El principal inconveniente de trabajar con metáforas espaciales es que conducen demasiado fácilmente a deducciones sin fundamento ni rigor lógico y a equívocos que son, a la larga, difíciles de identificar y más aún de corregir.
Y es que cuando a uno lo bombardean por todos los flancos, desde que tiene uso de razón, con la idea de que el repertorio de opciones políticas se distribuye a lo largo de una línea que va de izquierda a derecha -o viceversa-, resulta que la existencia de un centro aparenta ser no sólo la cosa más natural del mundo, sino una exigencia del principio de continuidad del espacio euclídeo.
Pero lo cierto es que, cuando hablamos de política, la denominación “izquierda” y “derecha” es totalmente figurada y, por ende, muy poco afortunada.
A mí -que nunca estudié ciencias políticas- me ha llevado muchos años, hasta bien entrados los cincuenta, darme cuenta de esa trampa semántica; y esto por pura casualidad, el día en que escuché a un polémico periodista decir: Pero, vamos a ver, eso del centro, ¿qué es? El centro no es nada. Y gracias a estas palabras me planteé la pregunta, en cuya respuesta, tras pensarlo detenidamente, no pude sino coincidir con él.
Para quien algo recuerde de las matemáticas, la situación puede visualizarse así: dados dos conjuntos distintos, A y B, compuestos por algunos elementos comunes y otros disímiles, nada obliga a postular la existencia de un tercer conjunto C que, sin ser la mera intersección algebraica de los anteriores, sea “intermedio” entre ellos. Resulta hasta difícil imaginar en qué podría consistir dicho C.
Pues bien: yo creo que la política se asemeja más a esta comparación que no a ese hipotético espectro izquierda-derecha que, no obstante, casi todos damos por sentado porque nos lo enseñan desde jovencitos y nos lo remachan cada día. Según mi ejemplo, A podría ser el modelo económico-cultural socialistoide que hoy sostiene un partido como el PSOE, y B sería el liberaloide que propugna el PP; sendos representantes de esos dos sistemas políticos en que se basan la mayoría de países actualmente. De modo que, en este esquema, ¿qué predica Ciudadanos de original que no esté ya en los programas de alguno de los otros? ¿Cuáles son los elementos, las ideas, los valores, principios o propuestas que identifiquen de manera unívoca y den personalidad propia a ese partido? Si Ciudadanos es el conjunto C, ¿qué de nuevo aporta?, ¿qué tiene que no tengan los demás?
Porque si la respuesta a esta pregunta es “nada”, entonces nada es también Ciudadanos: tan sólo una caprichosa intersección entre A y B. Pero si la respuesta es “algo: tal y cual cosa”, entonces ¿por qué habríamos de suponer que ese algo está entre medias de los otros dos? ¿Por qué no imaginar, en lugar de tres puntos en una línea, tres vértices de un triángulo escaleno sin centro ni forma concretos? De no ser por la distorsión que, en nuestra percepción, introduce la actual nomenclatura lineal, en principio no tendríamos por qué suponer que un tercer partido hubiera por fuerza de ubicarse en un lugar intermedio, céntrico y más o menos equidistante entre los otros dos.
Advierta el lector que, en lo anterior, no se niega la posible existencia de tres o más modelos distintos de sociedad: lo que se dice es que, de haberlos, no tendrían por qué distribuirse -salvo improbable azar- como segmentos a lo largo de una línea imaginaria izquierda-derecha, sino más bien como distintos conjuntos que ocupan posiciones arbitrarias en el espacio, que pueden -o no- intersecarse parcialmente, pero ninguno de los cuales podría reclamar para sí el centro ni, menos aún, pretender heredar por derecho propio las subjetivas connotaciones positivas, e incluso virtuosas, que a tal término acompañan.
Todo esto, claro, dentro de la más pura abstracción. Pero es que aún se puede ir un paso más allá: cuando estudia uno las opciones políticas verosímiles y viables que pueden adoptarse hoy día en el mundo occidental, concretamente en Europa, pronto se comprende que las posibilidades se reducen prácticamente a dos: ésas que -engañosamente- llamamos izquierda y derecha, aunque yo, puestos a adoptar una terminología errónea, preferiría llamar rojo y azul, por aquello de que los colores no exigen la existencia de un “centro”; y dado que ambas opciones tienen ya, de por sí, bastantes elementos comunes (en el fondo, casi ningún gobierno se sale de las ideas y metas de la globalización), lo único que justifica la taxonomía es precisamente aquéllo en que difieren, y que son los elementos que les confieren personalidad. Pero entonces vuelvo a preguntar: ¿qué es lo distintivo del autodenominado centro? Parece claro que nada. Dicha supuesta alternativa política, escurridiza e imaginaria, no es más que la intersección de las otros dos: un conjunto sin entidad ni carácter propio, sin principios ni valores peculiares y -por supuesto- sin historia; o sea: una ilusión semántica, un equívoco espacial, un mero pragmatismo insulso, un diluirse en la borrosa y difusa aldea global…
Así que no me queda, en fin, más que glosar al polémico periodista y decir, con él: ¿qué es eso del centro? El centro no existe, no es nada.
Pero, a cuento de esa nada, una buena legión de espabilados se saca un sueldo con nuestros impuestos.