel y sardinas, campo de caseríos con sus vacas como colocadas en los verdes prados y no comprendes como no ruedan en las cuestas de los montes. El olor de leche fresca y las quesadas y sobados que en sitios como la bella Santillana del Mar ofrecen a los turistas en la calle principal con su bonito pilón con tejado antes de subir a su Iglesia de Santa Juliana de donde deriva el nombre de la Villa. Todo Cantabria es bonito, tranquilo y acogedor, siempre que llego me refresca la vista contemplarlo.

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